Facetas


Éxtasis: a veces el infierno es sintético

LAURA ANAYA GARRIDO

04 de marzo de 2018 08:00 AM

Por Laura Anaya Garrido
y Javier Francisco Hernández

Es martes, y la luna está casi llena. En la Plaza de la Trinidad, en Getsemaní, europeos y norteamericanos caminan, toman cerveza, fuman cigarrillos. Unos llevan gafas de sol sobre la cabeza o en el cuello de la camiseta, algunos van en pantaloneta, algunas en bikini. La plaza tiene tanta vida como el perro que acaba de pasarme por el lado, huyendo de su dueño, que le sigue hasta diez metros más adelante y luego para, toma aire, le grita obscenidades y lo sigue persiguiendo. Un amigo y yo caminamos por la calle que está entre la plaza y el Café Havana, vestidos como si fuéramos unos mochileros más, esperando a ver si nos pasa lo que tantas veces nos ha pasado antes. Bingo. Un tipo que vende gaseosas en una nevera de icopor se nos acerca:

¡Hello! -dice-, what do you want?
Éxtasis -respondo-.
Apenas digo esa palabra me acuerdo de lo que me había contado José* sobré su primera vez, cuando probó la pastilla mientras estaba en el paseo de último grado de su colegio. “Te la tomas, la pasas con agua o con trago y no sientes nada, no es inmediato, dependiendo del cuerpo se demora diez minutos, media o una hora. Lo que sientes después es muchísima energía, como si fueras súper poderoso y nadie te pudiera parar. Después sientes mucha sed y mucha ansiedad. Yo cogía las botellas plásticas de Coca-Cola y las volvía unos tubos delgaditos, porque me daba ansiedad y necesitaba mover las manos. Sientes que el cuerpo te pica, cuando bailas sientes la música, y si lo mezclas con trago sientes que te desorbitas. Llegas a una cúspide, un punto máximo donde estás supremamente feliz, supremamente enérgico. Puedes entender a la otra persona, puedes hablarle de lo que sea. La música y tu corazón van al mismo ritmo”.

El vendedor se alegra de que habláramos español, a lo mejor por mis ojos y mi cabello rubio pensó que hablaría inglés... nos dice que el éxtasis es caro, que es un polvo rosado que cuesta 150 mil pesos... ¿Cómo le digo que llevo toda la tarde leyendo artículos médicos sobre el éxtasis y que es una pastilla y no un polvo? Por suerte mi amigo le dice: “¿El polvo rosado no es tusi?”, a lo que vendedor asiente con la cabeza, y hace como si recordara cuál es la droga de la que hablamos. José sabría explicarle mejor, pienso. “Esa vez entramos a la discoteca a las 11 y a las 5 de la mañana todavía tenía mucha energía. Tanto así que cuando llegué al hotel me fui corriendo a la habitación de la energía que tenía, que me duró hasta las 7. Me dormí y al despertarme me dio depresión, remordimiento de conciencia. El golpe al cuerpo es muy fuerte, mi sistema nervioso no estaba preparado para eso. Unos días después, cuando iba a hacer ejercicio me daban mareos, ganas de vomitar”, recuerdo que me decía José.

El vendedor de gaseosas no sabe qué es lo que le pedimos, pero “vamos allá adelantico y lo conseguimos”, dice. Me cuenta que él no carga ninguna droga, solo vende gaseosas, agua y cerveza, pero que ha aprendido inglés en el año que lleva aquí, en Cartagena, para ganarse una comisión consiguiendo lo que sea que le pidan los extranjeros. Nos iba a llevar a una casa más adelante, pasando la iglesia, pero le seguimos metiendo conversación sin movernos del lugar. Nos cuenta que es de Magangué, que hace unos años fue a las corralejas de Sincelejo antes que las prohibieran, y un toro lo corneó. En su brazo se ve la cicatriz que le dejó el animal. Es circular, así como la pastillita por la que le preguntamos.

“Cada vez me sentía menos susceptible a la dosis, cada vez tenía que consumir más, con todo y que fueron solamente cinco ocasiones en las que consumí”, recuerdo que continuó José. “La segunda vez fue en el cumpleaños de un amigo, en una discoteca, ese día no fue una, sino cuatro o cinco pastillas, no todas enseguida, obviamente, porque me habría dado un paro. Me las tomaba de a medias o de dosis más bajas. Hay de 20, 30, 40 o 50 mil pesos, depende de qué tan fuerte sea la dosis. Hay muchos pelaos que venden eso, son dealers. Tú los llamas y van a tu casa, te tratan súper bien y te las venden. O te encuentras con ellos en algún lugar y te las dan”.

