El alfabeto de la memoria es como estas sílabas que se las lleva el viento, en el corazón cotidiano de la tribu.
Abuela Escolástica Flórez asolea las palabras antiguas que se desdibujan en el fondo de la taza de café. Dice: Guarrú y es el oscuro asiento del café en la taza. Entre la familia de los abuelos maternos solíamos sentarnos a mirar las sombras que hacía el café para adivinar el porvenir. A veces veíamos caballos que llegaban a casa, pájaros que revoloteaban o simplemente, horizontes de agua en el verano. “Este cielo es de lluvia”, decía abuelo Ricardo Ulises Guerra.
“Es cielo de agua”. Abuela Escolástica señalaba una cuchara de totumo y preguntaba por un chócoro perdido en el patio. Chócoros eran los trastos de cocina, que también llamábamos ‘chismes’. “Lleva esos chismes a la cocina”, era indistintamente un caldero o un plato de comida. “Ese tipo es un changonguero”, decía mamá de los tipos que no se tomaban en serio y pasaban hablando en broma.
“Deja la changonga”, decía a veces mi madre a ciertas personas que pasaban pelando el diente. Me sorprendía cómo ella trasladaba la sopa sopeteada, a la conducta ligera de una mujer alegrona con los pretendientes. “Es una muchacha sopeteada”, quería decir que más de uno había metido la cuchara en aquella sopa. Y tenía otra palabra para los hombres o mujeres callejeros: “Es andundero (a)”, era que le gustaba la aventura de la calle. O cambambero, que buscaba motivos para salir a aventurar. “Deja la cambamba”, solía decir mi madre.
En la batea del patio donde se lavaba la ropa a manducazo limpio, el palo que sacaba la mugre era un manduco resistente de varias generaciones. Como el arará que aún conserva mi madre más allá de sus ochenta años, para aliviar las caídas ancestrales de la familia. El arará es una madera medicinal que al rallarse se untaba con mentolín cada vez que alguien se caía. El arará ha sido heredado por mi madre de sus abuelos.
“Échale un poco de arará porque se hizo una en la rodilla”. La ñoma o ñóñora eran raspaduras con hinchazones. Mi madre guarda aún el arará para elevarnos en las caídas. Tal vez la palabra que el tiempo ha borrado es rapé, que es color café o marrón. “Embetúnale los zapatos rapelitos a tu abuelo”. Se perdió rapé y el cariñoso diminutivo de rapelito. Jamás volví a escuchar una palabra montuna en los labios de Pedro, que nos acompañó en nuestra infancia: “El niño Carlos se jondió del techo”, quiso decir que se tiró o cayó estrepitosamente.
Unas palabras que se llevó el viento
Una antigua palabra campesina heredada del castellano del siglo XVI, que aparece en El Quijote, era un vocablo cotidiano en el Sinú de mis ancestros: aguaitar era asomarse con el rabillo del ojo. Aguaita o asómate. Aguaitó en la puerta y vio a la muchacha zunga que se estaba bañando en la cola del patio. Zunga significa: sin vellosidad.
Arrutanao es un tipo desordenado en el vestir y en el actuar. Ñango era el coxis. “Se golpeó el rabito del ñango”. La batata era la pantorrilla. Para exagerar se decía: “Es una mujer batatúa”. Perrenque era ánimo y resolución, y perrencúo era un énfasis para designar a la persona valiente. Agüevao o aguacatao fue siempre un ser indeciso y aguafiestas. Vascuencias era hablar sin argumentos: “Déjate de hablar vascuencias”. Toletiao era un loco. “A ése le patina el coco”.
En los buses intermunicipales del Sinú: Sotracor, definido burlonamente como Solo Transporta Corronchos, había un letrero cerca al espejo que decía: “Si va a vomitar, reclame su bolsa”. El pasajero le decía al chofer: “Dame la bolsa que la niña va a trasbocar, está haciendo vasca”. Las dos palabras han sido arrasadas en la era de Internet. Zampao o pandeao era un tipo que caminaba metiendo las nalgas y sacando la pelvis. Averaguao era una ropa mal lavada y sin secar.
