Facetas


Cuando las peleas a muerte eran sólo con palabras

GERMÁN MENDOZA DIAGO

18 de agosto de 2010 12:01 AM

A menos de 100 metros de la esquina de la Calle San Pedro Mártir, en el barrio San Diego, empezaba Chambacú, un extenso asentamiento de negros y marginados al que conocíamos como refugio de bandidos valientes y de boxeadores. Todas las tardes, un muchachito que no pasaba de 8 años, sin camisa y con pantalones mochos, llegaba al Parque Fernández de Madrid con una pequeña palangana de cocadas para vender. Nunca supimos su nombre y lo llamábamos simplemente “Cocaíta”. Era grosero y respondón, y los que jugaban sus eternos partidos de golito alrededor de la estatua fingían que le robaban una cocada, para ver cómo ponía la palangana sobre el piso y soltaba patadas y puños que nunca alcanzaron a nadie. En los tres años en que fue diariamente a vender sus dulces al Parque Fernández de Madrid, nunca vi a “Cocaíta” pelear en serio, su ira se desahogaba muy rápido con 3 ó 4 palabras de grueso calibre. El lenguaje usado en la Costa Caribe ha sido siempre jocoso, carente de formalidades, descomplicado y, en el caso de las frases insultantes que usaba “Cocaíta”, bastante ingenioso. Vociferaba expresiones que nunca pudimos entender del todo, pero me acuerdo con nitidez de una, para responder cuando le mentaban la madre: —La tuya, cara’e cabuya, que está enganchá en una puya. Como en esa época atribuíamos a las palabras el poder de golpear profundamente a cualquier adversario, el blanco de esa andanada quedaba con cierto ardor y pretendía contraataques que nunca alcanzaban la magnificencia de la ofensa verbal de “Cocaíta”. Entre los 10 y los 16 años, yo iba al parque hasta cuatro veces al día a reunirme con mis amigos, y en ese tiempo sólo fui testigo de tres peleas verdaderas, en las que los puños llegaban con fuerza a las caras y a los estómagos, y las patadas acertaban a los traseros y a las piernas. Dos de ellas las protagonizó “San Martín”, un negro de unos 14 años que Víctor Amor llevó a vivir a su casa, y a quien le gustaba llevarle la contraria a todo el mundo. Su rival más digno fue Javier Piedrahita, “el Carnicerito”, un novillero que ostentaba su valentía. Fue una pelea de casi 40 minutos, que recorrió todos los rincones del parque, atravesó la Calle del Santísimo y terminó en la esquina de la Calle Siete Infantes, rodeada siempre por un tumulto de muchachos gritando con júbilo. Las otras peleas que vi –más de 30– no eran más que una pantomima en la que los dos adversarios daban vueltas, uno alrededor del otro, sin acercarse demasiado, mientras tiraban puños y patadas que se perdían en el aire, hasta quedar exhaustos y uno de ellos proponía entre jadeos: —Mejor paremos aquí, antes de que te haga un daño. No había espectáculo más atractivo que una pelea vista desde lo alto. Dos rivales esquivándose y moviéndose, en el centro de un pequeño espacio rodeado de 10 ó 12 amigos que gritan mientras se desplazan en sincronización perfecta con la pelea. Algunos legendarios peleadores no eran más que vociferantes cobardes que nunca agredieron realmente a nadie. Cuando iniciaban una pelea, soltaban palabras sin parar, y gritaban con todo el dramatismo del que pudieran hacer gala, dirigiéndose a cualquiera de los espectadores: —¡Agárrenme, que lo mato! Como nadie hacía el menor intento de agarrarlos, iban retrocediendo, perseguidos por el rival y el corrillo de espectadores, tratando de mostrar en su cara la mayor dignidad posible, hasta que podían escabullirse por cualquier espacio y correr desaforados a encerrarse en su casa, para asomarse segundos después a la ventana y gritar: —No te quise joder, pero la próxima vez no respondo. La única pelea que tuve fue contra mi mejor amigo, Jorge Porras, y no duró más de 2 minutos, pero dejamos de hablarnos por muchos años y siempre me arrepentiré de no haber hecho más esfuerzo para reconciliarnos. En cambio Iván Gil compraba las peleas, esperando cualquier ademán que él considerara agresivo o burlón, para lanzarse a castigar al