Facetas


El silencio es vida

A las 4 en punto de la tarde del jueves un silencio profundo se propaga en la manzana 8 de la tercera etapa del barrio Blas de Lezo. Cientos de voces se callan, las máquinas se detienen, las palas y picos dejan de cavar y el llanto se congela un instante hasta que una lluvia de aplausos interrumpe el intersticio.

Es un momento efímero, de tiempo detenido, pero suficiente para entender que el silencio es vida. Lo es para aquellos condenados por planchas de concreto desplomado cuya suerte afronta un duelo a muerte con el tiempo. Y con el ruido, al que las voces semiapagadas que piden ayuda no logran vencer.

A las 4 en punto de la tarde el silencio abre un camino al auxilio. Y la esperanza revive. Y los sueños por volver a sentir un abrazo tibio y escuchar la sonrisa de aquel familiar desaparecido florecen de nuevo mientras el ruido retorna con afán azaroso.

Con el mismo afán que llegó a las 10:30 de la mañana y tomó desprevenidos a 32 personas en un edificio que se construía sin los permisos legales.

Un estruendo avisó a los vecinos en la mañana. La tierra tembló y Edgardo Julio avizoró, por la ventana de su vivienda, una ráfaga de tierra y polvo que se esparcía por la calle.

Corrió hacia afuera y dos casas más adelante vio que todo yacía en el suelo. Los vecinos acudieron y, antes de que alguien lograra razonar lo sucedido, los gritos se multiplicaron mientras el polvo se despejaba y revelaba a personas tendidas en el piso.

Algunos se levantaron y desesperaron por remover los escombros que reposaban encima de un montón de trabajadores que no alcanzaron a esquivar el derrumbe. A ellos se unieron los vecinos y un grupo de mototaxistas, luego la Policía, después ambulancias, y mientras la noticia se regaba por los rincones de la ciudad, el ruido fue el primer indicio de una tragedia sin precedentes en Cartagena.

Cuatro heridos fueron evacuados antes de que se desbordara el caos. La multitud, atraída más por la curiosidad que por ayudar, se convirtió en un agente que interfiere con los organismos de socorro que ya atienden la emergencia.

La incertidumbre llegó con los familiares y se intensificó con los controles policiales que les impidieron llegar hasta el edificio desplomado para testificar la suerte del ser querido.

Para unos, la incertidumbre se transforma en lágrimas. Para otros, la certeza se transformó en lágrimas.

Son certezas de dolor que derivan en llanto al confirmar lo que no quieren confirmar. Entonces, los presentes se preguntan: ¿qué fue lo que pasó?

Voces de sobrevivientes ilustran el momento en que el edificio de ladrillos rojos se movió, se agrietó y sin dar tiempo a mayor reacción cedió ante la gravedad. Gabriel Ladeuth es uno de los pocos que alcanzó a saltar, desde un segundo piso, en una acción instintiva que le salvó la vida. Atrás quedaron muchos de sus compañeros, entre los que hasta el viernes se confirmaron 11 muertes, 23 heridos y 11 desaparecidos.

Otro de los trabajadores evadió su encuentro con la muerte gracias a uno de esos episodios que los creyentes atribuyen a los designios de Dios y otros a los caprichos indescifrables del destino. El obrero había parado sus labores para ir por una bebida a una tienda justo a la hora del siniestro.

El sol calienta mientras un grupo de voluntarios situados en fila evacua trozos de ladrillo en baldes. La Cruz Roja, la Defensa Civil, la Policía, la Infantería de Marina, los Bomberos, el CTI, entidades del Distrito y organismos de rescate que llegaron a apoyar desde Bogotá, Barranquilla y Santa Marta, dirigen los trabajos de remover y atender los heridos y cadáveres que van encontrando.

Una lista con los nombres de los rescatados orienta a los familiares que recién llegan al lugar. Y las escenas se repiten en un círculo de lágrimas, llanto y esperanza. Esperanza por aquellos cuyos nombres no aparecen y que podrían esperar ser escuchados debajo del cemento que los socorristas intentan mover también con maquinaria pesada.

Un par de zapatos entre los escombros hacen más sombría la tarde, que ahora amenaza con una llovizna que nunca cae. Uno de los zapatos perteneció, quizás, a uno de los obreros que horas antes fue evacuado entre bolsas blancas de Medicina Legal. El otro, podría pertenecer a una niña que fue rescatada viva de entre los escombros. O a la hija de 10 años del vigilante de la obra, Manuel Mendivil, quien alcanzó a lanzarla afuera del edificio mientras se derrumbaba. El hombre continuaba desaparecido hasta el viernes.

La tragedia recoge varias de las irregularidades con las que lidian los ciudadanos cada día. Por un lado revela que no hay controles eficientes que vigilen la legalidad de las obras en los barrios residenciales, alejados del Centro Histórico.

Así lo confirmó el curador de la Localidad Uno, Ronald Llamas, al informar que la licencia del edificio que se desplomó era falsa y que sus constructores no realizaban trámites para obtenerla.

Ante esto, las autoridades anunciaron que impondrán el peso de la Ley y tanto el personero William Matson como la Fiscalía abrieron investigaciones en contra de los posibles responsables.

También se expone la situación laboral de venezolanos que llegan al país en busca de soluciones a la crisis social que se vive en el país vecino. A los extranjeros se les pagaba bajos salarios por largas horas de trabajo, sin ningún tipo de seguridad.

Pero alejados de todo eso están los familiares de las víctimas. Ellos aguardan que el ruido se detenga una vez más para que el silencio, como a las 4 en punto de la tarde, anuncie la victoria de otra vida.

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