Ya el vendedor no nos habla de droga, creo que se dio cuenta de que en realidad no queremos comprar nada. “Presté cuatro años de servicio, compa”, dice orgulloso, “al final me mandaron pa’l Caguán. Allá, dándome plomo con la guerrilla, me hirieron en la espalda y me dieron de baja. Eso fue hace rato compa, y todavía estoy esperando mi plata, pero ya le metí un abogado para que el Gobierno me la pague”, se ríe. “Lo que más consumí fueron las pepas”, vuelven a mi mente las palabras de José, “marihuana y ácido solo fue una vez, porque la sensación que me dieron no me gustó.

Pero ya no me llama la atención, probé el éxtasis por curiosidad pero no siento que sea una necesidad. Lo dejé porque no sentía que era yo; la sensación del día después, esa tristeza y ese vacío no me gustaban. No le recomendaría a nadie que lo pruebe, porque no se sabe cómo reaccionará su cuerpo. Hay gente a la que la pone a hacer caras, a hacer muecas, a mover la boca, porque no se pueden quedar quietos. Tengo amigos a los que les pasa eso y se empiezan a morder, al otro día no pueden comer porque tienen la boca reventada. Hay otros que cuando la prueban vomitan y se deshidratan muy rápido”. Además están los que se mueren de sobredosis, pensé.

“Compa, compa, tengo que trabajar compa”, dice el vendedor: “¿Al fin que quieren? ¿Agua, gaseosa, cerveza?”. Le compro una botella con agua que trató de venderme en tres mil pesos, pero que me rebajó a dos mil riéndose luego de decirle: “¿No ves que como te estoy hablando? No soy turista”. Veo cómo se va y le dice en inglés algo que no alcanzo a entender a unos mochileros.

En una de las puntas traseras de la iglesia de la Trinidad, un pequeño perro con el pelo abundante, encrespado y gris, nos ve pasar a mi amigo y a mí. Me pregunto si pensará que somos extranjeros. Me pregunto si también nos ofrecerá algo que tenga guardado entre tanto pelo.

***
Ya es miércoles. El que habla arriba es Javier, mono, alto y flaco de ojos miel. Yo soy Laura, bajita y flaca, de ojos y cabellos negros, muy negros. Vamos a ver qué tan fácil es conseguir una pastilla de éxtasis para mí, para una local que no tiene cara de speak english. Por más que camine las calles del Centro jamás me ofrecen droga. Intentemos conseguir una pepa por otro camino...

Una vez le escuché a un amigo decir que conocía a alguien que había metido marihuana, seguramente el que le vende la ‘hierba’ debe ofrecer pepas, ¿no? Empezaré por ahí. Después de los saludos protocolarios, me decido a preguntarle por WhatsApp: Oye, ¿será que el amigo tuyo me puede ayudar a conseguir una pepa?

-Deja y le pregunto -responde-.

-Dale, me avisas.

¿Será que la consigue? Ojalá, ¿pero en cuánto tiempo? ¿Cuánto costará? Mi amigo me dice que su amigo le respondió que el dealer (él le dice así, supongo que porque se oye más cool, yo digo que es un simple jíbaro) no se conecta desde anoche, a las 8, hay que esperar que vea el mensaje y responda. “Hay que esperar que vea el mensaje, él no se conecta mucho”. Apenas son las 3:28 p. m., hay tiempo… Y si la consigo, ¿me la tomo para ver qué se siente? -me pregunto-

Frente a mí está el psiquiatra Christian Ayola, director de la Red de Salud Mental Cemic, diciéndome que el éxtasis se llama para los médicos y los químicos 3,4 metil-dioxi-metanfetamina, y yo pienso que el nombre no es muy bonito, pero hay dos cosas que sí suelen ser hermosas para incautos o curiosos: media hora después de tragar una de esas pastillitas, la persona siente “que llega a experimentar un contacto íntimo consigo mismo” y aparece una empatía tan explosiva y encantadora, que podría enamorar y endulzar al mismísimo Adolfo Hitler, si estuviera vivo.

