Facetas


El sabor del viejo muelle

GUSTAVO TATIS GUERRA

10 de junio de 2018 12:00 AM

Si algo me hace falta del nuevo corazón amurallado de Cartagena, son los patacones con jugo de zapote del viejo Muelle de los Pegasos.

Un amigo que regresó por estos días a la ciudad, extrañó aquel paisaje humano en medio de un muelle que a lo largo del siglo XX, fue el más frenético atracadero de pequeñas embarcaciones que venían de las islas cercanas y los pueblos vecinos a traer a Cartagena madera, coco y plátano.

En otro tiempo, fue el muelle que conectaba a Cartagena con otros puertos en el Caribe y en el Pacífico. Y más atrás en el tiempo, el muelle de arribo de los barcos que venían del Mediterráneo cargado de africanos esclavizados. Allí también acuatizaron los hidroaviones en la década del veinte. Muy cerca estaba el mercado público erigido desde 1904, entre un arsenal de barcos inconclusos y el fragor de la otra Cueva donde amanecía la ciudad, de la mano de Juan de las Nieves, el negro babilónico con su flor roja en la oreja, dispuesto a preparar un sancocho a las tres de la madrugada o a complacer a unos borrachos glotones pidiendo una sopa de mondongo.

No hay ninguna señal de aquel fragor del viejo muelle en las metamorfosis que ha vivido Cartagena, bajo el aspaviento de un progreso que aniquila a veces, de un solo tajo, la respiración de los árboles.

Ir al muelle era un ritual cotidiano de todos los cartageneros. Los muchachos de la década de los ochenta íbamos a tomar café al pie del muelle que llamábamos Terraza Marina.

De aquellas noches he salvado una fotografía de los poetas Pedro Blas Julio Romero y Rómulo Bustos Aguirre, los dos con las tazas en vilo, flotando en el humo de la noche.

Iba todas las noches a escuchar a Julio Machado, con su guitarra y su armónica que estaba pegada a la guitarra, y que tocaba en los instantes más tristes y sublimes.

La nostalgia sonaba en esa armónica que nos sacudía el corazón.

Aquella voz de aguacero salía de los labios del ciego Machado, para cantar Cosas de Goya, un retrato de la ciudad de los peloteros y de una cocinera de una de las fondas del mercado, que atendía con mucha gratitud a sus peloteros predilectos. Y cada uno de ellos, Carlos Petaca Rodríguez, Pedro Chita Miranda, Andrés El Fantasma Cavadía, Pipa Bustos, Armando Niño Bueno Crizón, Cobby, Andrés Venao Flórez, entre otros, se sentían amados por Goya. Y la canción es una alusión a la especulación de con quién se iría Goya, al culminar los manjares en la cocina.

Fue en esa terraza de cervezas y café caliente, donde conocí a los escritores y artistas y a los vagabundos de Cartagena. El café lo preparaba un señor al que llamaban Pajarito, y era tan frágil y tan delicado que podía desvanenerse como un cubo de azúcar en el fondo del café. En aquellas noches, recuerdo, el azúcar pasó de un pequeño tarrito a cubos de azúcar sofisticados. Pajarito era impecable y para endulzar el café, tenía tres cucharitas agujereadas metidas en un vaso con agua, para que nadie pusiera sus labios en las cucharas. Pajarito no tenía sentido del humor. Y una chanza podía sacarlo de quicio. Émery Barrios, el cineasta, melómano y coleccionista de música, jugaba siempre a preguntarle a Pajarito por cosas que no sabía responder.

¿No han visto por aquí a Pascualino Siete Bellezas? Siempre preguntaba por alguien, aludiendo a  directores de cine, actores o actrices. Al ajedrecista Antonio Reston Bitar, el extra vitalicio de todas las películas filmadas en Cartagena, que se ufanaba de haber saludado a Marlon Brando, a Bernardo Bertolucci, y a Cantinflas en esta ciudad, le preguntaba por directores o actrices muertos. ¿Qué has sabido de la Tongolele? Y Reston, que era un ser quijotesco y con un gran sentido del humor, le seguía la corriente. “Te mandó a decir que cuándo vas a bailar con ella en Cartagena”.