que lo hiciera. Uno sabía que cuando Iván llegaba a una fiesta, a los pocos minutos iba a estallar una batalla campal de puños y palabras ofensivas. Parecía sentirse incómodo cuando el ambiente estaba tranquilo y sólo se entusiasmaba cuando empujaba con su mano derecha el pecho de alguien y lo retaba al combate. Eso sí, nunca le vi tirar una piedra, ni agarrar un palo para golpear al rival: parecía tener enraizada una tajante noción del honor, en la que sólo los puños y las patadas tenían legitimidad. A veces llegaban de Getsemaní pandillas de muchachos en busca de pelea, pero los únicos decididos a enfrentarlos eran los de la Calle Quero, y la rabia se diluía generalmente en los insultos ingeniosos y los ataques verbales. Por aquel entonces, era impensable un hecho que ocurrió el 17 de junio pasado en el barrio El Pozón. Un muchacho de 16 años que se llamaba Alexánder Chico, venía tranquilamente por la calle 20 de Enero, cuando le salió a su paso un pandillero conocido como “el Tapita” y le propinó una puñalada mortal. La razón fue que la pandilla del “Tapita” no deja que ningún muchacho que no pertenezca a ella camine por esa calle. Hace 35 años, “el Tapita” se hubiera limitado a lanzar contra Alexánder una avalancha de insultos o, en el peor de los casos, un puñetazo. En San Diego y Getsemaní vivían muchachos peleoneros, pero en Manga, el Pie de la Popa y Bocagrande los superaban con creces. En el colegio de bachillerato Universidad Libre había muchos estudiantes del Pie de la Popa y Manga, dos barrios cercanos y eternos rivales. Las peleas de Carlos Milano, Jimmy Domínguez, Carlos Vecino y Ramón Castellón eran batallas épicas que empezaban en el amplio patio del colegio y terminaban en la Calle Real, en la escalera del Teatro Miramar. Eran peleas más serias de muchachos mayores, causadas por la disputa de una novia o una ofensa imperdonable. Casi todos salían ensangrentados, con la ropa y la cara rotas, directo para el Club de Leones a que les cogieran puntos. En las peleas de niños de 10 ó 12 años en San Diego, las causas nunca podían precisarse con certeza. De repente, el carbonero de siempre incitaba a los dos que tuvieran mayores roces, con frases que para nosotros eran un desafío de honor: —A que no le tocas la barbita. Entonces los futuros contendientes se miraban fijamente, con el ceño fruncido, se ponían uno frente al otro, sin decidirse a dar el primer paso (o el primer golpe), de manera que el azuzador extendía sus dos manos entre los dos y gritaba: —¿Quién parte la papaya? El más veloz le daba un manotazo a las manos extendidas frente a él y se desataba la danza agresiva, de movimientos elusivos en su mayoría, al ritmo del coro de espectadores: —¡Dale, dale! Si por casualidad un puño llegaba a estrellarse contra una cara, el coro observador adquiría niveles apoteósicos en el grito sincronizado: —¡Mieeeeeerda! Pero si uno de los contrincantes decidía quedarse tranquilo y abstenerse de pelear, también al unísono le gritaban: —¡Cobao! ¡Cobao! Jamás se nos ocurrió formar pandillas dispuestas a golpear sin piedad o a matar sin remordimientos, como esas que pueblan hoy algunos barrios marginales y olvidados, cuyos niños no han podido sustituir las peleas de verdad por la coreografía agresiva que aprendimos de niños. Tampoco saben cómo reemplazar la muerte por un simulacro menos doloroso y amargo. Dicen que en las faldas de la Popa hay más de 30 pandillas, cuya única ocupación es agredirse unas contra otras hasta la muerte. Sus peleas más suaves son a piedra y palo, pero la mayoría son con changones. Sus integrantes son muchachos silenciosos, hoscos, con el rostro serio, que llevan demasiada rabia por dentro y que nunca han podido sacarla a gritos. Si un día decidieran intercambiar insultos y ofensas desaforadas a todo pulmón, si se mentaran la madre con intensidad antes de disparar la primera bala, a lo mejor descubren que con los insultos gritados desde adentro, también dejaron salir la rabia acumulada.

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