Bibiana Vélez (Cartagena, 1956), vive hace muchos años en Valencia, España, pero lleva siempre el mar de Cartagena, su ciudad natal, visto en todas sus formas, como si lo observara desde fuera del planeta.
Jamás ha pintado las orillas, sino los horizontes cóncavos y convexos, que dan la sensación de que el mar se va a derramar sobre el espectador.
El mar de la artista no es una naturaleza común, sino un sujeto mutante capaz de abrazar la historia de la humanidad, las religiones de Occidente y Oriente, y la intimidad creativa de la artista.
Está en Cartagena por cuatro razones: una, porque es homenajeada del Festival de las Artes 2018, promovido por Bellas Artes, de la que es egresada. Dos, porque además, exhibe en el Salón Pierre Daguet, una extraordinaria exposición de sus obras que ha bautizado El cielo en la tierra, muchas de ellas, son enormes acrílicos sobre lienzo de los últimos años, y tres de ellos, muy recientes. Tres, porque participó en la conmemoración de los 21 años del fallecimiento de su amigo, el poeta Raúl Gómez Jattin. Y cuarto, para reencontrarse con sus amigos y familiares.
Las tres obras recientes son circulares, como olas vertiginosas que dan el salto a un blanco que a su vez es plenitud o vacío. El oleaje de Bibiana no solo arrastra flores, caracoles, palmeras, arenas, sino que además arrastra a la misma artista que se conjuga, transmuta e integra al océano.
Bibiana tiene una infinita curiosidad por los colores, la luz y las formas, lo que la ha llevado a explorar objetos, fotografías, videos, y desarrollar sus pinturas con el ímpetu de quien al crear se está inventando a sí misma.
En sus pinturas se siente el impulso de sus manos que nunca están quietas, las esponjas que se deslizan embadurnadas de color, los brochazos enérgicos que corrigen la luz que vislumbra tapándose gradualmente los ojos, para redescubrir instantes de equilibrio, velocidad yu silencio en la obra.
El ángel de los colores
Bibiana Vélez ganó en 1989 el Salón Nacional de Artistas,y ese reconocimiento nacional le mereció trabajar en el taller del artista mexicano José Luis Cuevas. Vivió un tiempo en París en los años 80 trabajando de modelo. Era algo que ya había olvidado y lo ha contado en la noche de su homenaje. Un día entró al taller de un artista italiano y descubrió un pequeño dibujo en tinta, a mano alzada, de la artista cartagenera Cecilia Porras.
“No alcancé a conocer a Cecilia, pero para mí fue un honor exponer en Bogotá junto a dos de sus pinturas que hizo sobre las murallas de Cartagena, resueltas en negro y gris”, me dice.
“Ahora me lamento no haber fotografiado aquella obra que ví en París”.
Luego de tantos años fuera de Cartagena, ella se encuentra con lo que ella llama la imparable gentrificación en el Centro amurallado y Getsemaní, la transformación decadente del espacio urbano tomado por el comercio, bajo el espejismo del turismo, y se lamenta de todo eso, mientras caminamos por el corazón amurallado.
“Pero todo lo que se escriba hoy sobre eso es tardío. Ya no se puede detener”, dice con desencanto. ¿Y qué decir de la situación política de Cartagena de ingobernabilidad continuada, de alcaldes inhabiltados que elijen y luego vuelven a inhabilitar? El episodio es candente y la ha sorprendido muy temprano al salir de casa.
De repente, cambio el tema para recordarle a Raúl Gómez Jattin y me dice:
“Era un monje, un ser de una gran sensibilidad, y uno de los mejores poetas en habla castellana. Yo financié su pequeño libro El esplendor de la mariposa, en 1993, que ha sido criticado por los poetas Darío Jaramillo y Rómulo Bustos, considerando que es una obra menor, luego de publicar en 1989, Hijos del tiempo, en el que yo hice su retrato de contraportada. Creo que es una obra distinta. Ese poemario fue escrito en el hospital mental de San Pablo. Allí arremete contra lo institucional, contra la religión católica, los médicos y las monjas. Raúl se rebelaba contra todas las formas de la falsedad humana. Era inocente de una manera no conocida, y veía a Dios de manera panteísta, en todas las maravillas del universo. Para mí Dios y el universo, son una unidad.
Tuve el privilegio de ser amiga de Raúl, de tenerlo en mi casa, de disfrutar de su sabiduría, de su lucidez que jamás perdió a pesar de su enfermedad mental, de su humor y de sus carcajadas. Nunca me posó para retratarlo porque no estaba quieto. Si no estaba en la mecedora, lo encontraba en la hamaca. Siempre moviéndose”.
La pintura está viva
Se alegra cuando le pregunto por el pintor alemán Gerhard Richter, de 86 años, considerado el Picasso del siglo XXI.
“Es prodigioso ese artista. Cuando pinta con esas gigantescas espátulas sobre grandes capas de color, va descubriendo bosques, universos espléndidos, y muchas veces, en el proceso, yo me digo: déjalo allí, pero el artista sigue cubriendo capas sobre capas hasta encontrar nuevos colores y universos multicromados.
Me impresiona también el inglés David Hockney, de 81 años, el autor de El conocimientro secreto, quien trabaja sus pinturas con fotografías y nuevas tecnologías”.
Hockney demostró en su investigación que desde 1430 los artistas flamencos utilizaban lentes y espejos para hacer sus pinturas. Eso no demerita el rigor con que los hiperrealistas lograban las suyas.
“Todo eso reafirma que la pintura de hoy sigue viva”, dice riéndose Bibiana.
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