Facetas


El día que mataron al cura de San Jacinto

LAURA ANAYA GARRIDO

27 de mayo de 2018 12:45 AM

“Tal vez os parezca extraño y hasta increíble lo que estamos pasando, pero la realidad es aún más cruda: estamos rodeados de guerrilleros que asesinan por lo que sea, que tienen aterrorizada a la mayoría, se mata en plena calle y en familia. Acabo de enterrar a uno asesinado por un guerrillero en su casa y en presencia de su familia, y hacía solo dos días estuvo hablando conmigo sobre el particular, él y su esposa. Sí, envidio vuestra paz y seguridad; al menos podéis disfrutar de la vida como seres humanos...”

Esa es parte de la carta que el padre Cirujano envió el 30 de octubre 1988 a su familia en España, y quizá entonces ya sospechaba que tarde o temprano lo iban a matar.

Ahora que lo pienso, la canción El padre Antonio, del maestro Rubén Blades, bien pudo llamarse El padre Cirujano, y diría algo así:
El padre Javier Cirujano vino de España, buscando nuevas promesas en esta tierra. Llegó a la selva sin la esperanza de ser obispo, y entre el calor y entre los mosquitos habló de Cristo. El padre no funcionaba en el Vaticano, entre papeles y sueños de aire acondicionado. Y fue a un pueblito en medio e’ la nada a dar su sermón, cada semana pa’ los que busquen la salvación... (Escuche aquí: El padre Antonio)

Aunque se llamaba Ciriaco Javier Cirujano Arjona, para todo el mundo en San Jacinto era simple y felizmente el padre Cirujano. Llegó a Colombia el 11 de marzo de 1964 y fue el párroco de San Jacinto durante largos treinta años en los que la sotana nunca le pesó para mediar en el conflicto y para manifestar sin miedo, desde el púlpito y con sus actos, que la guerra que asfixiaba a Colombia le parecía colosalmente absurda.

El padre condena la violencia, sabe por experiencia que no es la solución. Les habla de amor y de justicia, de Dios va la noticia, vibrando en su sermón, suenan las campanas un, dos tres... dice la canción de Blades, y los periódicos de la época aseguran que a la guerrilla no le simpatizaban para nada las palabras de Cirujano, lo último que querían era un cura -para rematar español-, que convenciera a los jóvenes de que la violencia no resolvía nada, no gustaban de un cura que no se dejaba amedrentar y andaba por ahí mediando a nombre de la paz, porque el padre Cirujano ayudó a que liberaran a un señor llamado Edgardo y participó en el proceso de desmovilizar al Ejército Popular de Liberación (E.P.L.).

Yo no sé si al padre de la canción le advirtieron alguna vez, pero a Cirujano sí le decían que se cuidara, que corría peligro, que pidiera guardaespaldas, pero no. Él no se quiso marchar, ni esconder, ni armar. No estaba dispuesto a abandonar a sus fieles cuando más lo necesitaban y sí, lo mataron disidentes del E.P.L. el 29 de mayo de 1993.

El último día
Era sábado. El padre había desayunado temprano para ir a la vereda Las Lajas, a bautizar a los más chicos, darles la primera comunión a los jóvenes y casar a los enamorados en el nombre de Cristo. Sus últimas palabras las escuchó Nelly, su secretaria:

Voy a Las Lajas y espero regresar en la tarde, si demoro no se deben alarmar. El domingo, si no he llegado, le agradezco que le informe al Señor Arzobispo.

Eran las cuatro de la tarde, el padre venía a caballo con dos profesores y un campesino, ninguno pudo evitar la mala hora. Diez encapuchados los retuvieron, ¡diez! ¿Eran necesarios tantos guerrilleros para doblegar a un sacerdote de 68 años? ¿Y era necesario decir que debían “hablar con el padre de asuntos sociopolíticos” cuando sabían perfectamente que lo iban a matar?

Anocheció y amaneció domingo, y no había rastro en San Jacinto del cura. Los mismos fieles llamaron al sacerdote Rafael Castillo, amigo de Cirujano, para decirle que el padrecito no había regresado y estaban todos preocupados. Solo hasta que los profesores y el campesino regresaron a San Jacinto ese domingo, se supo lo que había pasado y se creía que quizá, gracias a la misericordia divina, Cirujano estaba vivo.

Dos días después, sus captores del Frente Francisco Garnica, disidentes del E.P.L., se pronunciaron: dijeron que no, que ellos de ninguna manera serían capaces de “tan repudiable y condenable acción”, ¡mentiras!

Los curas y los fieles le pedían al cielo con su divina trinidad, todos sus santos, ángeles y arcángeles que salvaran al padrecito. Los soldados recorrían buena parte de los Montes de María esculcando por todos lados, bajo la lluvia tenaz de aquellos días... a veces de agua y a veces de balas. Mataron a guerrilleros, mataron a soldados, había sangre, lágrimas, sepelios... y el 8 de junio apareció el maletín del cura con los ornamentos litúrgicos y el talonario de bautismo. El 12 de junio volvió a hablar el Frente Francisco Garnica: “Que se realizó un juicio popular al párroco de San Jacinto, Javier Cirujano Arjona, por colaborador con los grupos paramilitares de la zona y entregar a nuestro compañero ‘Decher’, al aparato represivo de la oligarquía”. Lo torturaron, lo mataron a golpes y machetazos, y lo echaron a una fosa común que los militares tardarían más de un mes en hallar, porque los guerrilleros ni siquiera se dignaron a decir dónde estaba el cadáver. El 16 de julio, 48 días después de su asesinato, encontraron los anteojos y el cadáver del padre.

Al día siguiente, todas las almas de San Jacinto se reunieron en la Plaza Principal para decirle un adiós eterno a Cirujano, para confirmarle que ahora sí su alma encontraría la paz que aquí en la tierra no vivió.

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