Facetas


Amores furtivos en pueblos sin luz

GUSTAVO TATIS GUERRA

01 de julio de 2018 07:20 AM

Los fantasmas desaparecieron apenas apareció la luz sobre los pueblos a la orilla del río, dice el artista Limberto Tarriba, quien nació muy cerca de la albarrada del corregimiento de Santa Cruz de Mompox.

Con la luz se disiparon las antiguas complicidades del hombre y la mujer sobre el río.

Alcancé a conocer el corregimiento aún sin luz eléctrica, y una noche me emocionó ver a los más viejos y a los más nuevos, alumbrándose con lamparitas de gas parpadeantes o con mechones prendidos, también con gas.

Las luciérnagas y la luna llena alumbraban  la estela del río sobre la única calle del pueblo.

Y el patio era la segunda e inconclusa calle, monteadentro.

En ese reino precario y elemental, la vida tenía sus ventajas y sus bondades que la modernidad ha arrasado de un tajo.

Con una planta eléctrica, el único televisor en el corregimiento reunía a todo el pueblo, e hipnotizaba a la audiencia, como en los años veinte alguien se maravillaba viendo la llegada del hielo metido en una caja cubierta de aserrín, para exhibirlo como una novedad en un pueblo del Magdalena, sin agua y sin luz eléctrica.

Durante siglos, las aldeas del Caribe vivieron al desgaire, sin nada resuelto, todo lo básico como la educación o la salud, y todo lo elemental como el agua potable o el alcantarillado, quedaban a merced del azar. La salud y la educación se sostenían con la mano azarosa de las loterías y las licoreras. No había nada, por sencillo o trascendental,  que no pasara por el río.

La gente se bañaba a totumadas al amanecer, con las primeras luces del día. En la madrugada, la gente lanzaba sus bacenilladas de orín al mismo río. Bañaba allí a sus animales a punta de totumas. Los caballos, los mulos y los burros. Ese mismo río era el puente y el tránsito de viajeros o nativos que iban hasta Magangué, Mompox o la Mojana.

El río era el escenario del juego y del descubrimiento del cuerpo. El río era el espejo. En pueblos ribereños, lo que menos encontraba uno en las casas, era un espejo, porque el espejo era el río. Los ribereños se peinaban y se miraban en el río. Los amores también empezaban al pie de ese río. No había teléfonos ni celulares. Solo picadas de ojos, señas de manos y mensajes escritos en papelitos. Silencios de quien con solo ver creía que ya le estaban escucuando el pensamiento. Telepatía sin hilos eran los amores en los pueblos ribereños.

En esa oscurana donde no se veía ningún temblor de luciérnagas, la oscuridad se volvió cómplice de hombres y mujeres andunderos. También el río del tiempo se llevó la palabra andundero, que se usaba para referirse a la gente que andaba de un lado para otro. O la palabra miquear, que se usaba para quien, además de andar, se encaramaba en todos los parapetos posibles: “Anda miqueando por la esquina”. Miquear debió salir de mico saltarín. De un mico trepado en algún palo, saltando de una rama a otra, se humanizó el vocablo entre los ribereños.

Los muchachos y las muchachas no tenían otro lugar para encontrarse que la oscuridad, cerca al agua.

En mis primeros viajes por el sur de Bolívar, me quedaba fascinado mirando la vida de los pueblos sin luz.

Las familias se sentaban en sus taburetes en la puerta de sus casas a conversar, y a medida que avanzaba la noche, las historias se volvían terroríficas. Aparecían entonces bajo esas oscuridades, cerdos que perseguían a los hombres infieles a la salida de las casas de sus amantes. Un cerdo se le atravesó a Pedro Manuel y lo persiguió con tanta intensidad que lo derribó en la albarrada.

