Facetas


Esther Gutiérrez, valentía cartagenera en Médicos Sin Fronteras

LAURA ANAYA GARRIDO

04 de diciembre de 2016 12:00 AM

De pronto las balas asesinan el silencio. El día parecía tranquilo en el hospital. Sólo parecía. Afuera, arde una escena frecuente en tiempos de una guerra civil: rebeldes enfrentándo entre sí e inocentes intentando refugiarse de tanto odio.

Los valientes son valientes porque conocen el miedo. Han mirado a sus ojos oscuros y penetrantes. Han sentido ese escalofrío que abraza los huesos y estremece los sentidos...el alma. Los valientes son valientes porque agarran al miedo por el cuello y lo sacuden. No huyen. Lo dominan. Y lo hacen una y otra vez, siempre que sea necesario. Esther Gutiérrez Ruiz es valiente.

De pronto se callan las armas. Hay un silencio abrumador, una calma efímera y frágil, como los enfermos de este hospital. Estamos en de Kabo, un pueblo de la República Centroafricana.

Esther, dentro del hospital, dice a los pacientes que todo está bien. Les pide tranquilidad, aunque ella misma muera de susto. Es mortal, pero es valiente...Lo descubrió tiempo atrás, en aquella primera misión humanitaria en Colombia, cuando se echó al agua y atravesó un río en el departamento de Nariño, para encontrarse con una realidad infame: niños y viejos sin agua potable, sin luz, sin paz. Gente a merced del odio, porque la guerra es eso...un odio ciego. Entonces tuvo miedo, como hoy, pero respiró profundo y encontró el verdadero sentido de su vida: el trabajo humanitario. Por eso ahora está en Kabo.

De pronto, se escucha gente correr, muchos pasos...la pregunta es: ¿quiénes entran al hospital? ¿Soldados, civiles...o rebeldes?

Esther es cartagenera. Veintisiete años y profesional en relaciones internacionales. Integra el equipo de Médicos Sin Fronteras, una organización no gubernamental que lleva salud a lugares devastados por la violencia, pobreza extrema, desastres naturales o epidemias. Reparte esperanza por 69 países, entre ellos República Centroafricana.

***
Esta historia de coraje comenzó el 22 de abril de 1989 en la Maternidad de Bocagrande. Ese sábado nació Esther, la segunda entre los tres hijos de Rafael Gutiérrez y Carmen Ruiz. De pequeña dijo siempre que quería estudiar Medicina para encontrar la cura del VIH Sida, pero le aterraba la idea de hacer sufrir a sus pacientes. No sería capaz de pincharlos ni con la aguja más chiquita…no, no...mejor Medicina no.

Creció, estudió en el Colegio Biffi y luego Relaciones Internacionales en Bogotá, en la Universidad del Rosario. Aprendió inglés y francés. Cuando supo que los médicos no ponían las inyecciones, sino las enfermeras, ya era demasiado tarde para echar atrás...y tampoco quería. Se había enamorado de las relaciones internacionales. Fue a Francia en intercambios académicos, regresó, se graduó y volvió a Europa para una maestría en Cooperación Internacional. Trabajó en una ONG y volvió a enamorarse, esta vez del trabajo humanitario.

Aplicó a una vacante en Médicos sin Fronteras sólo porque quería trabajar con una ONG. Entró este "ejército" de valientes el 20 de enero de 2012 para coordinar proyectos desde una cómoda oficina en Bogotá...algo faltaba. Se preparó durante algún tiempo, hasta que por fin salió a Nariño -donde se echó al río-, Caquetá, Cauca, Valle del Cauca...¿Su misión? Coordinar a equipos interdisciplinarios en lugares específicos, es la responsable de dirigir las actividades diarias de choferes, médicos, psicólogos...de todos.

“Empecé en Colombia porque sentía que tenía una deuda con mi país, no me parecía justo ir primero afuera, cuando aquí hay necesidades muy grandes”, cuenta. En 2015 supo que estaba lista para expatriarse, es decir, ir a misiones fuera de su país. Y entonces llegó a Sudán del Sur, en África, a un pueblo llamado Yambio para coordinar un hospital de segundo nivel. En este lugar de África los equipos de MSF duermen en tukuls, kioskos de palma, y en general se convive con la naturaleza en estado salvaje.

