Revista dominical


Yo canté con Pichuco

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

03 de agosto de 2014 12:02 AM


   Hablaré en primera persona –mil perdones por ello–, porque lo que contaré a raíz de la conmemoración del siglo de nacido Aníbal Troilo (Pichuco) son vivencias que nadie puede contar por mí y que yo había de escribir algún día por ser un tangomaníaco consumado.  
Tuve la fortuna de conocer Buenos Aires en octubre de 1972, tres años antes de la muerte de Troilo, el hombre que hacía llorar el bandoneón. Era una época en que los jóvenes porteños estaban divididos: la mitad no sabía que existiera el tango y la otra mitad no quería saber nada de ese “lamento de cabrones”. Los bares, cabarets y boîtes de orquestas típicas se habían ido a la porra con los gustos musicales de la Nueva Ola. Rogué a mi hermano Patricio, que se especializaba allá, y a Nicolás Salom Franco, que era nuestro cónsul general en la capital federal, que no me dejaran volver sin oír a Troilo y a Oswaldo Pugliese.

Por cuenta mía
   Nicolás Salom, que había invertido sus primeros tres meses de estancia en Buenos Aires recorriendo salones con música de todos los géneros, propuso que primero fuéramos al Bar Unión. Él sabía que allí tocaba un conjunto típico que estaba sin cantante, porque el tipo andaba de vacaciones en Chile, y su director quiso que mientras su vocalista anduviera ausente el show diario fuera orquestado, a lo Mantovani.
   Sin que Patricio, Jorge Mario Eastman y yo nos diéramos cuenta, Salom le pidió al director que tocara Mano a Mano en la segunda tanda, cuando el vino Don Valentín estuviera haciendo su efecto. Tan pronto sonaron las notas de Mano a Mano, me levanté de la silla y pedí que me dejaran cantarlo. Caí en la trampa que me tendió Salom. Lo que yo sólo hacía ante mis amigos más queridos en veladas inolvidables, me forzó a intentarlo ante un público que pudo resultarme hostil. Pero –también hay peros venturosos– escuché aplausos y el show corrió por cuenta mía, pues el director me dijo que había lugar para dos interpretaciones más. ¿Las hace?
   –Sí, vamos con Tiempos Viejos y Milonga Sentimental, respondí.
   Fue la única vez en mi vida que recibí un pago (en especie) como cantante aficionado, ya que a las dos de la madrugada, al pedir la cuenta, se acercó el maître para decirnos que el consumo de bar y comedor de nuestra mesa era una cortesía de la casa.

Caño 14
   Tres días después, el viernes 20 de octubre, visitamos Caño 14, el sitio de la calle Talcahuano 975 donde Troilo embobada al público con sus dedos de oro sobre los botones del fuelle de lengüeta libre. Era su segunda sede. La primera había sido una casa de la Calle Uruguay, de propiedad de las Hermanas Adoratrices, que no encajaba con el destino que se le dio en 1965, cuando el mismo Pichuco, atormentado por el desplome de un tango que merecía el restablecimiento de sus ritos y el renacimiento de su mística, urgía un proscenio no muy grande que lo reviviera para los forasteros. Horacio Ferrer le había advertido que sin él como figura central el tango continuaría desplazado por los ruidos de los mozalbetes, y aceptó entrar en sociedad con Vicente Fiasché, Rinaldo Martino y el mismo Ferrer.
   –Si esto fracasa –los alertó– nos iremos a vivir a los caños de la ciudad. No fue sino que Martino oyera la palabra “caños” para que recordara que el restaurante de más éxito en Buenos Aires se llamaba Hoyo 19 y, de acuerdo con un publicista de Lowe, sugiriera para el bar el nombre de Caño 14. El éxito obtenido en cuatro años los mudó para Talcahuano y no para los caños.
   Me parecía mentira que hubiera escuchado al Troilo que superó a sus tres modelos: Pedro Maffia, Pedro Laurenz y Ciriaco Ortíz, porque afianzó un estilo con temperamento más independiente y formas más portentosas que los sonidos del primero, el poder conductor del
segundo y el fraseo del tercero. Tenía razón Horacio Ferrer: Troilo fue el ejecutante que le puso a sus ejecuciones una encantadora mezcla de lógica y capricho, y por eso pudo surtir con magnetismo su sensibilidad renovadora.

