Facetas


Hubo una vez un barrio llamado San Diego

GERMÁN MENDOZA DIAGO

26 de abril de 2011 12:01 AM

Un barrio no es el conjunto de casas, calles y parques que lo forman, sino la vida y los pesares de las personas que lo habitan, esas que le infunden vida a los rincones y transforman las esquinas en escenarios de sueños y decepciones.
Hubo una vez en Cartagena un barrio que se llamaba San Diego, habitado por un vecindario que se levantaba desde muy temprano pensando siempre en el bienestar del otro.
Confundido con el sector un poco más estirado y tradicional del Centro, San Diego vivía feliz e indiferente, con sus gentes de clase media que paladeaban cada minuto de sus vidas caminando por espacios heredados de la historia.
En la iglesia de Santo Toribio, centro vital del barrio, había una bala de cañón incrustada en la pared, que disparó uno de los incontables piratas y corsarios que la asaltaron durante los siglos XVII y XVIII, pero a nadie parecía llamarles la atención semejante tesoro del pasado, porque la iglesia estaba abierta a toda hora y era tan cotidiana como la ropa y la comida.
Hoy, los numerosos visitantes del interior y de la misma Cartagena deben esperar a que las abran unas escasas horas al día, para sentarse frente al nicho y observar esa bala de cañón que hace varios siglos pasó entre los feligreses que rezaban allí, sin tocar a ninguno.
Los habitantes de San Diego fueron saliendo familia a familia, a ocupar otras zonas de la ciudad donde pagaran menos por los servicios, el predial y el mantenimiento de las casas, y poco a poco San Diego fue llenándose de extraños que sólo vienen una o dos veces al año a encerrarse, en los instantes que les dejan libres las fiestas aristócratas o los paseos a las Islas del Rosario.
Los viejos conventos convertidos en hospitales o manicomios se transformaron en exuberantes hoteles de cinco estrellas o sedes institucionales, rodeadas de cafés que reproducen los de Bogotá y Medellín, cubiertos por un muy leve barniz de historia y romanticismo. Los niños que corríamos cuando sonaba la sirena de la ambulancia, con heridos o muertos para dejar en una pequeña puerta de la Calle del Torno, nos volvimos adultos, y de no ser porque desde todos los rincones de Cartagena el barrio sigue sobreviviendo en los recuerdos de los viejos vecinos, ya nos hubiéramos olvidado que alguna vez existió.
Todos los días de mi infancia, cuando salíamos del colegio de primaria con Roberto Castro Ortiz, Rafael Dominguez y Luis Daniel Vargas a jugar bolita de caucho delante de las murallas, veíamos caer el sol sobre el tapete inmenso del Mar Caribe, sonreíamos con el corazón y en el fondo de nosotros se ratificaba el hecho de que éramos felices, aunque no tuviéramos bates de aluminio, ni manillas “Rawlings” importadas, ni siquiera una bola “Spalding” de verdad verdad.
Corriendo con ellos alrededor de la estatua de José Fernández de Madrid para jugar bola de trapo, vi pasar los días y las gentes sin afanes, sabiendo que entre ellos nada malo podía pasarme.
De muchos sandieganos sólo conocía su nombre de pila o el apodo habilidoso que habían recibido con justicia, pero nunca se han desaparecido de mi memoria.
Todavía me parece ver al “Nariz de meao” con sus pantalones mochos de terlenka, llevando un portacomidas todos los mediodías; al “Cara pelúa” burlándose de mí porque yo no sabía jugar fútbol; a los mellos “Cara de muerto” que se movían sincronizadamente y corrían alzando sus piernas flacas al tiempo; a “Ojito peao” sentado en sus incontables años en la esquina de la Calle Quero; al “Niño mono” buscando pelea, y cuyo nombre verdadero sólo supe la semana pasada, cuando el barrio San Diego volvió a existir convocado por el triste dolor de la muerte.
Roberto Castro, mi amigo del Colegio de la Esperanza que se burlaba del maletín de cuero nuevo en el que Luis Daniel Vargas llevaba todos los libros, se casó con Martha Porto, la mujer de su vida, sorteando todos los obstáculos que siempre le salen al amor, y tuvo dos preciosas hijas, pruebas nítidas de que la inteligencia era epidemia en San Diego.
Una de ellas, Diana Luz, a quien nunca conocí, pero de la que supe por boca de Roberto sobre cada uno de sus logros académicos, inimitables y enormes, murió empezando apenas a vivir la felicidad de su esposo y de su hija preciosa, a los 31 años, con tantas posibilidades por delante, como decían los viejos.
Ese lunes amargo, lo abracé en la funeraria sin mirar el tumulto de amigos y familiares que estaba allí diciéndole que su dolor era el dolor de todos ellos.
Levanté la cara y vi a su hermana Lila Castro con el mismo rostro suave de hacía 30 años y los mismos ojos sonrientes; a su otra hermana Miriam Luz y a su hermano el “Niño” Gustavo Castro, abrazados al señor Gustavo, el padre de todos ellos, que me recibía sonriendo cuando de niño iba a estudiar a la casa de Roberto y me invitaba a almorzar siempre.
Comencé a mirar a la gente que sudaba sin perder la compostura, y fueron apareciendo como una mágica puerta abierta desde el pasado, aquellos rostros que poblaron la parte más valiosa de mi vida, Ivan Gil, Jimmy Gil, el “Purro”, Toño Flórez, Miguel Mackensie, Federico y sus hermanos, “Tita” Gómez (a quien el barrio adoptó con plenos merecimientos), “El buitre”, Álvaro Tatis y Delsy, Álvaro Anaya, la señora Castro: Germán, Alvarito y Edgardo Gómez, con sus esposas y sus hijos que también llevan en la sangre la ineludible herencia de ser sandieganos, como un compromiso que seguirá de generación en generación hasta la eternidad.
He leído muchos artículos y libros sobre la identidad urbana, sobre el proceso antropológico y sociológico que convierte pedazos de territorio en pueblos entrañables formados de hogares donde la gente se siente serena y feliz.
He reflexionado sobre las frases de los arquitectos y urbanistas que dicen que un barrio no es el conjunto de casas, calles y parques que lo forman, sino la vida y los pesares de las personas que lo habitan, esas que le infunden vida a los rincones y transforman las esquinas en escenarios de los sueños y las decepciones.
Sin embargo, nunca percibí desde mi espíritu el verdadero significado de esas palabras, que el lunes 18 de abril, en una funeraria frente al Castillo de San Felipe, cuando el barrio San Diego se irguió para pregonar que seguía vivo y que estaba allí abrazando uno de sus habitantes, a Roberto Castro, que lloraba de tristeza ante su hija.
No hay necesidad de que Miguel Mackensie siga viviendo en la Calle de los Siete Infantes, para vivir en el barrio San Diego; ni que Alvarito Gómez viva en la Calle Quero, para ser eternamente un habitante de San Diego. No importa que se hayan muerto el doctor Suárez, ni Javier Piedrahita “El carnicerito”, que nunca más haya aparecido por el barrio Héctor Montes Cuesta, que Sico haya cambiado su tienda por una panadería en el Pie de la Popa. El barrio San Diego sigue existiendo por los siglos de los siglos, en esa gente que fue a consolar a Roberto Castro y en sus hijos, sus nietos y biznietos.
Hubo una vez en Cartagena un barrio llamado San Diego, que siguió existiendo milenios y milenios después, cuando ya las casas que albergaban a sus habitantes habían desaparecido arrastradas por el viento de la modernidad y de los usos comerciales.

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