Nunca sintió nostalgia, a pesar de ciertas incomodidades, a pesar de estar a miles de kilómetros de casa. “No necesito estar al lado de mi familia para sentir que me quieren”, agrega. Pero sus papás sí tenían miedo. “Querían que dejara las misiones, es daba miedo...’no es necesario’, decían...en cambio pienso que sí lo era. Debe haber alguien que haga el trabajo, si no el mundo queda desprotegido, no puedo dejar a los que más sufren solos”.

Después de Yambio, regresó a Colombia a coordinar un proyecto de salud mental en Cauca, luego se fue a Buenaventura a un proyecto de salud primaria y mental. En nuestro país, el recuerdo más contundente es el de aquella niña de Aguas Claras, Norte de Caldas, destrozada por una mina antipersonal. Le impactó ver el dolor en los ojos de niños y viejos, en la escuela, en la iglesia...en todas partes. Le impactó que en un pueblo donde no piensan en psicólogos, hayan pedido a Médicos Sin Fronteras ayuda psicológica. Volvió a tener fe en el mundo cuando vio a los niños jugar de nuevo y a los ancianos volver a sonreír.

¿Cómo enfrentas la muerte teniéndola tan cerca?
-No la enfrentas, no te centras en ella. Piensas en las vidas que salvas, porque de todas formas si no estuvieras se morirían muchos más. Siempre lo pienso. Es frustrante cuando alguien se nos muere, sobre todo para el personal médico...sí se ha muerto, ¿pero cuántos has salvado?

Háblame de tu última misión.
-El 24 de diciembre de 2015 llegué a Kabo, en el norte de República Centroafricana. Fue una Navidad feliz, llegué con turrones para mis compañeros de equipo, sentí que los conocía de siempre. El proyecto de MSF en ese país tiene más de diez años, pero la crisis no acaba, el conflicto es constante, de todas formas la situación humanitaria sigue siendo complicada pese a que ya no están en una fase aguda de la emergencia. Tenemos un hospital, tres puestos de salud y clínicas móviles para comunidad aislada por el mismo conflicto y la pobreza. Pasé nueve meses en ese proyecto, y a mediados de septiembre regresé a Cartagena, hasta ahora.

Un rostro inolvidable de Kabo...
Hubo un niño. Un niño de piel tostada y de ojos bellos, enormes y negros. La pañoleta que cubría su cabeza no alcanzaba para esconder su cuerpo lánguido. No sonreía, solo observaba. Su padre, un nómada desesperado, lo llevó al hospital como último recurso. Era el único hijo que le quedaba porque los dos anteriores murieron, al parecer, por la misma enfermedad. Yo pasaba por Pediatría y los vi...me dijeron que el papá no quería que le pusieran sondas nasogástricas, lo convencí. Tuvo fe y dejó al niño dos semanas en la clínica -algo que los nómadas jamás hacen-, yo lo visitaba siempre, decían que era mi hijo...ni siquiera pudimos saber qué tenía...el señor se lo llevó un viernes y el lunes siguiente supe que había muerto. Me dolió. A los pocos días el papá regresó y justo cuando pensé que me iba a insultar, me dio las gracias. No recuerdo el nombre del niño, es muy raro, en árabe, pero jamás olvidaré sus ojos negros.

Una palabra para describir tu experiencia en MSF.
-Valentía...esa palabra. ¿Te explico? –asiento con la cabeza- Yo no sabía que era valiente. Lo descubrí en el camino. Aquí estaba cómoda, en Francia estaba cómoda, en Bogotá estaba cómoda, pero cuando fui a Nariño, me metí en un río y estuve con los niños, madres, ancianos, vi lo que tienen que vivir sin luz, sin agua y con la guerra...dices: sí da miedo, pero vale la pena, por Dios, vale más la pena. Ahí supe que era valiente.

Epílogo
Volvamos a la mañana de frágil calma. Parece que Dios ha metido su mano, los que entran al hospital no son rebeldes, tampoco soldados...son ángeles: una fila de mamás con sus hijos cargados, han encontrado refugio...un milagro en el corazón de la guerra.

Esther dice que el coraje nació en África porque allá las mujeres desplazadas, ultrajadas brutalmente, sacan fuerzas de sus entrañas para criar a sus hijos, para vender en los mercados y sonreír. Yo pienso, en cambio, que algo de ese coraje nació en Cartagena el 22 de abril de 1989.

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