Ocurre de noche. Sin otro ánimo que el de caminar las calles. Así, con unas quince o veinte copas encima, se puede conocer a los personajes más improbables de esta Cartagena que apenas mengua su incendio cuando pasan las seis de la tarde.
Habíamos llegado los tres por sugerencia de Carmona, cuyo aspecto de tabernario encajaba muy bien con el lugar. Suárez apoyó la propuesta, vamos al Che, quizá hasta te sale una historia, dijo.
Al dueño de la tienda, situada entre la Calle de La Necesidad y la de El Quero (no existen las casualidades), lo había visto en mis épocas universitarias. Su fama lo precedía entre los estudiantes más vagos, los que acostumbrábamos a perdernos la clase de fotografía por el ejercicio noble del billar y las 'frías'.
Siempre escuché que en su cantina se vendía cerveza barata y para algunos incluso era un centro casi de culto, muy vinculado a la cara oculta de la ciudad vieja.
Sentado en una silla roja de plástico, camisa verde, estaba Agustín Orozco Arbeláez, el popular Che del barrio de San Diego. El pelo negro alborotado de este bohemio, 52 años, fue el primer indicio de que en efecto se trataba de ese personaje, pero me pareció extraño verlo afeitado.
Pedimos tres cervezas. Sugerí que saliéramos del lugar para estirar las piernas sobre el andén y porque se estaba mejor. Un son cubano acompañó la charla. A la distancia, de reojo, me di cuenta de que el Che estaba tomando cerveza light y aunque compartía la mesa con otro hombre que promediaba su misma edad, no hablaban.
Carmona buscó en su bolsillo un billete de cinco mil pesos y se lo dio a Suárez para que comprara la siguiente ronda. No necesito tanto dinero, dijo Suárez, riéndose. Deja la maricada y ve a comprarlas. Suárez le obedeció a su amigo, total, era lo mínimo que podía hacer ya que siempre acostumbra a tomar gratis. Yo preferí no decir nada.
Entré al lugar para ver los cuadros colgados del mítico comandante de la Revolución Cubana, Ernesto el Che Guevara. La imagen icónica con la boina y la estrella saltó en cuatro afiches enmarcados y una en particular me llamó la atención pues establecía un paralelo entre el rostro del ideólogo y político nacido en Rosario, Argentina; y el de Agustín Orozco, quien para entonces consumía de a poco, casi cerrando los ojos, la octava cerveza.
Ámame, aquella salsa del Gran Combo de Puerto Rico, se apoderó del lugar. Carmona me había dicho que la música que ponían era el principal atractivo. Una pareja se puso de pie y empezó a bailar. Yo me acerqué al Che. ¿No ponen vallenato?, le pregunté sólo para joder. No, el vallenato daña el equipo. Puede ser, admití. Me reí ante la ocurrencia. Aquí ponemos boleros y salsa, dijo. Nos presentamos y más tarde le propuse una entrevista. Durante un rato estuvimos en silencio, sin saber qué decirnos. Viene gente de muchos lados, le comenté. El sitio se llena, dijo el Che muy suavemente, sobre todo los jueves, viernes y sábados.
¿Tienes hijos?, le pregunté. No sé, de pronto, hasta el momento no ha venido nadie a decirme algo. El Che se acomodó en su asiento socarronamente y se carcajeó. Nunca se sabe, ¿no?, le respondí. Agustín Orozco negó con la cabeza. Me sorprende que estés tomando una cerveza tan suave, le confesé. Abrió bien su ojo izquierdo para verme la cara mientras sacaba del pantalón su teléfono digital. Me mostró una foto de su prominente barriga de hace año y medio, justo para la época en la que le practicaron una “cesárea”, como llama a la operación que le hicieron para que bajara de peso. ¿Comías mucho, ah?. No, eso era la tranquilidad, pero llegué a tener 30 kilos de más.
