Fue el arquitecto Alberto Samudio quien lideró una especie de cruzada para que la gente usara Las Bóvedas, de Cartagena. Pese a haber sido restauradas, nadie quería arrendar alguna de estas celdas, por la poca rentabilidad que suponía la soledad de esta zona de San Diego, en aquel entonces. Hablamos de finales de los años 60 y principios de los 70.
Ante la apatía, se estableció un “canon irrisorio, incluso para esa época, de 200 pesos mensuales, pero nadie quería ocupar las bóvedas, porque eso estaba muy lejos y muy solo. Eso fue más o menos en 1972”, recuerda Samudio. En aquellos años él dirigía la Corporación Nacional de Turismo, seccional Cartagena, que había restaurado el ruinoso monumento (Declarado Patrimonio Nacional). Hasta su intervención era un muladar.
El arquitecto, sin embargo, aclara que la restauración estuvo a cargo del anterior director de esa entidad, Roberto De La Vega Visbal. Se le hicieron reparaciones, trabajos de impermeabilización y hasta se instaló un baño en cada celda. Entonces, cuando Samudio llegó a la Corporación, enfiló sus esfuerzos en darle uso a las bóvedas.
Buscaban artesanos y comerciantes de la ciudad que le dieran vida a este emblemático monumento, que en otros tiempos sirvió de cárcel. “Estas bóvedas fueron levantadas para albergar la tropa. Sirvieron ocasionalmente como prisión, después de la Independencia. Aquí fueron encerrados el presidente Mariano y su hermano Pastor Ospina Rodríguez”, se lee en una placa conmemorativa, sobre su fachada.
El museo y la peña Taurina
Para promover la llegada de personas a la zona, aceptaron que se instalara en una de las bóvedas un museo coralino de la Universidad de Cartagena.
“Eso estuvo a cargo de Sandro Ciardeli, ellos hicieron la propuesta, yo les dije: ‘Muy bien’, hice las consultas pertinentes y me aprobaron desde la dirección general, y les hicimos un contrato. La Corporación Nacional de Turismo les costeó las urnas donde se exhibían los corales con sus nombres y, entre otras cosas, todo quedó muy bonito. En principio, ellos estuvieron sin pagar nada, un poco nosotros también para ayudar a la Universidad en una muestra de corales que valía la pena, pero también para incentivar el movimiento en la zona”, añade Samudio.
Además, “le facilitamos la ocupación de una de las bóvedas a la Peña Taurina y, bueno, eso siempre empezó a atraer gente”, narra. La peña era el lugar de encuentro de los amantes de los toros, por ahí pasaban los grandes toreros y otras personalidades tras las corridas en La Serrezuela. Hoy, todavía se conserva en las bóvedas. Es una especie de bar, pero también sirve de museo, donde se exhiben los carteles promocionales de las corridas.
“Poco a poco, pero muy lentamente (con el museo y la Peña Taurina), se fue interesando la gente en alquilar los locales para negocios de artesanías, ya como a los dos años se había alquilado todo. No recuerdo en qué año, las empresas de cruceros comenzaron a llevar turismo a la zona y se volvió un lugar muy concurrido”, explica Samudio.
Las bóvedas guardan una India
Ana Raquel Gil Piñeros podía tener seis años cuando sus padres, el escultor español Eladio Gil Zambrano y su esposa, la también artista española María Josefa Piñeros, conocida como Fini de Gil, arrendaron la bóveda número ocho. “Esta calle estaba sin pavimentar y las bóvedas desocupadas. Muchas no tenían puertas, eran usadas como baños, las parejas se metían ahí. Eran un muladar”, recuerda Ana.
En esa época, cuando nadie quería arrendar las bóvedas, la número ocho fue quizá la primera en servir para vender artesanías: piezas en cerámica hechas por doña María Josefa y pinturas que aún se exponen de ella y de su esposo Eladio, el célebre escultor de la India Catalina. Incluso, dentro de la celda ocho, al fondo, se conserva a la India Catalina, una de cuatro réplicas exactas hechas por el maestro Gil. Las otras tres reposan en la sede del Festival de Cine de Cartagena, en Galerazamba y en Pruna (España), de donde él era originario.
“Yo prácticamente crecí y he pasado toda mi vida en las bóvedas. En ese tiempo, no había turistas, no venían barcos, no venían cruceros. Por todo este tiempo las bóvedas han estado bajo el mantenimiento de nosotros. Esto nadie lo quería, uno abría y tenía que esperar que salieran los murciélagos para entrar”, dice Ana Raquel.
Personajes ilustres
La misma Ana Raquel Gil sigue los pasos de sus padres, crea bellas piezas de arte que surten su negocio, al que dedica tiempo completo, las demás piezas que vende son artesanías de toda Colombia.
En el álbum de sus recuerdos le es imposible olvidar esa historia que entreteje a las bóvedas con personajes ilustres y otros no tan conocidos. “Los Villarreal tienen muchos años aquí. Adolfo Pacheco también trabajó aquí, en la bóveda número 10. Todo lo que vendía era de San Jacinto, a través de él comenzaron a venir todos los proveedores que no conocían este sitio. Silvio Vázquez, de Artex, también estuvo en este lugar, duró muchos años aquí. Unos vecinos, los Hernández, también duraron mucho tiempo. Hemos crecido aquí como una sola familia, me siento afortunada de que aquí mi familia y yo nos educamos. Hemos pasado épocas muy duras, donde teníamos que compartir hasta un almuerzo”, añade.
Se dice que los hermanos Lezama también ocuparon por un tiempo una de las bóvedas, donde ensayaban su música y que incluso funcionó como bar. También que existió otro museo, el de Jesús María Zuluaga, a partir de 1976 y hasta los años 80. Fantásticas piezas disecadas de animales marinos atraían al público, en especial a niños, a la bóveda dos, allí hasta se ofrecía aceite de tiburón y había un gigantesco acuario. Un museo como este no era común en aquella época, así que causaba sensación. “Mi papá lo creó, pero después quedó a mi cargo”, comenta William Zuluaga, quien ahora mantiene un negocio de artesanías en la bóveda dos.
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Doña Petra Villalobos, escritora y actriz, hace poco recibió un reconocimiento de la Escuela de Bellas Artes. A sus 82 años, es la memoria viviente de Las Bóvedas. Nació en El Boquetillo, barrio que queda justo detrás del monumento, donde también estaban los barrios Pekín y Pueblo Nuevo, en parte de lo que es hoy la avenida Santander. Arrendó una de las bóvedas -por 300 pesos- también en aquel tiempo en que “nadie quería meterse aquí”. Hace casi 50 años.
Ella instaló unos futbolines. Al cabo de un tiempo debió cambiarlos por recomendación de Alberto Samudio, quien había recibido quejas del rector del Colegio Salesianos, porque los estudiantes no entraban a clases por quedarse jugando. Entonces, ella comenzó con las artesanías, gracias a sus buenas relaciones con el mundo de artesanos de Cartagena, y a que comenzó a confeccionar trajes estilo hippie, muy de moda para la época, “muchos se casaban con los atuendos que yo hacía”, recuerda.
Por muchos años, la bóveda que arrendó sirvió de galería para que los estudiantes de la Escuela Bellas Artes, expusieran sus cuadros. Pero también era lugar de encuentros para niños, que acudían a las presentaciones de títeres sabatinas, organizadas por ella, una mujer consagrada a las artes escénicas. “Yo pagaba el arriendo con mi sueldo, porque trabajaba con la Joyería del Zafiro, en ese entonces. La gente no quería venir aquí porque esto pasaba solo. Algunos no resistieron el peso, pero uno hacía todo con ese deleite de que la artesanía surgiera. Para mí ha sido muy placentero haber trabajado en esta misión”, sostiene y recuerda aquella vez en que el mismo Gabriel García Márquez le compró una colcha hecha de retazos, confeccionada por una artesana de Turbaco. Con sus 82 años, Petra todos los días sigue yendo a la bóveda, para atender en persona a su clientela.
Epílogo
Hoy Las Bóvedas tienen un valor diferente a cuando fueron restauradas, ese que se ha ido construyendo con el tiempo, con sus historias y personajes que la has han circundado y que las circundan, con el agite que transcurre día a día, de miles de turistas que visitan al emblemático monumento. Sin embargo, entre los comerciantes de artesanías existe temor, y rumoran que dicho valor quiere se “aprovechado” por otras personas que pretenden sacarlos de allí. “Anoche soñé con mi amigo Eladio Gil, me cogía de la mano y me decía: ‘Coja las condecoraciones que le han hecho y siga en ese empeño y esa misión que usted tiene’. Eso me desveló”, le cuenta Petra a Ana Raquel Gil. Ella solo responde: “Dios es grande, Petra, y a nosotros nunca nos abandona”.
MÁS DE LAS BÓVEDAS
Épocas duras
Los ocupantes de Las Bóvedas afirman que a raíz de los problemas sobre los contratos de arriendo que tienen para ocuparlas, en los últimos años sobre ellos se han creado una serie de prejuicios. “No conozco en toda la historia de Las Bóvedas, a uno solo que se haya enriquecido con este negocio. Cada vez nos están quitando más posibilidades: que no vengan las busetas de turismo, ni la chivas, hay un montón de obstáculos que nos han puesto de manera sistemática. Aquí nosotros hemos pasado épocas difíciles y muy duras, no es enriquecernos, como dicen por ahí. No nos estamos aprovechando de este monumento, lo hemos querido cuando nadie lo quería, cuando nadie lo preservó, cuando nadie lo cuidó”, dice Ana Raquel.
Por el incremento
Desde finales del año 2015 empezaron las diferencias entre la Escuela Taller, encargada de administrar Las Bóvedas, y los comerciantes que las ocupan, a causa del incremento en el valor del canon de arrendamiento. Se espera que la Escuela Taller y los arrendatarios puedan llegar a un acuerdo sobre dicho incremento del alquiler de los locales.
100 % colombianos
“En las bóvedas se venden solamente los doce productos que tienen denominación de origen, puedes encontrar todos los productos hechos por mano colombiana defendidos por la Superintendencia. Es obligatorio que en cada bóveda los tengan”, dice uno de los comerciantes, e indica que es falso que allí se vendan productos chinos, como algunos sectores de personas que “tienen otros intereses” han dicho a la opinión pública.
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