La Casa den Gardel
   En alguna parte había leído yo que Oswaldo Pugliese y Elvino Vardaro influyeron bastante –venían de la escuela de Julio de Caro– en la personalidad musical de Troilo, y quise, por consiguiente, que Patricio me llevara a verlo tocar su piano y dirigir su orquesta en la Casa de Gardel. La Yumba, Malandraca y Negracha eran los tres tangos que yo conocía del compositor cegato nacido en Villa Crespo, la barriada del Trianón, donde zapateaba la milonguerita consagrada por la voz de Carlos Roldán.
   Tremenda noche. Fue una velada tan conmovedora como la de Pichuco y su gente en Caño 14. ¡Qué piano!, ¡qué voces!, ¡qué bandoneones!, ¡qué violines!, ¡qué guitarra!
  Al salir, Patricio quiso demostrarme que podíamos irnos a pie hasta su apartamento, más o menos unas cuarenta cuadras hasta la calle Laprida, entre Santafé y Charcas, sin temor de que nos pasara nada en la Buenos Aires de entonces. Lo hicimos entre las tres de la madrugada y las cuatro y treinta, con una sorpresa que pagó mi viaje a la Reina del Plata. En un cafetín donde nadie lloró un desengaño se tomaba un mate Juan D’Arienzo, solitario en una mesa,  en riña con el sueño y sin el acoso de sabihondos ni suicidas.
   Nos sentamos en la mesa contigua. Nos miró y correspondió nuestro saludo reverente con una sonrisa gentil pero incierta. No le pasó por la frente que dos carajitos extranjeros, uno de 33 años y otro de 29, supieran que acababan de saludar a una leyenda del tango, nadita menos que al batuta que uniformaba los cuatro tiempos de cada compás, con marcación rítmica y veloz, en los nerviosos rellenos del piano, las bruñidas resonancias del violín y los escalados registros del bandoneón. 
   Patricio y yo habíamos ordenado dos copas de vino San Felipe, el de las doce cepas, y lo apurábamos cuando D’Arienzo se levantó rumbo a su casa. Nos miró, inclinándose un poco. Entonces alcé mi copa y le dije: Vino alegre, maestro. Esbozó por respuesta una sonrisa más explícita que la anterior y visiblemente satisfactoria. Fue un motivo. Él era el autor de un tango titulado “El vino triste”.

El viejo almacén
  La cuarta estación tanguera, que no estaba en mis planes, fue en “El Viejo Almacén”, de Edmundo Rivero, el cantante y guitarrista que trabajó con Troilo tres años como solista de su grupo. Con él grabó “Sur”, el poema de Homero Manzi, musicalizado por Pichuco, que se vendió como pan caliente en toda América del Sur durante la década de los cincuenta. Alguien cometió el error de pedirle a Rivero que lo interpretara. La voz de los setenta años acabados de cumplir no era igual y el artista lo sabía, pero el auditorio aplaudió, con palmas de gratitud y con nostalgia por los dones que la vida le había humillado, el esfuerzo de aquella figura recia que, según Cátulo Castillo, parecía un personaje del Quijote nacido en la pampa.
   Al salir y echarle un vistazo al San Telmo de 1972, lleno de luces pálidas y de noctámbulos en retirada, evoqué el Pie de la Popa de mi primera juventud y repetí mecánicamente los dos versos finales del poema de Manzi musicalizado por Pichuco: “Pesadumbre del barrio que ha cambiado/y amargura del sueño que murió”.

De vuelta en Caño 14

   Volvimos a Caño 14 en vez de irnos para la boîte de moda, el Michelangelo, con el secretario de nuestra Embajada, Nacho Villaveces. Quería oír de nuevo a Troilo si era que no se había pasado de “cuchareo” la noche anterior. Suerte la que tuvimos porque nos reservaron mesa muy cerca de la tarima, tan cerca que pude decirle a Pichuco que yo quería cantar con él “La última curda”. De dónde sos vos, me dijo. De la costanera norte, repliqué. No tenés, ni de lejos, acento de porteño. Es que soy de la costanera norte de Colombia. Ya nos vamos entendiendo, pibe. Te aviso, remató.
   Confiado en que no me avisaría, departí muy distraído con mi hermano y mis amigos, y al filo de la medianoche Troilo me hizo la morisqueta de que subiera y subí. Su introito fue idéntico al de la grabación, pero no me aculillé y arranqué. Terminé decorosamente ese tango tan difícil, el del “hondo bajo fondo donde el barro se subleva”, y me sentí tan bien de no haber hecho el ridículo que estuve a un milímetro de pedirle que me acompañara con el tango “Suerte loca”.
   Así, sin querer queriendo, canté con el gordo Aníbal Troilo y tengo tres testigos vivos: Jorge Mario Eastman, Cecilia Borda de Salom y Patricio Villalba Bustillo.

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