Facetas


El juglar de Macondo

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

27 de abril de 2014 12:27 AM

La caja de los vientos de Francisco El Hombre anunció que el genio macondiano había muerto de veras.

Desembocando entre las notas del acordeón en el suspiro lánguido de sus familiares, la noticia que nadie hubiera querido escuchar se proyectaba acompasada desde el Palacio de Bellas Artes de México, para toda la tierra.

El trío musical de colombianos migrantes lo despidió el 22 de abril bajo el embrujo de las notas hechizadas en un siniestro réquiem, como aquel que escuchó Úrsula cuando se enteró de la muerte de su madre por pura casualidad, la noche que oía las canciones de Francisco El Hombre con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio.

El vallenato, el de los juglares, acompañó a Gabo en parrandas, bailes, literatura, y hasta en ese tránsito vertiginoso hacia ese ser impensable que llamamos Dios. Para casi ninguna persona es un secreto que el Nobel amaba el género que, según su novela, popularizó un anciano trotamundos de casi doscientos años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. Tal personaje, una suerte de Homero, de recopilador y divulgador, como el poeta griego a quien se le atribuyen las historias épicas de La Ilíada y La Odisea, fue el arquetipo de su obra y, acaso, de sí mismo.

Porque Francisco el Hombre, descrito por el propio García Márquez, relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar, un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. De tal manera, que, además de ser 'Cien años de soledad' un vallenato de 359 páginas, como él mismo lo advertía, lo fue su vida, sobre todo la de cronista y reportero, cuando las peripecias del periodismo ocupaban toda su atención.

Gabo se acostumbró a manejar, discurrir, abrigar, grandes cantidades de información como Francisco El Hombre. Frente al vacío inerte de una página en blanco escribía vallenatos con rigor. Los cantaba, los jerarquizaba agrupando la importancia de los datos para enganchar a los lectores distraídos de El Universal, El Heraldo, El Espectador o de cualquiera de los medios en donde sus recursos de escribidor con ojeras llegaban prolongándose en el tiempo como la música de acordeón. Se dice, incluso, que transeúntes de las calles de París lo escucharon cantando vallenatos para recoger algunos francos en los momentos más duros de su estancia en Europa.

Porque, a la larga, la descomunal obra del Nobel es el interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas. Y quizá, al igual que Francisco El Hombre, Gabo derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos. Si Gabo fue nuestra versión homérica de un ser extraordinario, a lo mejor su intrincada imaginación, sincronizada al periodismo, es realmente la memoria de un pasado remoto y conjurado por sus renglones seguidos en los que todavía habitan individuos cuyos verdaderos nombres no conoce nadie, pestes de insomnio y olvido, diluvios, que de repente podrían reaparecer entre la espesa desolación de cualquiera de los pueblos de Latinoamérica.

Su amigo, el periodista Daniel Samper Pizano, asegura haberlo visto cantando, en voz baja, La Molinera, de Rafael Escalona. En Valledupar, en una habitación pobre de hotel, la cofradía que encabezaba Álvaro Cepeda Samudio, sus hermanos Jaime y Luis Enrique, quien rasgaba un merengue en la guitarra, deliraba a causa del licor repetido y por tal revelación que testimonia una de sus pasiones más íntimas. De ahí que a nadie haya sorprendido que en la selección musical del martes pasado en México, que en principio sólo incluía obras de compositores clásicos como Schubert, Mendelssohn, Beethoven y Brahms, se hubieran incluido las canciones de los juglares, seres tan incurablemente nostálgicos como él.

Hubo quienes recordaron, viendo las imágenes de la despedida definitiva, aquella noche del sábado 2 de mayo de 1992, cuando Gabo también conspiró para que se formara tremenda parranda en la tarima de la Plaza Alfonso López de Valledupar. Juan Gossaín y Enrique Santos Calderón fueron sus cómplices. Los tres eran jurados del Festival. Pero esa noche, los reyes vallenatos, descendientes dignísimos de Francisco El Hombre, no fueron los protagonistas, sí las notas desconsoladas y posesivas del instrumento que habrá de seguir arrastrando las narraciones populares de Colombia. Esa música de acordeón que escuchó por primera vez aquel niño en Aracataca, cuando la infancia se le adivinaba a la vuelta de ochenta años, pervive a través de un camino que viene de muy lejos en el tiempo junto al resplandor de sus párrafos inspirados.
 

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