Facetas


El Salado busca olvido, pero evoca sus recuerdos

“La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, (…) está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos”, Héctor Abad Faciolince, en ‘El olvido que seremos’.

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Arley Ramos Cárdenas quisiera que todo fuera como antes, pero teme recordar. Le gustaba el pueblo de su infancia. Esas viejas costumbres desechadas que dieron paso a las malas mañas de las sociedades modernas que refundaron al corregimiento después una historia escrita con sangre y éxodos.

Pero evocar esas viejas costumbres le reabren las heridas de una tragedia que quisiera olvidar. Son heridas que siempre están ahí, marcadas con fuego en el alma.

Antes soñaba con las calles de El Salado. Con sus suelos de arena, con los burros, gallinas, marranos y otros animales que adornan los frentes de algunas casas. De repente hay gente corriendo, rumores de que ahí vienen, de que llegaron, de que se fueron... de mucho temor.

Su mente recrea en bucle el ambiente de terror que se percibía los días previos al 14 de febrero del 2000, día en el que el miedo la obligó a salir de El Salado, a 18 kilómetros de El Carmen de Bolívar, que dos días después se convertiría en escenario de una de las masacres más despiadadas en la historia de Colombia y que provocaría un desplazamiento masivo que dejó al pueblo abandonado por dos años, antes de que sus habitantes empezaran a retornar.

Acudió a psicólogos y tras una lucha interior las pesadillas la abandonaron. Los recuerdos siguen latentes mientras intenta sanear su memoria con olvido.

Arley no es una víctima más de la tragedia de El Salado. Al contrario, 18 años después de aquel episodio en el que murieron 62 personas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, es una de las heroínas que, a pesar de sus miedos y tormentos, regresó para rescatar de la muerte al pueblo que sus ancestros construyeron.

Ella volvió a El Salado en 2004. Dos años antes, Luis Alfredo Torres Redondo había liderado el retorno de un primer grupo que pensó que era mejor pasar hambre o morirse de un tiro junto a los suyos, que vivir derrotados y doblegados por las dinámicas duras de las ciudades a las que habían huido.

Arley es promotora de salud y en ese 2004 regresó con medicamentos que consiguió para atender a la gente. Cuenta que entonces no había energía eléctrica y ella atendía sola el centro de salud.

La gente regresó poco a poco a ocupar las casas que ya olían a abandono. El pueblo recobró vida de a poco y la atención de instituciones y fundaciones del país se centró en la comunidad que se reencontraba. En 2007 llegó un médico permanente al centro de salud, también una ambulancia, se instaló el acueducto, se creó una cancha de fútbol sintética y se promovieron programas sociales y culturales, que buscaron reactivar las fiestas patronales y otras actividades de su cultura.

Muchos de los que prometieron nunca más volver regresaron, casi todos con la ilusión de recuperar la vida que habían perdido. Pero la vida no es la misma en El Salado, a pesar de las ayudas y avisos de desarrollo que se han promovido allí.

Arley asegura que el 80% de los habitantes sufre secuelas físicas del terror que vivieron en ese febrero del 2000. Unos padecen hipertensión y otros diabetes. Algunos, como la señora Carmen Celia Medina Salazar, de 79 años, se murieron del susto los días posteriores a la masacre, según cuenta su sobrino Freddy Eduardo Medina.

En la ciudad los jóvenes aprendieron a sobrevivir y sus nuevas mañas las trasladaron al pueblo. “Antes no se robaba, pero la influencia de la ciudad hizo que muchos llegaran con malos hábitos”, relata Arley.

Cuando piensa en su pueblo coincide con Teresa María Castro, dueña de la tienda Donde Tere, que antes de la tragedia era la modista y que tras volver de Barranquilla decidió cambiar su oficio. Ambas dicen que les gustaría que El Salado retomara las actividades de antes. Que resurgiera la agricultura, que la economía volviera a girar en torno al tabaco y a la ganadería. Que volviera a ser un pueblo de empuje en el que nadie era pobre, pero tampoco rico. En el que no tenían que esperar a que el Estado, para el que eran invisibles, viniera a hacerles obras. Que volviera a ser ese lugar en el que todos parecían hermanos.

“Hoy no es lo mismo. Aquí no hay fuente de trabajo ni para el hombre ni para la mujer. El hombre se gana 15 o 25 mil pesos en un día de trabajo tirando machete o haciendo cerca en fincas. Y las mujeres no tenemos fuentes de trabajo, antes al menos existían las tabacaleras”, comenta Lilia Esther Torres Sáenz, que se suma a los comentarios de Arley y Teresa.

A todos les gustaría olvidar ese pasado oscuro y pasarse a los años previos a 1997, justo antes de que empezara la violencia. Por eso, en la biblioteca que coordina Mile Medina Cárdenas intentan no hablarle mucho a los niños de la masacre, como si fuera un evento que pudiera borrarse de la historia y de la memoria colectiva.

A los niños los incentivan en el deporte y la música. Ellos son la cara por la que quieren que el país los reconozca, no por ser las víctimas de un cruel asesinato masivo.

Por eso, en la semana en la que se cumplieron 18 años de aquellos días oscuros agradecieron que fundaciones y otras organizaciones no realizaran ceremonias y actos conmemorativos que más que recordar a seres queridos que nunca olvidarán, lo que hacen es sumergirlos de nuevo en aquellos tiempos de agonía.

Esos días los prefieren tranquilos y en compañía de las bóvedas de sus familiares y amigos.

Las calles de arena de El Salado reposan tranquilas una semana después de cumplirse 18 años de la masacre. Un grupo de niños husmea y se divierte en los alrededores de la biblioteca, a un lado de la placa donde ocurrió la masacre, mientras el cielo, que tampoco parece olvidar, interrumpe el verano y llora. La gente abandona las calles para resguardarse en las casas y, quizás, en las memorias que algún día esperan, por fin, olvidar.

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