Facetas


Carlos Pizarro, guerrero de la paz

GUSTAVO TATIS GUERRA

25 de septiembre de 2016 12:00 AM

“El mejor lugar para conocer a Carlos Pizarro, mi padre, es el corazón de la gente”, dice su hija María José, que desde hace cinco años recibió la cédula de ciudadanía con su apellido paterno recobrado.

Durante toda su vida estuvo prestando un apellido para protegerse de todas las amenazas que desembocaron en 1990, en el asesinato de su padre, el más opcionado candidato presidencial que ha tenido la izquierda colombiana por el M-19,  cuarenta días después de firmar un pacto de paz con el gobierno y dejar las armas.

Ella tenía doce años y ahora treinta y ocho, la edad en que murió su padre. El muchacho sicario que lo mató aquel 26 de abril de 1990, tenía veintidós años y había sido entrenado por paramilitares.  Le disparó por la espalda en la cabeza con una ametralladora, muy cerca, en el puesto de atrás, en pleno vuelo aéreo. El sicario fue ultimado en el avión.

Su hija María José le había dicho: “Papá tú no te estás poniendo chaleco antibalas”, y él respondió: “No sirve para nada, cuando quieran matarme, me dan un tiro en la cabeza”. Así fue. “Murió en el cielo”, me dice ella. “Fue un crimen de lesa humanidad. Una traición. Un crimen contra la paz, que pospuso durante veintiséis años este momento histórico de la paz en Colombia. Hoy tendría 65 años. No me cabe la menor duda de que habría sido determinante en este  instante que vivimos, porque mi padre, hijo de militar, dialogaba con militares y comandantes porque había sido comandante. Dialogaba con campesinos e indígenas porque había vivido entre campesinos e indígenas. Tenía una capacidad para dialogar con todos los sectores del país. El trabajo duro para Colombia empieza ahora después de la firma de paz. Y el mejor legado de mi padre es que se materialice el ideal de paz”.

María José tiene quince años de estar reconstruyendo los pasos de su padre. Preside la Fundación Carlos Pizarro y ha realizado dos documentales: Carlos Pizarro, guerrero de la paz, para televisión, y el documental “Pizarro”, en el que ella tiende un puente entre la vida de su padre y la suya. En esa búsqueda encarnizada de la vida de su padre recopiló sus escritos, y en 2015 publicó el libro “De su puño y letra”, en Penguin Random House. Un legado de 324 páginas que sintetizan su pensamiento a través de sus cartas amorosas, discursos políticos y cartas dirigidas a ella.  Para la fundación y el documental recuperó la pipa y la bandera tricolor con la que envolvió la pistola, acto simbólico en el que Carlos Pizarro dejó las armas e inició su vida como candidato presidencial.

“De esa experiencia proviene esta decisión de la guerrilla colombiana de dejar las armas e iniciar el camino político. Creo que se adelantó a este proceso con la convicción y la decisión de que el resto de las organizaciones insurgentes dejaran las armas y suscribieran acuerdos. Mi padre estaba convencido en que ese era el camino para acabar con la guerra y alcanzar la paz de los colombianos. Pero con su crimen en 1990 comenzó una tremenda degradación del conflicto armado, lo que generó y sembró desconfianza. Ahora Colombia abre las puertas hacia un nuevo flujo de pensamiento con la firma de la paz”.

El rostro y el espíritu
Luego de una vida errante entre Pinar del Río en Cuba,  París y España, María José dice que fueron muy pocos los momentos vividos con su padre, al que evoca como un ser “muy sereno y tranquilo pese a la intensidad de su vida, en otras circunstancias fue un hombre acelerado”. No lo puede recordar riendo junto a ella, ni con las manos trazando ideas en el aire. Solo los ojos de color miel como los suyos, la sonrisa ancha y el poema de Neruda Tu risa, que solía leerle a Miriam, su madre, pidiéndole que sobre todas las cosas rescatara siempre la risa y el deseo inagotable de vivir. Recuerda el arroz de los campamentos, el helado de La Habana, el arequipe de un encuentro fugaz.

“Recuerdo el tamaño de su manzana de Adán, cómo subía y bajaba cuando tragaba algo. Durante años he mirado miles de cuellos masculinos y no he podido ver una igual. También los pasos de sus piernas firmes bajando las montañas. Mi cabeza apoyada en su pecho y la dulzura de su abrazo infinito y, sobre todo, recuerdo esa quietud demasiado tranquila para un rostro sin vida”.

“A María José, yo la quise, la amé nueve meses sin conocerla con una seguridad que a mí mismo me asombra, la amé en el momento de concebirla con la certeza de que aquel 4 de julio ella empezaría a vivir; la amé nueve meses sin conocerla y la amo con la intensidad que duele, hoy que la conozco”, dice Carlos Pizarro cuando le escribe a Miriam.

Vivir sin armas
El país de aquellos días de 1990 no olvida la alocución televisada en el que Carlos Pizarro, con un sombrero blanco y gesticulando serenamente culminó su discurso en los límites de la poesía:
“Ofrecemos algo elemental, simple y sencillo: que la vida no sea asesinada en primavera”.

Poco antes había explicado sus razones para dejar las armas:

“Esta es una sociedad rígida, y nosotros pensamos que frente a esa rigidez, solo queda decirle a la gente que se puede vivir sin las armas, que se puede hacer política sin las armas, decirle a la gente que nosotros no valemos porque tengamos armas, que nosotros somos porque tenemos ideas, porque reflexionamos, porque sentimos, porque soñamos”.

El árbol de la memoria
María José tiene un tatuaje en su hombro izquierdo en el que aparecen unos herejes de la Edad Media que fueron llevados a la hoguera. Me dice que su padre no le dejó nada material. “Todo fue bello e inmortal. Su heredad no se define por un objeto, sino por un ideal y un pensamiento. Eso fue lo que sembró en las personas que conoció. Cuando fui al Cauca me sorprendió encontrar a trescientas personas que lo conocieron y me abrazaron. Me llevaron a Yarumales y al cambuche de mi padre que estaba debajo de las raíces de un inmenso árbol. Esa era la casa de mi padre. Después de vivir una experiencia así, ya uno no regresa igual.

Epílogo
María José ha visto crecer a sus hijos Maya, Aluna y Massine con las imágenes de su  padre, al que perciben como un abuelo guerrero que apostó a la paz. Su fundación no se limita a construir la memoria de Carlos Pizarro, sino la memoria colectiva y a generar experiencias colectivas de restauración como la que hizo con la iglesia de Bojayá. El documental ganó el premio India Catalina como  Mejor documental y reconocimientos en Buenos Aires y Montevideo. María José siente ahora la mano de su padre que la lleva al mar. La vida teje azares: los últimos números de su cédula de ciudadanía son 419.

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