Facetas


El dulce sabor de lo perdido

Diciembre llega como un perfume y entra a la casa como un tren de pocas estaciones, recorriendo un riel que sube y baja por la memoria.

GUSTAVO TATIS GUERRA

09 de diciembre de 2018 03:42 PM

Era fácil saber que había llegado diciembre por el olor de las hojas de bijao, templadas en la mesa sin mantel de la casa.

Las venas de las hojas cortadas secretamente por mi madre, Yola, desparramaban un olor en el arroz del pastel. Se abrían las flores rojas que solo se despertaban bajo la luz de diciembre. Nunca en otro mes, y eran tan rojas que parecían de mentira. Siempre las tocaba para saber que habían despertado solo en diciembre.

El último mes del año, olía a madera recién cortada para el camión enorme que me regalarían de Navidad.

Mi madre, que ya pasó los ochenta años, dice que yo no he dejado de hacer lo mismo que hacía desde que era un niño: contar historias. Me dice que me sentaba en un quicio de la puerta o en un rincón de la casa a inventar historias con unos muñecos de plástico, una tribu de indios con flechas y otra tribu de soldados con cascos lisos y empedrados.

Las dos tribus peleaban, unas en medio de gallinas, caballos y perros. La otra, venía a caballo o en un tren de pocas estaciones que tenía desde niño. Mi madre recuerda que le tenía nombre a cada uno de los muñequitos. Y al final de las escenas, anunciaba que la historia continuaría al día siguiente a la misma hora.

La perorata de contar cuentos entretenía a una vecina que lavaba ropa a manducazo limpio en una batea de madera. Y desde el patio cercano, separado por una cerca, ella preguntaba: ¿y qué le pasó al indio? ¿Y qué le pasó al soldado? Y yo le decía: ¡Hilda, el cuento termina mañana! Y la otra vecina, Isabelita, preguntaba: Mono Cuco, dime, ¿cómo termina ese cuento? Me decían Mono Cuco porque tenía el pelo con mechones rojizos, como esas hormigas candelilla que nos aguijoneaban cuando nos tirábamos en el suelo del patio.

Papá Honorio me enseñó a hacer en unas cajas de cartón, unos televisores en donde rodaba las tiras cómicas que coleccionaba. Mandrake, el ilusionista y mago, era el comic más adelantado de mi tiempo, cuando aún no exístían los computadores, el Internet o el celular. Y me sorprendía Mandrake cuando yo era niño porque le hablaba a la pantalla de su reloj y veía a la gente en tiempo real. Mandrake siempre vestía de smokin, siempre de negro, con sombrero y bigote negro y una capa roja igual a la de todos los superhéroes. Mandrake y la serie televisiva “Viaje al túnel del tiempo”, fueron dos de mis grandes sorpresas de niño.

Los recuerdos arrastran un perfume, como el que guardaba papá, con la flor de los naranjos en alcohol, para hacer agua de azahar y beberla en chicha de maíz. Diciembre era una tela suave y delgada que mamá había comprado en el mercado para hacerme una camisa. Toda la tribu de mamá, su abuela y mis tías, pedalearon esa vieja Singer, cosiendo ropa, sobrecamas, cortinas, manteles y cosiendo la ropa que estrenaríamos el 24 o el 31 de diciembre. Diciembre olía a yarda de telas nuevas, carrusos de hilos y cajas de cartón para las sorpresas.

También olía a armónica y a xilófinos. Papá siempre quiso que alguno de sus hijos fuera músico. Diciembre olía a esa cajita en donde venía la armónica que nosotros llamábamos en Sahagún: violina o dulzaina. Diciembre era el olor y el sonido de las dulzainas. Aprendí a tocar la dulzaina y a interpretar paseos sabaneros y vallenatos. Pero no he vuelto a tocarla. “Tiene oído de tísico, tu hijo”, decía Julio, el vecino, el marido de Hilda.

