A Juan Camilo la música lo salvó de él mismo.
También de la muerte.
No tiene problemas en hablar abiertamente de su pasado. Y aunque este no le causa para nada orgullo, tampoco lo avergüenza. Así era él. Así pensaba. Así se formó, y eso no va a cambiar por más que su historia ahora sea otra.
Nació en Pasacaballos, uno de los corregimientos más vulnerables de Cartagena. Le tocó una de las épocas más violentas, cuando el lugar estaba lleno de pandillas como Los muele queso, Los muele galletas, Los del avispero y otros, que por la rapidez con la que los menciona, no logro anotar.
Como toda pandilla, el sector vivía azotado por las riñas y se creaban fronteras imaginarias: si alguien del bando contrario cruzaba, le podía costar la vida.
Es el menor de 12 hijos. Los recuerdos que tiene de su infancia están relacionados con la austeridad que existía en su hogar: nunca había plata, y su madre, quien también hacía las veces de padre, siempre estaba angustiada por buscarles qué comer.
No bastando con esa situación, Juan Camilo tenía una facilidad única para empeorar todo: por no saber controlar sus ataques de ira, se la pasaba de riña en riña.
“Descubrí la música justo en el momento en que me iban a botar del colegio. No me soportaban. Peleaba con todo el mundo, me salía del salón de clases, insultaba a los profesores. Yo era el peorcito de la Técnica de Pasacaballos. Una vez peleé con tres compañeros al mismo tiempo”, recuerda.
Eso de que a una mujer no se le toca ni con el pétalo de rosa para él no tenía ningún sentido. Era una frase de cajón. Estaba mandando a recoger.
“Si una de las niñas que me gustaba y no me prestaba atención, la golpeaba. A la misma rectora del colegio José María Córdoba la estrellé de la rabia que me hizo coger”.
Cuando uno lee estas líneas puede sentir rabia y hasta indignación con un personaje así. Pero si usted conoce a Juan Camilo, se da cuenta de que la gente puede cambiar, que hay personas que siempre han estado equivocadas y necesitan de alguien o de algo, como en este caso, para ser mejores.
A Juan Camilo la música lo rescató en buena hora. A su escuela llegaron los músicos Carlos Orozco y el maestro Édgar Vargas, de la Fundación Música por Colombia, quienes dictaron clases a los estudiantes interesados.
Al principio se sintió atraído por los instrumentos folclóricos. Antes de ser instrumentista, fui bailarín de danzas. Por eso cree que se sentía fascinado por la tambora y el redoblante.
Cuando se aliaron otras empresas, pudieron comprar más instrumentos para el programa de música de la escuela. Ya él estaba claro en cuanto al instrumento que escogería: la flauta traversa. Sin embargo, el día de la convocatoria, mientras hacía la fila para escogerlo, “eran cinco cupos nada más, y en la fila estaba una pelada que me gustaba en pila. Y, ajá, era la última. Yo estaba antes que ella, así que le cedí mi cupo”.
Debido a ese gesto de caballerosidad, cambió la flauta traversa por el clarinete, que a la larga se convirtió en su verdadera pasión.
“Nací para tocar el clarinete. Es lo mío. Es mi vocación. Después que se acababa la clase, no me quedaba solo con lo que el profesor me daba, sino que buscaba en Youtube o por otro lado más información. En aquel momento no teníamos aún la habilidad de leer partitura, así que las canciones las sacaba al oído”.
Cuando llegó a grado 11, las empresas Reficar y la Fundación Mamonal notaron su talento y liderazgo en los proyectos musicales. Por eso decidieron premiarlo con una beca de estudios superiores.
“Cuando la gente me preguntaba qué quería estudiar, decía que Administración de Empresas, pero un amigo me preguntó que para qué iba a estudiar eso, si los que estudian esa carrera son los hijos de los dueños de las empresas, que son quienes van a heredar el patrimonio. Yo quedé con esa vaina, por eso opté por la música”.
Ya lleva cinco años estudiando música profesional en Bellas Artes, pero diez tocando el clarinete. En sus ratos libres coordina el grupo de danza y música Yuma, de Pasacaballos. También toca en el grupo Nuestra orquesta y trabaja con la Fundación Música por Colombia, liderando el semillero que tienen en Getsemaní.
“La música es ese canal donde puedo liberar todas mis sentimientos. Si hoy estoy triste, toco una pieza triste. Si estoy feliz, toco algo más alegre. En cualquier estado emocional de tu vida, ahí va a estar la música”.
***
Juan Camilo tiene una cicatriz enorme que le atraviesa el rostro. Aplazó esta entrevista en dos ocasiones, estoy segura que le avergonzaba que yo lo viera así. Tiene planeado hacerse muy pronto un procedimiento estético con una de las mejores cirujanas de la ciudad, quien se ofreció a operarlo gratis. Cree en él . Cree en su historia. Cree en su cambio.
Uno pensaría que la herida se la hicieron en alguna de las riñas en las que estuvo metido alguna vez. Pero no. Fue, incluso, lo contrario: por hacer respetar a un grupo de mujeres que se encontraban con él, lo lastimaron. Un tipo se intentó propasar con una de sus amigas en un establecimiento nocturno. El hombre, según Juan Camilo, borracho y drogado, insistía en irse con las chicas a otro lugar.
“Me preguntó que para dónde la llevaba y yo le dije que no lo conocía, que se abriera. Ya. Fue todo”.
Esa respuesta, por primera vez diplomática, ocasionó que el tipo cogiera una botella, la partiera y le cortara la cara.
El espejo le recuerda todos los días lo que su vida sería hoy si la música no hubiera llegado:
“Para mí la música es todo. Es donde descargo mis emociones. Es el perfume del alma. Sin ella estaría literalmente muerto”.
En ese momento saca el clarinete y en la mitad del patio de Bellas Artes, en medio de un bullicio terrible, interpreta Que alguien me diga, una pieza del cantante Gilberto Santa Rosa. Es imposible no identificar esa melodía. El escenario queda completamente enmudecido. Quienes pasan, lo contemplan o lo saludan cariñosamente.
Me despido y me sonríe con los ojos. Jamás soltó el clarinete. Después de todo, nada ni nadie es más importante que ese instrumento redentor.
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