Facetas


Crónica de los que no tienen techo

JOHANA CORRALES

06 de septiembre de 2015 12:00 AM

“¿Nos acompañas este domingo a construir casas en Girasoles de Bethel?”, me preguntó Alex, un pelao que lidera en Cartagena la fundación Techo.

“Claro, suena genial”, contesté rápidamente.

Nunca fui consciente de que el domingo es el único día que tengo para descansar. Que por lo general uno hace planes el sábado y se trasnocha. Que, por ende, iba a querer dormir hasta tarde.

Tampoco pregunté a qué se refería cuando decía construir casas. ¿Realmente yo iba a hacer una? Y peor aún, ¿dónde quedaba ese barrio, sector, invasión? Es más, ¿qué carajos era Girasoles de Bethel?

Pero ahí estaba yo, a las 7 de la mañana, en el CAI de Ceballos, usando un suéter azul celeste con blanco, que tenía grabado un mensaje enorme: “La pobreza no me da igual”.

Cuando llegué, solo había cuatro personas. Al rato, ya éramos 60 usando la misma camiseta. Antes de salir a nuestro destino, nos reunimos en un círculo. No para orar (aquí se respetan todos los cultos), sino para repartirnos en cuadrillas y hacer más fácil el trabajo en la comunidad: los que van a pintar, los que tienen el terreno en cero, a los que les falta terminar las ventanas, quienes harán las rondas, los que prepararán el almuerzo. En fin...

Existe una energía muy chévere en el grupo. Nunca se hizo la incómoda presentación de quienes llegan por primera vez. Te integran de una. Casi todos son jóvenes, aunque vi uno que otro colado. Había una española, quien, por su acento, parecía más bien boquillera, y lideraba las cuadrillas. Pero también hay dos norteamericanas y hasta una bellísima brasilera, quienes llegaron por casualidad.

Supe mi destino cuando uno de los integrantes me pidió mil pesos para el pasaje del bus de Pasacaballos:
-¿No vale $1.800?- pregunté.
-Realmente vale $1.900, pero siempre damos $1.000. Ya nos conocen.

Después de 20 minutos bajo el sol, pasó al fin el bus. Nadie se quejó del calor, de la sed o de que no había puesto. Incluso, vi a una muchacha regalando protectores solares. Ellos le llaman mayonesa.

El bus nos dejó sobre la avenida y nos tocó subir una calle larga y destapada que se conecta con el cementerio de Albornoz. El pequeño barrio, que tiene un poco más de 1.200 habitantes, queda justo detrás.

Alex, el joven que me invitó, me contó que el barrio se llama así, porque ahí crecían girasoles; y lo de Bethel, porque en hebreo esa palabra traduce “casa de Dios”, y el barrio está lleno de cristianos.

Hay muchísimas iglesias. El sonido de las alabanzas se fusiona drásticamente con el de la champeta que sale de los picós. Es como si compitieran.

Es un sector muy vulnerable y, para quien no lo conoce, hasta peligroso. Sin embargo, nadie se mete con los jóvenes de Techo. Saben que llegaron para ayudar. Son aliados. Por eso recorren el barrio con seguridad y se meten, tranquilamente, por cualquier recoveco.

No llegan a improvisar. Tienen el barrio censado y siempre les exigen a los beneficiarios la famosa “minuta” para que uno más vivo no les quite el terreno cuando terminen la casa. Tampoco construyen en zonas de alto riesgo.

La cuadrilla que me tocó apenas va a empezar. Solo tienen los 12 pilotes (la base) y deben ponerse al nivel del resto. Así que enseguida se ponen a trabajar. Una parte se va a diseñar las ventanas, otros sostienen las maderas, unos se ponen a martillar. La dueña de la casa, quien duerme con ocho personas en un cuarto, les saca una jarra de agua de panela para que se refresquen. Los jóvenes casi la cargan en agradecimiento.

SE CONSTRUYEN HISTORIAS

Me asignaron como guía a Luis Felipe, un joven de 22 años que por su compromiso y liderazgo, se convirtió rápidamente en líder de Techo.

