Facetas


El reino de la miseria y el posconflicto

UBALDO MANUEL DÍAZ

25 de septiembre de 2016 12:00 AM

¿Quién es ese Rambo? -Pregunto.

Mi hijastro –responde el mulato de ojos zarcos, acostado en una hamaca debajo de un caluroso pretil mientras se cruzaba de piernas. Era un hombre de mediana edad, con el rostro tostado por el sol, un personaje sufrido, sacado de los cuentos de Hemingway.

“Vas pa'l cielo y vas llorando”. Se escucha cantar a Iván Villazón desde un viejo televisor. El Rambo seguía ahí en la foto, con cara de pocos amigos, su torso desnudo cruzado por una canana de balas, terciaba una M60.

Desde un patio lleno de cuerdas de ropa secándose al sol, emerge una adolescente menuda y escurridiza con su cuerpo mojado por la faena de la batea. El televisor sigue encendido, ahora el artista de turno es un hombre de una calvicie pronunciada, de un espeso mostacho que canta al desengaño. Por la sala principal cruzó presuroso un pato dejando a su paso una estela de estiércol mientras era perseguido por un pedazo de escoba parecido a un proyectil. ¡Pato hijueputa! Se escucha. ¡Perdón, no sabía que había visita!- se disculpa la mujer, inclinándose y recoge lo que queda de la escoba. Un rayo de luz penetra la ventana desportillada.

-¿Ha protagonizado muchas batallas su Rambo? –pregunto nuevamente.

– Muchas- me contesta el personaje acomodándose en la hamaca.

–¿Sabía usted que si se firma el acuerdo de paz, ya no regresará a la guerra? –le digo.

Queda en silencio. Un silencio embarazoso. El pato cruza nuevamente la sala en forma desafiante. -Mijo, es esa vaina que llaman el posconflicto -interviene nuevamente la mujer enviándole un salvavidas a su esposo.

Mientras da un rodeo, pela algo y lo vierte en una olla humeante. Saca al pato de forma definitiva de un pequeño puntapié. La verdad es que no sabemos cómo se come eso -puntualiza con desdén-. Se mete en un profundo monólogo y sigue revolviendo la olla humeante.  Las primeras gotas de lluvia tamborilean sobre el pretil, son las primeras lluvias de verano, las gotas siguen acribillando el improvisado techo, van aumentando hasta convertirse en un fuerte aguacero. La adolescente ha terminado su faena, ahora corre a recoger la ropa de color que había esparcido de un lado a otro parecida a la carpa de un circo. Del otro lado de la pared construida en cañabrava y estiércol de ganado se escuchaba llorar un bebé. El Rambo sigue ahí, en otra foto, laureado en un diploma de la básica primaria, sobre la misma pared hay una leyenda: “fui lo que otros no pudieron ser, fui donde otros temieron ir”… (La oración del soldado). Sigue con su cara de pocos amigos, mostrando las cicatrices de la guerra. -“De los ocho años que ha estado en el ejército ha ganado muchas batallas”... la única que no ha podido ganar es la batalla contra la pobreza –interrumpe la mujer, enfundada en un vestido raído que en otra época debió ser rojo. Atiza el fogón de leña que ahúma perpetuamente el pretil donde el mulato ya se ha incorporado, bosteza y silencioso mira fijamente caer la lluvia sobre el polvoriento patio. Sobre las paredes pintadas con cal cuelga un afiche con una modelo ligeramente vestida promocionando un equipo de fútbol. Desvencijadas sillas y mecedoras desfondadas completan la sala donde el único orgullo es la galería de fotografías con el héroe. El televisor sigue encendido, ahora el que aparece es Uribe con su atronadora voz despotricando sobre el proceso de paz en La Habana. El mulato, que se ha introducido nuevamente en la hamaca, lo mira con devoción. Al fondo, en otro patio debajo de un pretil, niños desnudos juegan con un perro. Es el reino de la miseria.

El lugar donde nació Rambo es un pueblo gris en las estribaciones de la Serranía de San Lucas. Por sus polvorientas calles es normal ver manadas de burros deambulando, niños malnutridos corriendo por sus calles, maquinarias pesadas como poderosos mamuts prehistóricos se internan en el bosque, acompañadas de retroexcavadoras en busca de El Dorado. Es un caserío con tres calles principales. Como todo pueblo del sur de Bolívar, tiene un puesto de Policía, una alcaldía, un centro de salud, una pequeña iglesia.

Es tarde, ha dejado de llover y se escucha el ruido sordo, lejano, de algo que se acerca. Le pregunto al mulato qué es ese sonido y me dice: “son los remolcadores” que bajan de Barrancabermeja a Barranquilla cargados de combustible. En otra época la guerrilla los hostigaba desde las orillas y ellos respondían en un fuego cruzado. -Hoy ya no sucede eso porque tenemos seguridad -musita-. Uno de esos remolcadores con su figura imponente me turba cuando lo diviso. Quedo boquiabierto como un niño ante un juguete nuevo. Baja lentamente con una enorme cubierta parecida a un portaviones, la raída y casi negruzca tricolor era ondeada por el viento. Unos militares semidesnudos cubiertos por una toalla terciando un fusil pasean en cubierta de un lado a otro. “Doña Leonor”, como se llama el remolcador, se alejaba indiferente a mi turbación.

El mulato, un afrodescendiente que emigró a estas tierras a mediados del siglo pasado, como cumpliendo un ritual, todas las tardes baja con una carretilla al río y regresa con unos tanques amarillentos. Después lo veo en su casa purificando el agua sacada del río, parecida a un chocolate, con un método artesanal. Le introduce unas piedras blancuzcas llamadas “alumbre” para aclararla. En la lejanía se escucha el ruido de un trueno, es señal que va a seguir lloviendo. Ya es de noche, el aguacero no da tregua, de desgaja sin piedad, la frágil luz de una lámpara de kerosene alumbra la habitación donde están las fotos de Rambo dispuestas y ordenadas cuidadosamente, parecido a un altar. Yo miro por la ventana caer la lluvia. Es muy tarde, el croar de las ranas, la leve llovizna que sigue cayendo, el reflejo de las centellas sobre la calle inundada daba el aspecto de ser la noche más triste de este pueblo.

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