Facetas


Freddy Corcho, el folclorista que volvió a nacer

MELISSA MENDOZA TURIZO

09 de julio de 2016 12:00 AM

La parranda es en el balcón del apartamento de un amigo de Freddys que tiene unos diez por ocho metros, tres cuartos, un baño, la sala pequeña, y la cocina en un pasillo. Es viernes 26 de mayo de 2002. Hay ley seca porque el domingo 28 son las elecciones presidenciales. Diez de la noche. La única música que se oye en el Conjunto de Tacarigua III es la del bloque dos, en el tercer piso.

Doce personas forman parte del festejo improvisado y Freddys está allí desde las once de la mañana. A las diez y quince de noche baja los cuarenta y seis escalones que hay hasta el primer piso, ya ebrio, sudando, cansado, van casi doce horas de tragos, sale a llevar a unas amigas en su carro hasta sus casas y llega a la de él en Las Gaviotas. Ahí se queda media hora, se baña, se perfuma porque “hombre feo y hediendo no sirve”, dice, y regresa a Tacarigua, agarra su cerveza, se sienta en un rincón del balcón cuando escucha que un hombre le llama ‘perra’ a una conocida.

Para él no hay ofensa más grande… “Primero le pregunto: ‘oye, ¿tú no tienes hija, esposa, hermana?, para tratar a una mujer de perra’”, en ese momento, escucha una voz aún no definida que arrastra un eco: “Empújalo”.

No tiene claro si cae o lo empujan. Lo cierto es que lo espera un piso rojo embaldosado, está consciente, a pesar de estar embadurnado de sangre. Los vigilantes del edificio llaman a la policía para que lo socorra, llegan a los cinco minutos y lo suben en la parte trasera de la camioneta.

El hombre recuerda que los mismos agentes se le cogen la plata de una escritura que tenía en los bolsillos, el reloj, los zapatos, la cadena... y ahí parece írsele la vida…

Con fractura de cráneo, ruptura de varios huesos y catorce días en coma profundo, los médicos no dan esperanza a su familia, pero él, milagrosamente sobrevive.

Aunque luego denuncia a quien supuestamente lo empuja, retira la demanda porque no ve avance en el proceso. “Lo importante es que estoy vivo”, dice.

Las regala
Catorce años después, 24 de junio de 2016, Freddys está sentado en la terraza de su casa en Las Gaviotas; en esa casa antigua, llena de reliquias y de historias, la única de ese barrio que preserva el estilo colonial.

Su padre, Gil, un pensionado de la Armada y su madre, Josefina, un ama de casa amante de las compras, se han resistido a cambiar, entre mil cosas, ese balcón verde con bolillos coloniales y la terraza amplísima repleta de plantas, un palo de mango y dos sillas republicanas puestas “pa’ cogé fresco”; la sombra del árbol arropa toda la terraza que es mucho más grande que la propia vivienda.

Ahí nacieron los siete hijos de Josefina, entre esos Freddys, el milagro de la casa.

Y ahí está él, como si nada hubiera pasado. Rozagante. Vestido de camisa blanca, sombrero de paja de ala corta, pantalón beige y zapatos blancos.

Sus manos tienen un leve temblor, solo sonríe con la mitad de su boca por el accidente y lleva en forma de luna la cicatriz de aquella cirugía en la parte frontal izquierda de su cabeza. Está sudado.

Tiene una botella de gaseosa morada en la mano derecha y la bebe como si fuera la última que quedara en el universo.

Son las doce del día y me trae a mí un té con cero calorías. Ambos, sumergidos en las bebidas, empezamos a conversar y resulta que Freddys es folclorista y coreógrafo. Estudió bachillerato musical en el Inem de Cartagena, donde aprendió a tocar todos los instrumentos y eligió como especialidad el saxofón.

Durante un tiempo se dedicó a viajar por los países de sur América y algunos de Europa, con grupos folclóricos que él mismo lideraba, con el respaldo del Ministerio de Cultura. “Lo que más admiré de esas experiencias por el mundo fueron las mujeres, sobre todo las brasileras. Allá no salen de dos o tres, sino de siete y eso lo ilumina a uno”, expresa entre risas.

En Freddys hay un alma de artista integral porque no solo siente pasión por la música, sino que él mismo hace los instrumentos y enseña a la gente a usarlos sin cobrar, por amor al arte; hace llamadores, maracas, tamboras y gaitas, en tamaño grande y para regalar, en miniatura.
Es un artesano de sus propios sueños.

Toma las maderas traídas de San Jacinto y como buen artesano, veloz y minucioso con sus manos, hace una maraca pequeña en cinco minutos, las gaitas toman el doble de tiempo. Las confecciona en forma de aretes o prendedores para la ropa; todo el que se tropieza con sus artesanías queda enamorado. Más porque solo las regala y “A caballo regalao…”

“Su virtud y su defecto: la generosidad”
Hombre bueno para todo y con todos. Así califican a Freddys sus amigos.

No tiene fundaciones, ni magnas obras sociales, pero su vida, antes y después del accidente, la dedica a ayudar a los allegados que sabe que necesitan. Si es de quitarse unos zapatos y brindarlos a un amigo, lo hace.

“Si Freddys se lanza de alcalde queda porque no solo tiene amigos, sino que la gente lo valora por su generosidad. Pero creo que a veces eso se convierte en una debilidad porque muchos se aprovechan de él”, afirma Josefina.

-¿Cuál es el defecto más grande de su hijo?- pregunto a Josefina
-Es demasiado buena gente y alza mucho el codo- me responde.

En eso cruza por el frente de su casa un vecino que le grita a Freddys: “mucho gustooooo” y él responde con la misma expresión, dándole el tono de Diomedes Díaz, su cantante preferido.

Pasan otros dos que lo saludan con la misma frase y Freddys confirma que así le llaman en el barrio.
Es que como dice Josefina: “ha hecho muchos amigos en parrandas, alzando el codo” y no lo niega, Freddys dice que si por él fuera tomaría todos los días.

“Figúrate tú que cuando estaba en el hospital le decía a los que me visitaban, sácate la cava que está debajo de la camilla y dame una cervecita”, cuenta acabado de risa.

Le gusta el alcohol, pero más que eso, le gusta dar, le gusta servir sin intereses.  

-¿En qué cambió el accidente tu vida?- pregunto.

Antes no hablaba tanto, ahora soy un loro (se ríe). Hoy veo la vida más simple. No me importan mucho las cosas que a todos los seres humanos les acomplejan. Aprendí a valorar cosas pequeñas y he decidido disfrutar hasta que llegue mi hora de morir.

Su cerebro está intacto pero más su espíritu y sus ganas de vivir. Oler rico, contemplar la belleza de la mujer heroica, caminar hacia sus amistades, tocar el tambor o el guache y crear nuevas artesanías son hoy la felicidad del artista que sin hablar tanto de aquel que le devolvió la vida cuando ya la había perdido, hace más... 

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