Pedro Manuel se quitó el cinturón y levantó al cerdo a cinturonazos. A la madrugada, cuando quiso contar el cuento, alguien hablaba de una mujer a la que habían marcado con un cinturón al amanecer. Pedro Manuel tuvo que quedarse callado, porque en aquellas noches sin luz, abundaban los fantasmas y las brujas en los pueblos. Todos los duendes salían cuando todo el mundo dormía y caminaban bajo una sábana blanca. Nadie pudo cogerse a los infieles o a los amantes, a la mujer y al hombre, que bajo aquella manta blanca, cruzaron la noche de los pueblos sin luz.

Cuando vino la luz desaparecieron también con ella, las brujas y los fantasmas. Las brujas convertidas en cerdos o pavos, y los fantasmas con lucecita propia, que también se hicieron invisibles. Los duendes del pasado se encarnizaron en el miedo verdadero y colectivo del terror generado por más de medio siglo de conflicto armado, en el que el río, también fue escenario de muerte.

En la noche de los amores furtivos, todo se estremecía sin voz y se desbordaba misteriosamente como un río de octubre. Temblaban los platanales bajo la luna, se sacudían los navíos en la albarrada, se sacudían los bahareques y las hamacas se agitaban con un viento loco en una casa sin ventanas. Era el amor furtivo.

En Soplaviento, los jóvenes se encontraban cerca al río, en una inmensa sombra inventada para la soledad y el encuentro, hasta que las autoridades instalaron el poste del alumbrado público. Los jóvenes se sintieron descubiertos, y al cabo de varias semanas, empezaron a lanzar pedradas al bombillo público.

La oscuridad necesaria y juvenil fue reinvindicada y reclamada para la soledad de los viernes y los sábados. La policía supo que quienes lanzaban esas piedras eran los enamorados que ya no tenían un solo lugar donde encontrarse en el pueblo.

Volví en 2017 a recorrer muchos pueblos del sur de Bolívar y me reuní en cada pueblo con los estudiantes de bachillerato, y a todos les pregunté: ¿Y ustedes, adónde se encuentran cuando quieren encontrarse? Y la respuesta fue siempre la misma en cada joven. En Pinillos, por ejemplo, la respuesta fue: “No tenemos muchos lugares donde encontrarnos. Hay muchas cantinas”.

Pero varios jóvenes me respondieron que el lugar de Pinillos por las tardes, era la Biblioteca Pública que donó la Embajada del Japón. “De noche es demasiado aburrido y no hay para dónde uno salir más con sus amigos”, me respondió la joven Isabel Pianeta. Pese a que Pinillos tiene luz, su servicio es deficiente. La luz amarilla declina sobre el río.

Los viejos pescadores volvieron a contarme la historia convertida en leyenda de la luz que los persigue cuando están pescando. El profesor Manuel Darío Cañaveras Oliveros le oyó contar la historia a su padre y a muchos pescadores. Una luz abrumadora los perseguía en el río cerca a Pinillos. Algunos la desafiaron desnudándose y diciéndole obscenidades. Pero la luz insistía en embestirlos. De esa experiencia misteriosa en los pueblos ribereños, el profesor Cañaveras hizo la escultura “El pescador y la luz”, que se erige en la plaza principal de Pinillos, desde 1996.

Entré a recorrer el cementerio invadido de cerdos en medio del lodazal, entre las tumbas abandonadas, y descubrí el letrero “Aquí acaba el placer de los injustos y comienza la gloria de los justos”, promovida por el sacerdote antioqueño Efraím Díaz López, y luego, entré a conversar una mañana con los estudiantes del colegio Manuel F. Obregón, y encontré un letrero escrito por una joven del grado 10 B en un muro del plantel:

“Las mujeres somos como las matemáticas: difíciles de entender pero necesarias”.

Epílogo

Volví a pensar en la oscuridad otra vez iluminando los cuerpos efímeros en las noches de los pueblos sin luz.

En el raro resplandor del río, en los ojos de los nativos.                 

 

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