Diciembre entraba a casa de pronto, con un calendario de Pielroja, que mostraba esta vez además del viejo indígena emplumado, una muchacha de cabello negro que de tanto verla, se convirtió en uno de mis amores platónicos. Esperaba que llegara diciembre para ver aquella muchacha siempre rejuvenecida y sonriente en los calendarios. Y papá llegaba con el calendario y el eterno calendario Bristol, de color naranja, en el que medía los milagros de las cosechas y las sorpresas del verano y el invierno, las cabañuelas que ya no se cumplen en ningún calendario, porquer enloquecimos al planeta. Diciembre llegaba siempre con estampitas, tarjetas, y el olor de un pastel que antes de entrar a casa, se quedaba flotando en la sala.

Mamá decía que yo era un obsesionado por el olor. Dice que recorría la calle de mi barrio pidiéndole a los vecinos que olieran aquella camisa que mamá me había cosido con la paciencia de una diosa en el pedal. Olía la camisa y quedaba suspendido, como el regalo más puro y bello que mi madre podía darme, de sus manos. Con los zapatos nuevos hacía lo mismo. Le pedía a los vecinos que compartieran conmigo aquella felicidad de sumergirme en el olor del cuero nuevo de los zapatos. En la cama de viento donde dormía, el lienzo era duro y tenía en el blancor manchado, el mapa tatuado de las fiebres y de los sudores. Diciembre venía también en una música que resonaba en la calle. Era un viejo porro de Rufo Garrido, un paseo de Alejo Durán, un paseo de Adolfo Pacheco, todo eso, revuelto, con la música jíbara, aquella Jibarita mimada, me partía el alma a las seis de la tarde, era como si la canción además de su belleza, fuera el lamento de alguien, en el corazón de la montaña. Diciembre llegaba como una ilusión. Como un circo, como un golpe de nostalgias confundidas con lentejuelas, árboles nevados, estrellas doradas, luces parpadeantes y la eterna promesa de un próspero año feliz. La propaganda musical de la radio terminaba de completar el ambiente.

A mamá le gustaba hacer el pesebre y recrear el nacimiento de Jesús en aquella cueva de Belén, con burros y camellos, con espejitos que eran lagos con cisnes, y los tres magos de Oriente surcando la noche de aquel nacimiento, con luces que se prendían a la orilla del camino.

Mucho antes de que papá empezara a estudiar magia o mi tío Alberto se dedicara a explorar el ilusionismo, diciembre era también el aroma del patio y la escena de la gallina o el pavo sacrificado. Pido perdón por las gallinas sacrificadas y los pavos sacrificados en las noches de diciembre.

Papá Honorio llegó a casa con un regalo insólito para toda la familia: era una caja con baterías que contenía unas tarjetas con preguntas de cultura general. Y cada pregunta contenía cinco respuestas. El que ganaba era el que acertaba y la respuesta correcta se encendía en verde. La luz roja era una respuesta equivocada. Fue el regalo que nos abrió la sed de conocer el mundo. Allí se preguntaba en qué país estaba el río Nilo, en qué país estaba el río Magdalena, en qué lugar estaba el río Sinú. No sé de dónde trajo papá semejante maravilla que nos mantuvo hipnotizados viendo encender la luz hasta que se agotaban las baterías.

Epílogo

A la mañana siguiente, Hilda había dejado de lavar, esperando saber qué le ocurriría a los soldaditos y a los indios. No golpeaba la ropa en la batea esperando que yo terminara el cuento. Los soldados estaban disparando contra los indios. Los indios disparaban sus flechas. Los caballos relinchaban, alcanzados por las balas. En ese reguero de muertos, el tren con breves estaciones sonaba e iniciaba su marcha en medio del olor a lata y a la cuerda que lo movía. Mamá contemplaba la escena de mis cuentos. Ahora juntos, los dos viejos abrazados en el tiempo, nos toca otra vez el aroma de los años que pasan, de la vena que despertaba de la hoja de bijao, y aquel agua de azahar salido de papá, en una botella de alcohol.

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