Facetas


El color ámbar de la ceguera

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

02 de agosto de 2015 12:00 AM

Cuando uno no ha tenido algo, no lo extraña. Así me pasa con la visión, con este mundo de neblina que no es una total desventura.

Para que usted entienda, sólo veo el diez por ciento de lo que ve una persona normal, y con normal me refiero a alguien que no tenga discapacidad heredada, es decir que no haya nacido, como yo, con glaucoma congénito.

A ver, glaucoma significa: presión alta en los ojos. Puedo distinguir que usted tiene una camisa blanca —celeste—  y que las sillas de esta oficina son rojas, pero las formas concretas... los relieves, contornos, todos esos detalles de tonos, nada, todo es como un ámbar, todo indefinido, tengo córneas opacas.

Me llamo, o me llaman, Carlos Andrés Zapata Calle. ¿Qué me gusta? La escritura y la lectura. Además de eso pertenezco a un grupo de jóvenes de la Iglesia de mi barrio en San José de Los Campanos, un barrio de la periferia de Cartagena. Pero mi espiritualidad no la entiendo como una religión, es una forma de vida. Esto es la vocación, mi amigo, el acto de dar.

Mi mamá me cuenta que cuando tenía dos meses de nacido trataron de salvarme la vista unos médicos en Bogotá. Me operaron y me pusieron una válvula ahmed en el ojo izquierdo, eso para controlar la presión ocular. Luego, al año y medio, me hicieron el primer transplante de córnea, mi organismo la rechazó.

A los cuatro años de vida, me hicieron el segundo transplante, pero sucedió exactamente lo mismo. Todo eso pasó en Bogotá y, como es natural, después mis padres suspendieron el tratamiento, resultaba imposible mantenernos allí, en esa ciudad.

Tengo veintiún años y estudio trabajo social. Voy en octavo semestre en la Universidad de Cartagena. Y ya que me pregunta cómo estudia una persona que es casi invidente o parcialmente, lo primero es que el material en braille es escaso. Lo mío son los audio-libros. También tengo un software —esos programas de computador que leen textos— que pasa la vista sobre los libros digitales y documentos. Yo escucho la voz robótica y gracias a Dios tengo una buena memoria. Esa voz ya se me hace tan indispensable y estoy tan acostumbrado a ella que creo que me habla sólo a mí.

La ceguera es un modo de vida que no es enteramente desdichado. Para leer utilizo el teclado. Lo tuve que aprender de arriba a abajo siendo muy niño en el Colegio Olga González Arraut, sé las teclas de memoria. El tacto me salva, las yemas de los dedos se vuelven los ojos. Por eso me sé más comandos que otras personas. Abro los documentos por puro hábito memorioso. Pero cuando requiero más conocimiento, sí tengo que pedir ayuda.

Aprendí a utilizar el computador cuando tenía unos doce o trece años. Me enseñó el profesor José Arias, un buen hombre que quedó totalmente ciego luego de tomarse un trago adulterado. Mire usted, qué alegría fue encontrarlo. Él nos apoyaba a todos con las matemáticas y con el adiestramiento en esto de los computadores a los que teníamos discapacidad visual.

Ahora yo estoy devolviendo esas enseñanzas. Estoy instruyendo a un niño de diez años que es ciego. Sus papás lo traen a mi casa desde la Urbanización La India —en las afueras de la ciudad— para que le enseñe desde el braille, el reconocimiento de las letras, los caracteres, las palabras cortas y las palabras largas, hasta la ubicación de las puertas en los espacios cerrados.

Recuerdo que lo que yo quería estudiar, antes de escoger mi carrera de trabajo social, era comercio internacional. Cuando estaba en el grado once del colegio me empecé a cuestionar sobre eso. Es decir, sobre si esa área era realmente la razón por la que Dios quiso que yo llegara a este mundo.

Ser ciego, o en mi caso, modestamente ciego, quiero decir, parcialmente ciego, te da una perspectiva distinta de las cosas. Como una visión diferente. Otra sensibilidad auditiva, casi musical, y te abre al mundo de los olores, como le ocurre a Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El Perfume, esa novela de Patrick Süskind. Por ejemplo, todo el mundo dice que el mondongo es un plato delicioso, que sabe muy bien, pero yo no me lo como porque no me gusta cómo huele en su preparación.

Me parece que la ciudad también usted la interpreta de otra forma diferente a la mía. Yo la diferencio por los sonidos, por el estruendo y el caos de las esquinas. Creo que el sentido de las cosas es simple, pero siempre diferente. Cartagena son muchas Cartagenas, no se parecen en el ir y en el venir. Es una ciudad fragmentada en el ámbito de los sonidos y de los olores.

Y hay algo en lo que quiero llamar la atención: la ciudad puede ser hostil con las personas discapacitadas. Para mí ya es algo normal. Pero, en términos generales, nuestra ciudad no está pensada para dotar de autonomía a la gente con algún impedimento físico. Por fortuna, siempre hay buenos amigos, apoyos que sirven más que cualquier bastón.

Ojalá la ciudad fuera más incluyente. Ojalá. Mire usted, yo me siento igual que todos. Por ejemplo, acabo de llegar de la Universidad de Cartagena, me fui a matricular. Y esperé, igual que todos, el turno. Pienso que si los demás pueden esperar, pues yo también.

Además, y esto todavía no se lo he contado, mi hermana Vanessa Zapata padece lo mismo que yo, también tiene glaucoma, así que el asunto ha sido doble para mi familia. Dicen que se manifiesta cada quinta generación. ¿Cómo le parece?

Ella y yo nos hemos metido en uno de esos pleitos legales con la Nueva E.P.S. —Empresa ¿Promotora? de Salud—. No quiero fatigarlo con detalles: nuestros casos clínicos necesitan la atención de especialistas en Medellín y Bogotá. Hemos tenido que interponer un derecho de petición y luego una tutela que falló a nuestro favor el Juzgado Tercero de Familia de Cartagena, el 16 de octubre del año pasado.

Haga usted la cuenta del tiempo que ha pasado y esta gente de la Nueva E.P.S. ha desacatado el fallo del juzgado. No les importa. Mi familia y yo no sabemos nada. Y es lo de siempre, ¿no? No quieren pagarnos ni el traslado ni los gastos de alojamiento para que me pueda ver en esa ciudad el oftalmólogo Juan Carlos Abad, tal y como lo indica el juzgado. Así están las cosas.

A veces siento la vista más cansada. Los contrastes se vuelven imposibles si me dejo de aplicar unas gotas para disminuir la alta presión en los ojos.

Las imágenes se vuelven borrones, empiezan a oscurecer. Pero no me entienda mal, la ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres.

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