Agustín Orozco vive en Cartagena hace treinta y dos años. Llegó de su natal San Vicente, Antioquia, cuando tenía unos veinte y ha tenido tienda en Bostón, La Candelaria, San Francisco y Fredonia, barrios que le arrojan un buen espectro de lo que es Cartagena en su forma más popular. Pero la tienda, homónima a su apodo, en cuyo segundo piso vive con su hermana Julia, quien ayuda en la administración, la obtuvo hace 16 años.
¿Mi sueño?, repitió el Che, como si paladeara mi pregunta. Tener mucho dinero, dijo, riendo por lo bajo y frotándose los dedos índice y pulgar de ambas manos. ¿Y para qué?. Para viajar por todo el mundo, para regalarlo. Supongo que ya fuiste a Cuba, le dije. No, aún no, no salgo mucho de la tienda, aquí me siento muy bien.
Aunque no lo dice, Agustín Orozco fue seducido, como muchos jóvenes en los sesenta, por la icónica rebeldía del Che, del verdadero. Vienen extranjeros de todos los países a visitarlo. Han escuchado de él a través de Internet o por referencias personales. Casi nadie sabe que es aries, que nació el 15 de abril de 1963, y mucho menos que fue visitando Venezuela, por el año 70, cuando decidió aceptar el apodo del Che: la gente en la calle lo paraba para tomarse una foto con él, y si bien había un parecido físico más o menos denso, todo el asunto le fascinó.
Trabajo todos los días, de siete de la mañana a once de la noche, depende de cómo esté el movimiento, comentó el Che. ¿Y qué es lo que más te indigna?, le pregunté. Que la gente se vaya sin pagar, dijo, entreabriendo su dentadura para dejar escapar su risa burlona. ¿Y te pasa con frecuencia?. No, aquí todos son conocidos, aunque hace unos 12 años sí me atracaron, me robaron lo que serían hoy en día unos quinientos mil pesos.
Pensé en su aspecto. Sin duda, el Che se tintura el cabello, o se lo tinturan. Lo imaginé chorreando pintura negra sobre un lavamanos en el segundo piso de la tienda. ¿Eres vanidoso?, le pregunté. No, bueno un poquito, dijo. A tu edad se va llegando a conclusiones en la vida, cuéntame alguna. El Che se reclinó aún más sobre su asiento y pensó acerca de mi petición. ¿Qué has aprendido de las mujeres?. Ah, ahora sí, todas me han jodido, respondió, y esta vez nos reímos juntos.
Me contó, pero puede que sea mentira, que nunca se ha casado y que la relación reciente más larga que ha tenido ha sido de cuatro años. El hombre tiene la edad de la mujer que ama, dijo. Yo tuve que escribir la frase en unas hojas sueltas para no olvidarla. Ahora, dijo Orozco con su voz de paisa y risa de conejo, estoy saliendo con una jovencita, tiene veintitrés. Eso quiere decir que todavía eres muy joven, le dije después de apurar un sorbo. Es que yo tengo 25, respondió truculentamente, pero 25 al revés, es decir 52.
Una noche su chica, me dijo, le contestó de la siguiente manera a un entrometido que intentó opinar sobre la relación de ambos: “Yo tengo mis hijos y él es muy bueno, me ayuda siempre que me hace falta, en cambio, un pela'o de mi edad me da golpes”. ¿Cuándo mientes, Che?. Nunca he dicho mentiras, dijo. Al cabo de unos segundos, y tras ver mi cara seria, añadió que primero se coge un mentiroso que un ratero. ¿Entonces crees en el amor? , dije. Ya no me enamoro, son puros embustes. Puso la botella vacía en la mesa, haciéndola girar un poco.
Recordé entonces que no le había preguntado si pensaba remodelar la tienda. No, si se pone más lujoso, si se invierte, me toca subirle a los productos, sostuvo. Después hablamos sobre whisky y sobre ron, y me contó que lo servían por trago, o por la medida que el cliente quisiera, pero, eso sí, que era de buena calidad. El bar estaba casi vacío. Como dos viejos desconocidos, nos dimos un fuerte apretón de manos.
¿Dónde estarían Carmona y Suárez?, pensé. Seguían afuera, hablaban seguro de literatura o de cine. Comparten la admiración hacia Stephen King.
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