La conversación absurda entre Émery y Reston, terminaba siempre en la realidad de los coleccionistas de ilusiones. Reston tenía la más grande colección de películas mexicanas y Émery tenía la más grande colección de música popular de Cartagena de los años cuarenta y cincuenta. Y la conversación seguía en la realidad, en las perplejidades de haber conocido juntos a Bertolucci. ¿Qué has sabido de Bernardito Bertolucci? Eran las delicias de visitar la Terraza Marina, en la que confluían los hermanos José y Raimundo Gómez Cásseres, Alfonso Múnera, Enrique Luis Muñoz, el pintor Dalmiro Lora, los músicos Poli Martínez, Enrique Quillén, y otros seres desperdigados e invisibles que aún brillan en la memoria.

Una noche Reston nos recitó de memoria el único poema que escribió en su vida, Reto al mar, en el que desafiaba las tormentas, los oleajes y la furia de las aguas. Reston se pasaba la noche con tres tintos de Pajarito, y su conversación se perdía en el recuerdo de Bertolucci. Y en su eterna partida de ajedrez en el Parque de Bolívar. Un día nos invitó, eufórico y orgulloso, para que lo viéramos actuar en una película como extra. Apareció en muchas, y en una, bailoteando en las fiestas de noviembre de 1954, bailando Los amores de Petrona, de Rufo Garrido.

Pero le habían filmado tanto a Reston que esta vez creyó que su actuación sería más intensa, pero solo apareció en el instante en que el pelotón del fusilamiento disparó contra él. Su mayor orgullo fue aparecer en la portada del libro del  fotógrafo holandés Hannes Walrrafen, bajo una lluvia de serpentinas, y vestido de frac.
 

Algo más que patacones

Al Muelle de los Pegados íbamos a conversar, a compartir el café y a beber los jugos más grandes del mundo, servidos en enormes vasos de aluminio, que casi nadie  acababa porque el vendedor de jugos esperaba que terminara para desocupar lo que quedaba en la licuadora. Eran jugos dobles.  Los pataconesY los quesos eran pedazos rectangulares.

No hay ninguna huella de que allí se haya vivido durante más de medio siglo, una vertiginosa vida marinera.

El poeta Héctor Rojas Herazo alcanzó a beberse allí los últimos jugos de zapote y a masticar con una sofisticada lentitud los patacones, para decir que comerse un patacón es como saborear el alma blanda de la madera, recordada por el cronista Alberto Salcedo. Allí en esos puestos estacionarios de jugos y fritangas, donde la vida fluía con naturalidad y con más humanidad que hoy, conocí a muchos personajes de la vida popular cartagenera y a visitantes efímeros traídos por el Festival Internacional de Cine. Allí nos tomábamos los vinos clandestinos de la fiesta inaugural del festival de cine.

Allí me senté a contarle a Émery y a Lucho Porras, mi encuentro descabellado con Isabella Mann, la hija menor del escritor alemán Thomas Mann, que había llegado de paso por la ciudad a dictar una conferencia sobre el porvenir de los océanos, y me había hablado de su padre, y de la compasión que tenía por las ballenas y los delfines.

Nada indica que allí pasó la vida tan de prisa, desde el 19 de marzo de 2007 en que desmantelaron todos los quioscos de jugos y fritos, dejando el sordo rocío de las piedras y los navíos ahora decorativos con destino a ninguna parte.

A veces las viejas barcazas eran refugio de los enamorados presurosos y fugaces. Los mástiles se agitaban con más desespero en el aire. El maderamen tenía el ritmo delirante de los suspiros y la ansiedad de los besos. Si el barco se aquietaba, todo acababa. Las sombras descendían al muelle. Y alguien lo declamaba a gritos: “Se estaban martillando”, “Deja que coma, hombre”.

Epílogo

La ebullición humana del viejo muelle se convirtió en una limpia y ordenada orfandad, al pie del cerco de vidrio del Muelle de la Bodeguita.
El lamento desamparado del ciego con su guitarra nos hace falta. 

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