Para llegar de una casa a otra había que hacer maromas: todos los caminos estaban destapados y por alguna razón, las casas que me llamaban la atención quedaban en lo más alto de ese cerro. Llegamos a una que estaba casi lista. No solo la gente de la fundación estaba pintando sino un niño que, por la emoción que tenía, estaba segura de que vivía ahí. Se llama Ángel, y de hecho, parece uno.

Lo veo sosteniendo con una mano la brocha de pintar; y con la otra, un lindo gatito blanco que no maúlla. Parece de peluche.

Su familia llegó desplazada a la ciudad y construyó algo parecido a un rancho en ese lugar. A Ángel no le gustaba vivir ahí, en parte porque cuando llovía se les mojaba todo. El agua alcanzaba tal altura que lo asustaba.

“Pero el día que más me dio miedo fue cuando llovió muy duro y entraba un chorro gigante. La casa se nos cayó”, dice, como si me estuviera contando una historia fantástica.

Alexandra, la mamá de Ángel, lo interrumpe y me cuenta que nunca pensó ser beneficiaria de la fundación. Antes del incidente, veía al grupo de pelados construyendo masivamente, pero no salían de las mismas zonas. Por eso fue hasta donde ellos a contarles de otras familias que quedaban más adentro y también necesitaban se atendidas.

“Comencé a ayudarlos y justo se me cae la casa. Me alegré mucho cuando ellos decidieron hacerme una. Tengo otro hijo mayor que se vinculó a la fundación y ahora también ayuda a que otros tengan donde vivir”, dice.

Ángel no extraña nada de la casa anterior: “Ay, amo mi nueva casita. Es muy fresca, muy cómoda. Me relajo mucho. Y hace friíto como si tuviéramos aire acondicionado”, expresa y se da media vuelta para seguir pintando. No lo molesto más.

El guía que me pusieron quiere mostrarme la casa que más le causa orgullo: no tiene nada diferente al resto, solo una vista sensacional desde donde se aprecia la ciudad.

Mientras subimos y subimos por varias trochas y caminitos angostos escucho un grito:
-Luis, mi papá está haciendo sopa ¡Come aquí!

Es un niño. Se llama Tomás Antonio. Adora a los jóvenes de Techo, porque le construyeron su casa. Nos invita a pasar para que apreciemos, por lo menos, el olor del rico caldo de costilla que está preparando su papá.

Su padre lleva el mismo nombre. Es papá soltero. La mamá de Tomás se lo dejó con dos meses. Así que a él le tocó aprender a preparar teteros, lavar ropa, cambiarlo y cocinar.

Cuando estaba recién nacido, se ponía un trapo en el pecho que hacía las veces de portabebés, y ahí lo cargaba mientras vendía productos por las calles.

“A donde iba, me decían que les dejara mi bebé, que yo no podía ofrecerle nada y que mi pelaíto estaba muy bonito. Me daba mucha rabia. Es mi hijo, ¿con quién va estar mejor que conmigo”.

En una ocasión, el niño se enfermó, le dio una diarrea que le causó deshidratación. Por eso casi  se lo quita el Bienestar Familiar. A Tomás le tocó comprobar que estaba listo para ser padre.

“Eso no me va a volver a pasar. Me ha tocado aprender a ser padre en el camino. Mira cómo lo tengo de limpiecito. Mi hijo es mi única familia. Es lo único que tengo. Nadie me lo va a quitar”.

El pequeño Tomás Antonio me muestra su casa como si me estuviéramos recorriendo una mansión. Él se siente en una, y es encantador. Pintaron las paredes de verde manzana para darle un toque más personalizado y diferenciarse del resto.

-¿Van a comer aquí?- pregunta otra vez el niño.

Me asomo y veo la diminuta olla sobre el fogón y es inevitable no preguntarse ¿cómo pueden compartir teniendo tan poco?

Uno sale de Techo mamado, sudado, cansado, sofocado pero-- por alguna razón-- feliz, lleno, satisfecho y con una dicha que no se puede explicar.

Estos pelaos se la juegan toda por los demás. A los jóvenes de Techo la pobreza no les da igual. 

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