Abombao es algo que comienza a pudrirse y a oler a podrido. Pasmao es un fruto que no alcanza a madurarse, aplicable a las personas que no crecían. Ñeja o Ñoña es excremento seco. Añuñío es apretado, algo forzado a entrar. Cují o truñuño es un ser mezquino. Barato era una petición de baile a la acompañante de un joven. Asunto machista en el Caribe que terminó en tragedia: “Deme un barato, amigo”, era “présteme a su mujer para bailar esa pieza”.
La canción se llamaba pieza. Ñapa era el regalo que el tendero daba cuando se le compraba algo. “Dame una ñapa de frito”, era comer gratis otro frito. Vendaje era una dádiva del tendero cuando se compraba algo; pan o leche, y regalaba un platanito o una galleta. Cuelga era un regalo de diciembre o cumpleaños: “Te tengo una cuelga”. Crica es el nombre sinuano del órgano genital femenino. Cricúa es derivación exagerada de crica. Cosianga es cosa, lo mismo que cosiánfira o cosiampireja, que es despectivo de cosa. Chimbo es falso y chimbear es falsificar. “Le dieron un cheque chimbo”, “Compró un celular chimbeado”.
Espaturrar es despaturrar, abrirse de piernas, mientras que espatarrarse es caer. Cuttío es algo con mucho sucio acumulado. Perendengue, los adornos en los barriletes, pero también son los artificios en la vida cotidiana. “Déjate de perendengues”. Catapila es una castellanización de Caterpillar, maquinarias de mover tierra con una cuchilla frontal que venían de Illinois. Mal de ojo: superstición y creencia sobre el poder de la mirada malévola o maléfica. “Le hicieron mal de ojo a la muchacha y empezó a cáersele ese cabello tan bello que tenía”. A los niños se les santiguaba y se les protegía del Mal de ojo, al salir de casa.
Maranguango es un filtro para obtener un amor, mientras que burundanga siempre fue la escopolamina, que se hace con la planta Trompeta del Ángel. “Le dieron burundanga y le hicieron el paseo millonario”. “A la muchacha la enmaranguangaron y se fue con el primer tipo que le picó el ojo”. Ron compuesto es una mezcla de maderas medicinales, con alcohol revuelto que aún se utiliza en las sabanas del Sinú y el Bolívar Grande, para dolores articulares.
Moruno es ropa íntima de mujer en el Sinú. Vaciola es una expresión de prevención: “¡Vaciola! ¡Vaciolo! Ni loco llego allá”. Fagina es una necesad insistente: “Deja la fagina con la pelada”. Prisprís: vanidoso y engreído. “Es gente prisprís, estrato diez”. Fattedad es creerse más que todo el mundo: “No seas fatto”, derivada de fatuo. Esmierdar: caer con estrépito, también se aplica en lo moral y en la conducta: “Anda esmierdao”. Íngrimo siempre se utilizó no solo para la soledad extrema sino para el abandono absoluto en una casa. “Está íngrimo, solo con su perro”.
Epílogo
Mi bisabuela Matilde tenía su ataúd en el zarzo de la sala de su casa en Sincé. Y lo prestó en siete oportunidades a deudos que no tenían con qué comprar su ataúd. Solo les dijo que después del funeral se lo repusieran igual, con el mismo tamaño y la misma calidad de la madera. Matilde creía que tener el ataúd en el zarzo era una manera de espantar a la muerte. El zarzo es un parapeto de cañabrava o guadua sobre las tirantas de los ranchos que usan los campesinos para guardar granos, mazorcas y matules de tabaco. Pero bisabuela lo usó para guardar su ataúd que parecía una canoa en el aire.
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