Facetas


Cartageneros con la casa en el aire

GUSTAVO TATIS GUERRA

30 de agosto de 2009 12:01 AM

“Todo esto es una bomba de tiempo”, me dice William López Aguilar, el presidente de la Acción Comunal, al ver las casas que están en los sectores altos y vulnerables en una franja del cerro de la Popa, en los sectores Guillermo Posada, sector alto y Kennedy. “Por instinto de preservación de la especie hay miles de cartageneros, de los cuales trescientas familias están muy cerca, a sólo siete minutos del centro histórico de Cartagena de Indias”. Más allá de censar el número de familias que viven en zonas de alto riesgo en casas construidas sobre terrenos resbaladizos y erosionados y cuyas estructuras han empezado a ceder y a resquebrajarse en el piso y en las paredes, se ha solicitado a las autoridades del distrito reubicar a estas familias y evitar una nueva tragedia como la ocurrida hace unos días en la que murió un joven al desplomarse su casa. Una de las casas fue desocupada antes de que la lluvia terminara desplomándola. En esa casa invisible nació hace más de cuarenta años Germán Antonio Solano Puello. “Mi padre Fredy Solano Agressot se murió esperando que Corvivienda nos reubicara. Tuvimos que irnos para otro lado. A recostarnos donde una hermana. Mi mamá Marina Pinedo sigue esperando como yo. Han pasado diez años. El señor Yacamán nos prometió un auxilio de arriendo. Lo estamos esperando. Yo he sobrevivido como mototaxista”. Lo único que quedó intacto de la casa de Germán Solano fue el baño y la palmerita sembrada en la puerta. A lo largo de su vida recuerda a sus vecinos de apellidos Zabaleta, Reyes, Castro, Jiménez, Padilla, Salas, Teherán, Zúñiga, Martínez, Palomino, entre otros. En uno de los enormes vacíos, bajo la sombra de un enorme palo de mamón se mece el niño Dávinson Cuero Donado, de 9 años, estudiante de la escuela Ana María Trujillo Vélez, quien se lanza desde lo alto en unos cáñamos amarrados al árbol. “Aquí no tenemos agua, hay que irla a buscar muy abajo y las calles son como una escalera resbalosa y llena de piedras”, dice Dávinson. “Nosotros jugamos en un playoncito rodeado de basuras”. En la casa del albañil Jesús Morales Jiménez, en una de las lomas del sector Jorge Isaac, hay grietas en el piso y en las paredes y la casa está prácticamente construida sobre el vacío. “Yo nací hace 28 años aquí y he convivido con la pesadilla de que la casa se caerá en una tormenta”, dice Patricia Martínez González. “Hasta acá no sube el agua, hay que buscarla. Tenemos más de diez años también esperando una solución de reubicación. Nos prometieron primero que nos iríamos para Flor del Campo, después para Colombiatón y ahora el Proyecto Casas del Bicentenario. Nos prometieron también un subsidio que no nos han dado. Los recibos que pagamos por luz eléctrica son descabellados acá: hemos llegado a pagar sesenta, setenta, ochenta y hasta cien mil pesos mensuales”. A unos pasos está el cotero Manuel Castellar con su casa en el aire en una de las lomas del sector Kennedy. Es casi mediodía y ha podido reunir para el día sólo 7 mil pesos. La calle se ha deslizado sobre el vacío y las arenas de contención han cedido. “Cada vez que llueve tenemos que salir de la casa a buscar a algún vecino en casa baja. Nosotros vivimos aquí con todos los riesgos, porque no tenemos donde vivir”, dice. Su niña de catorce años que se prepara para ir a la escuela, no quiere salir. Walter Amín Pacheco dice que ha vivido sus cincuenta años de vida en la misma casa del Segundo Callejón Miramar, en zona de alto riesgo, pero jamás ha visto que las autoridades hayan cumplido con la promesa de reubicarlos y resolverles su situación dramática. “Además de que vivimos en zonas de alto riesgo, no tenemos agua potable pero en la calle nos vienen las aguas negras del alcantarillado que no tenemos”. Hay problemas de salubridad en la comunidad infantil, infecciones en la piel, especialmente. No hay centros de salud cercanos. Todo tan cerca y tan lejano a la vez. Como la riqueza extremas en minorías y la inmensa pobreza en las mayorías. De aquel precipicio viene la señora Amelia Ramos con dos galones de agua. La vida comienza allí con el sobresalto de lo inesperado: una nueva grieta en la pared y en el piso, y un miedo antiguo y sobrecogedor que se despierta al atardecer: que la lluvia venga a arrasar con la tierra que sostiene la casa. La tierra es una delgada piel que va deslizándose en silencio. Todo es una bomba de tiempo en la otra Cartagena.

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