Tres, dos, uno. Se prende la luz roja, ¡que empiece el espectáculo!
Cinco chicos flacos, disfrazados de la muerte, con tapabocas, caminan frente a los carros, aplauden. Bailan guiados por los golpes de algún reguetón viejo, no importa la letra ni el nombre, importa el golpe porque marca el ritmo de la coreografía...hay uno, el de cabello abundante y alborotado, que salta y da vueltas en el aire y vuelve a caer sobre sus pies...es como si volara. La música acaba, uno recoge el bafle, dos más pasan entre carros y motos, extendiendo la mano y esperando billetes...ojalá de 50 mil pesos...ojalá...solo hay monedas. La luz roja cambia a amarillo y enseguida a verde. Fin del show...por ahora. Es cuestión de segundos para que resurja.
La escena se repite cada vez que se enciende el bombillo rojo del semáforo que está antes de la Clínica de Blas de Lezo, en la Transversal 54. Crispín, uno de los chicos, dice que el grupo se llama Escuadrón Suicida, por eso los trajes negros con blanco que simulan esqueletos bailarines. Su marcado acento lo delata: es venezolano.
El cambio de semáforo interrumpe mi charla con Crispín, pero alcanzo, entre pitos, sirenas y el mismo reguetón, a escuchar y anotar su número de teléfono. Era martes o miércoles...No recuerdo bien el día, pero sí su rostro delgado, su nariz fileña y sus ojos, grandes y oscuros.
Semanas después, cuando no fue el destino, sino nosotros los que acordamos la cita, lo encuentro en su casa, en 13 de Junio. Vive al lado de la carretera, así que aquí también median los pitos y las sirenas. Ahora está sentado en la sala, en pantaloneta. No puedo evitar ver el pequeño crucifijo que cuelga de su oreja izquierda y el tatuaje de su antebrazo izquierdo, una rosa descolorida.
-Nací en Caracas. Tengo 23 años y un hijo de tres meses que aún no conozco -dice tranquilo y amable-.
¿Y cuándo llegaste a Cartagena? -replico-.
-En marzo de este año.
¿Por qué?
-Por salvarme, Cartagena es mi salvavidas, por eso me vine con los ojos cerrados.
¿Salvarse? ¿De qué? ¿Del hambre y la escasez...de una economía que apesta? Umm umm...no: de la muerte.
Le dicen Crispín porque hace un tiempo tuvo un afro crespo, pero su nombre de pila es: Carlos Yesid González. Nació en Quibdó, Chocó, el 6 de diciembre de 1992 y su abuela lo crió. Él apenas era un niño cuando se mudó a Caracas, por eso se siente tan venezolano. Allá vivía en un barrio candela: Villa Coche o El Estanque Bolivariano, con su mamá María Luisa y más tarde con su abuela, Clarita. María Luisa padece epilepsia y Clarita alzhéimer. Y Crispín baila desde que tiene uso de razón, trabajó con una reconocida cantante venezolana, pero la ambición lo llevó a dañarse. Quiso tener plata...buena plata...y en ese afán vendió droga y celulares robados. “No los robaba, pero los que los robaban me los llevaban para que los vendiera, así que da lo mismo”, anota. Tan “volado” fue -dice él-, que hasta se enfrentó a puños con la Guardia Bolivariana. Lo encarcelaron dos veces y cuando salió, se vio la muerte respirando cerquita de su nuca, así que empacó maletas y se vino a Colombia para bailar en los semáforos y hacer plata...sudarla. “No quiero morir así, en los malos pasos, por eso esta ciudad es un cambio de mente, de pensamiento”, dice Crispín. Debe mantener a su bebé, que está en Caracas. Piensa ir a conocerlo antes que termine 2016.
Casi todos los días, cuando llega la tarde, entre tres y cinco, sale a trabajar. Cuando no van a los semáforos, Crispín se monta a un bus de Olaya y llega al Centro Histórico para encontrarse con el grupo y recorrer cuanta plaza se pueda bailando. Al principio, eran doce muchachos y se hacían llamar Klacra -no explicaron por qué-, luego se cambiaron a Escuadrón Suicida, más tarde fueron Los Akatsuki, algo así como “el clan de la sangre”, inspirados en personajes de la serie Naruto, y ahora son “clones” de Capitán América. Además de Crispín, el equipo está conformado por Renyer, Ángelo, Bugs Bunny, Yoshi y Broderi. ¡Y vaya que les va bien! En un día regular, pueden reunir unos 400 mil pesos. En una jornada buena, entre 500 y 700 mil pesos. “En El Centro, cuando hay bastantes turistas, nos va súper bien porque los gringos nos dan dólares a veces. Los mejores días son los jueves, viernes y sábados”, explica Broderi.
Aunque gane bien, Crispín sabe que el baile no es su futuro, ya una vez se lesionó una rodilla y pasó hambre, no quiere que se repita, así que piensa montar un negocio de comidas rápidas, para eso ahorra. No está afiliado a salud y mucho menos a pensiones...no piensa mucho en eso ahora. A pesar de todo, y en estas tierras ajenas, Crispín tiene sueños.
***
De otro semáforo de Cartagena, penden los sueños de Carolina Pardo Graciano. ¿Ha visto al Spiderman colombiano? Bueno, Carolina es su compañera.
Sus ojos verdes y su voz pausada, dicen que su amor por el arte comenzó desde niñita. Veía a las bailarinas y se emocionaba tanto. Soñaba ser una de ellas, moverse tan armónicamente como si volara. Nació en Facatativá, Cundinamarca, y practicó teatro en el bachillerato. Apenas salió del colegio, volcó su mirada a una realidad rígida, exacta y opuesta al arte: las matemáticas.
La rubia, que habla con la sabiduría de un alma vieja, pero en realidad apenas tiene 21 años, se metió de cabeza a la Universidad Distrital para estudiar matemática pura. “No te lo niego, las matemáticas me matan -ríe-, me encantan, me vuelven loca y por eso dejé el arte un tiempo”, explica.
A los dos semestres, un amigo suyo, que era instructor deportivo, comenzó a enseñarle cómo balancearse en una tela...volvió a picarle el bicho del arte y hasta ahí llegaron los números. La acrobacia fue metiéndose paso a paso en sus venas, entonces dejó la “U” para trabajar en los semáforos hace algunos meses. Y el arte dejó de ser un hobbie para convertirse en una forma de vivir, de trabajar. “Tú tienes que ir a una oficina, me imagino que tienes horarios y eso...yo también. Nadie me lo exige porque soy mi jefe, pero esto es mi trabajo y es serio. Si trabajo como, y si no, pues no. Si quiero que me vaya bien debo ser disciplinada...y lo soy”, dice enérgica.
Al Spiderman colombiano lo conoció hace meses, en el mundo del arte. Él se llama Leonidas Anzola, tiene 25 años y más de seis años de experiencia en la acrobacia. Juntos han viajado por Medellín, Barranquilla, Popayán, Cali, Bogotá y Santa Marta y llegó a Cartagena hace unos tres meses.
Ahora, Carolina calla mientras trepa en la tela...vuelve a abrir la boca para explicar que trabaja desde muy temprano, mientras agarra con fuerza la tela, amarrada a la rama de una bonga. Cuenta que ella y Leonidas hacen shows que combinan tela tipo trapecio y hamaca japonesa.
“La gente dice de todo. Hay gente que ama lo que hacemos porque ve el esfuerzo tan grande para treparnos en la tela y dar un espectáculo de cincuenta segundos, pero hay quienes se asustan y piensan que nos vamos a caer, que nos vamos a matar. Cada quien es libre de pensar lo que quiera, es justo que se asusten, pero nosotros somos los artistas y sabemos por qué estamos haciendo esto. Me siento segura de mí misma, y el día que me caiga -espero que nunca- es porque dudé y yo seré responsable de lo que me pase. He entrenado duro para esto y quiero seguirlo haciendo, porque me inspira a ser mejor persona”, asegura.
¿Y su familia? Está en Cundinamarca, ella los visita cada vez que puede y los ayuda económicamente, pero no tiene ataduras en ningún lugar. Si tiene una convicción, es que el arte es sinónimo de amor. “El arte es lo mejor para el ser humano. Te saca el amor de las entrañas. Esta pasión es algo tan fuerte que te hace dejarlo todo y lanzarte al vacío. Y me lanzaré al vacío mil veces más”.
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