La sonrisa de Dylan Real González es tímida aunque esté reventándose de felicidad. Simplemente no puede parar de sonreír: habla del día que su sueño más grande se cumplió.
“Me pusieron el uniforme -dice el niño-. Todas las personas me miraban y me tomaban fotos. Canté el himno con ellos, patrullé en la moto, hice requisas, hablé por el radio... No era como un juego, era como un policía de verdad”.
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Dylan Real González es un milagro de Dios. Eso afirma su madre y todo aquel que conoce a este pequeño de ocho años que a su corta edad ha enfrentado un tratamiento de quimioterapias. Lo valioso de su historia no son esas enfermedades que han querido derrumbarlo, sino la manera en la que se sobrepone a ellas con la inocencia de su niñez y la ilusión con la que relata sus sueños.
Mientras sostiene un álbum con fotografías de su embarazo, y un folder en el que conserva una parte de los documentos que dan fe de la historia clínica de su hijo, Kelly González, una contadora pública y madre incansable, hace una breve semblanza de este niño que nació a los seis meses de gestación, en delicado estado de salud.
Dylan nació el 22 de agosto de 2008 de seis meses y dos semanas. Su mamá padeció preeclampsia, eclampsia y diabetes gestacional. Era un niño macrosómico, pesaba cinco mil gramos y permaneció 42 días en UCI. Quedó con melanosis de retina en el ojo izquierdo y problemas de audición, pero traía una vida normal y tranquila hasta que en 2014, el 23 de diciembre, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza.
“Le hicieron un TAC -Tomografía Axial Computarizada- cerebral y el médico me dice que tiene un pequeño abultamiento en el cerebro. Escuchar eso fue muy duro y sobre todo pensar que siendo tan pequeñito debía someterse a un tratamiento tan fuerte, pero los médicos decidieron hacerle un tratamiento con quimioterapia para desvanecer el tumor y no tener que operarlo. Le hacían dos quimios por mes, durante seis meses. Se puso flaquito, se le cayó el cabello. Me dolía mucho cuando me lo entregaban que lo veía sin fuerzas, decaído”, cuenta Kelly y observa a Dylan que sale de una habitación de su casa, en Tacarigua, vestido de policía.
Ella luchó sola y en silencio el dolor de su hijo, de ese milagro que Dios le regaló y desea conservar por muchos años. “Mi esposo no podía saber lo que pasaba porque él también estaba muy enfermo y no podía estar estresado. Después de varios meses, les conté a mis familiares porque sentía un nudo en la garganta y no podía sola, era algo muy difícil... Siempre traté de manejar todo con prudencia porque la gente siente lástima cuando se entera de casos así y eso era lo que no quería, por eso quise estar callada, pero me deprimí”.
En junio de 2015, a través de una resonancia magnética, los médicos se percataron de que el tumor se estaba desvaneciendo. Dylan comenzó a subir de peso y en diciembre de ese mismo año dejaron de hacerle las quimioterapias.
Hoy ese abultamiento que le provocaba dolor de cabeza e incidía en su audición tiene el tamaño de un granito de maíz y la “manchita” que cubre parte de su ojo izquierdo está siendo tratada.
“Este año, gracias a Dios, ha gozado de buena salud, aunque sigue en sus controles. La gente no nota que está enfermo. Los médicos dicen que si no nos hubiésemos puesto al pie hoy, seguramente, no estaría con nosotros”, agrega Kelly.
Policía por un día
Dylan es un niño inteligente, tierno y de sonrisa tímida. Desde sus cuatro años insiste en que quiere ser policía, basta verlo vestido con un uniforme que su mamá le compró para entender su alegría. “Me gusta porque tiene acción, cuidan a las personas y ayudan al mundo. Conozco muchos policías, hablo mucho con ellos y son buenos”.
En su cumpleaños, su mamá quiso sorprenderlo. En ese plan la secundó el grupo de Infancia y Adolescencia de la Policía de Cartagena, que conoció el caso del niño y su anhelo por hacer parte de la institución.
Fueron dos años en los que Dylan no disfrutó de su cumpleaños por su estado de salud, por eso y porque su madre no sabe lo que pueda traer el día de mañana, quiso cumplir el sueño a su hijo en ese día tan especial.
Ese día, María Rincón, su abuela, lo llevó con engaños a un centro comercial mientras arreglaban la casa para la fiesta. Allá, un grupo de policías lo esperó con una grata sorpresa: Dylan haría parte del equipo.
“Me pusieron el uniforme. Todas las personas me miraban y me tomaban fotos. Canté el himno con ellos, patrullé en la moto, hice requisas, hablé por el radio... No era como un juego, era como un policía de verdad. Después me trajeron en la patrulla a mi casa y había una fiesta con un tobogán grande la policía. Yo no sabía y me sorprendí”, contó Dylan con una gran satisfacción que se reflejaba en su rostro ingenuo.
Dylan, junto a su familia, espera ver realizados sus sueños, esos que no han podido ser borrados por las adversidades y que, por el contrario, cada día tienen alas más grandes para volar.
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