¿Será que ya el jíbaro tiene datos, le llegaría el mensaje, conseguiré mi pepa?, no puedo evitar pensarlo mientras el doctor me dice que el éxtasis actúa directamente entre las neuronas (interrumpe el ciclo normal de la neurotransmisión), que sobre-estimula peligrosamente el sistema nervioso y que quienes la consumen manifiestan “un sentimiento inefable de felicidad. Una emoción intensa, como tener diez orgasmos al mismo tiempo o seguidos”. Piensan más rápido, hablan más y mejor, no pueden quedarse quietos ni un minuto y la mandíbula se les pone rígida o se traba (de ahí: “está trabado”).

Orgasmos, empatía, felicidad… Suena bien, pero no. Después de dos o tres horas, cuando pasa el efecto, viene el vacío, el remordimiento y el desgaste cerebral. También se altera la tensión arterial, la frecuencia cardíaca y la temperatura corporal. Eso quiere decir, en español, que esa sola pastillita puede producir desde una taquicardia, pasando por daños cardíacos, llegando hasta descontrolar la temperatura del cuerpo. Y a largo plazo, modifica la personalidad (ya no podrá socializar sin la droga) y desgasta terriblemente el cerebro porque ‘carcome’ las neuronas… mala memoria, paranoia, ansiedad, depresión… En fin.

Sin embargo, yo creo que eso no lo sabe el jíbaro y, si lo sabe, le importa un comino. Por cierto, contestó y dice que conseguir éxtasis le toma un poco más de tiempo que marihuana. Me cobra 60 mil pesos por la pepa y me la trae a donde yo quiera… digámosle que la deje en el periódico, ¿aceptará?

¡Pero por supuesto! Si tuviera los 120 mil pesos me traería dos hasta el fin del mundo, pero esas dos me podrían matar, me cuenta el doctor. “Las sobredosis con este tipo de sustancias se alcanzan muy rápido, por que los efectos se acumulan y de alguna manera ella inhibe su propio metabolismo, entonces la persona toma una segunda dosis y aumenta el peligro”. O puede que simplemente mi cuerpo reaccione de forma singular ante la sustancia (respuesta idiosincrática, se llama médicamente) y me muera. Si estoy deshidratada puede ser fatal o si interfiere con alcohol o con cualquier medicamento que esté tomando. Es una especie de milagro salir ‘bien’ de una traba...

Es jueves, el sol está en su máximo esplendor. Nuestro jíbaro ha dicho que llega antes de las seis de la tarde. ¿Tengo los sesenta mil? Sí, hay tres billetes de veinte en mi cartera. El almuerzo, las noticias, las páginas, las reuniones… Ya son las cuatro. Vibra el celular.

-Lau, que llega en menos de diez minutos -me dice mi amigo por WhatsApp-. ¿Tienes los sesenta?

-Sí.

¿Cómo será? ¿Sombrío o normal? ¿Un pelaíto o un viejo?

-Ya, que está por el parqueadero.

-Voy bajando.

A pocos metros de la puerta, el dichoso dealer: pantaloneta playera, suéter desgastado y chancletas percudidas. Alto y flaco.

-Hola -le doy la plata y deja una bolsita transparente en mi mano derecha.

-¿Todo bien, mi vida? -pregunta-.

-Sí, gracias.

-Bueno, todo bien -sentencia y se despide medio sonriendo.

Resulta que el éxtasis éste, el que tengo en mi mano, es un triángulo pequeño marcado con el símbolo de los Illuminati (el ojo que todo lo ve). Miro la pastilla y pienso en lo que el doctor Ayola respondió cuando le pregunté qué le diría a alguien que piensa tomar éxtasis: “Piénsalo bien. Primero, no sabes qué contiene, ¿cómo lo vas a saber, si es ilegal? Segundo, hay muchos riesgos, ni siquiera sabes cómo responderá tu cuerpo… El que vende la droga no te pregunta: ¿Usted es alérgico al éxtasis?”.
Está decidido: nunca sabré si soy alérgica o no. Al fin y al cabo, jamás intentaré ‘enamorar’ a Hitler.

*Nombre cambiado a petición de la fuente.

Se ha producido un error al procesar la plantilla.
Invocation of method 'get' in  class [Ljava.lang.String; threw exception java.lang.ArrayIndexOutOfBoundsException at VM_global_iter.vm[line 2204, column 56]
1##----TEMPLATE-EU-01-V-LDJSON----
 
2   
 
3#printArticleJsonLd()
 

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS