Facetas


Joaquín Lucío: el mitómano ingenioso

Calamar hizo, como puerto próspero del Río Grande de la Magdalena, buena parte de la historia comercial del país. Allí terminaba el ramal del ferrocarril que salía de Cartagena y pasaba por Turbaco, Arjona, Arenal y Soplaviento. Fue, por tanto, una población en la que sentó sus reales mucha gente de los municipios y caseríos circunvecinos, y donde arribó un crecido número de inmigrantes sirios y libaneses en busca de fortuna. Gracias a Calamar, el intercambio de la Ciudad Heroica con el interior se realizaba con expedición y regularidad.
   Pero cuando el río empezó a perder importancia como vía y su navegación a disminuir, Calamar decayó como puerto. Los productos importados de los Estados Unidos, Francia e Inglaterra, pasaban de largo en aeroplanos y camiones hacia otros destinos. Los almacenes repletos de telas, perfumes, aceites, alambre, confecciones, drogas legales y demás artículos de notable demanda, desaparecieron poco a poco. Si los calamarenses querían comprarlos para su consumo, acudían a las famosas “coloneras”, unas señoras gordas y sudorosas que adquirían sus mercancías en Colón (Panamá) para venderlas en todo el Bolívar grande, desde su capital hasta Tierra Alta.

El título de peluquero
   Al sumirse en el marasmo, Calamar no tuvo otra atracción que su peluquero, Joaquín Lucío Fonseca y Castro, cuyo título profesional, según él decía, se lo había entregado en persona el Barbero de Sevilla y cuyo trabajo de grado había sido la peluqueada de un hombre que tenía treinta años de no motilarse (los mismos que tiene de no afeitarse El Mono Escobar) y a quien le dejó la cabeza como una nalga de querubín. Cien sobre cinco fue la nota definitiva.

Con el caracol de la oreja
Joaquín Lucío, en su fecunda fantasía, se sentía aficionado a todos los deportes: la hípica, los gallos, la guerra y el amor, y no perdía oportunidad de relatar sus “hazañas” en todos esos campos de las emociones fuertes, siempre frente a contendores colosales y de prestigio universal. A él poco, muy poco, le servían los contrincantes regionales y menos aun los que le salían con ínfulas de héroes dentro del escenario local. A éstos los miraba con feroz desprecio. Pero otros desafíos que ponían a prueba su valor frente a un riesgo enorme, los aceptaba sin chistar.
   Cierta vez, el hijo díscolo de un cacharrero sirio que vivía en Barranquilla, creyéndolo irresoluto y cobarde, lo convidó a visitar Malagana en una motocicleta para conducirlo –esto lo leyó Joaquín Lucío en la frente del damasquino– a la velocidad del sonido. No lo pensó dos veces. Sacó el valor que le infundían las ánimas de todos sus muertos (un abuelo que peleaba en lucha libre con elefantes y otro que mató a un tigre de un mordisco en una arteria), y arrancaron a las cuatro de la madrugada de un día que nunca estuvo en el calendario.
   Nadie vio al motociclista y a su parrillero salir hacia Malagana. Es más: el turquito negó la versión que Joaquín Lucío propalaba, hasta que un campesino avezado, de esos que no le temen ni a las serpientes ni al demonio, los careó para saber cuál de los dos mentía, porque el hijo de don Abdala Jassir también era un embustero de catálogo. El turquito insistió en su negativa y Joaquín Lucío comentó: “Pasen no más por la curva de La Iguana y verán una zanja de cincuenta metros de longitud y veinte centímetros de profundidad. La cavé con el caracol de la oreja mientras dábamos la vuelta con la motocicleta inclinada sobre el pavimento”.

La culoelápiz
   El veterano de las tijeras, el peine, el menticol, la penca y la barbera tenía debilidad por una yegua escuálida pero veloz a la que él mismo apodaba “La Culoelápiz”. La celebridad de  “La Culoelápiz” suscitó tanta envidia en un caballista antioqueño, don Paco Echavarría, que se vio obligado a importar un potro inglés para medírselo en competencia que registraría la historia. El potro llegó a Calamar –refería Joaquín Lucío– en una urna de vidrio cubierta de hielo.
Don Paco puede hacé lo que quiera, pero “La Culoelápiz” humilla a ese potro señorito y amanerao, exclamó Joaquín Lucío.
   Don Paco y Joaquín Lucío partieron como dos bólidos sobre sus monturas. Narraba éste que la velocidad de su yegua era tal, que los postes de la luz, situados a 500 metros uno de otro, parecían a su paso dientecitos de peinilla, y que cuando apenas habían galopado la mitad del trayecto sintió que le golpeaban el hombro izquierdo y gritó: ¡Carajo, me alcanzó el cachaco! Pero no, qué va, era el ángel de la guarda para decirme: “Joaquín Lucío, hasta aquí te acompaño. De aquí pa’lante sigues tú solo”.

Espuelas contra zorras
   Tenía Joaquín Lucío un gallo giro que hacía tres peleas por tarde. Era noqueador y nunca peleó más de un minuto con ninguno de sus rivales. Tal vez por esa cualidad excepcional se presentó a Calamar un cubano que quiso comprárselo y hacerse rico en su tierra –año 1950– apostándole sumas fabulosas. Le ofreció a Joaquín Lucío cien mil pesos de ese entonces por el gallo. Ofendido, el dueño respondió con una pregunta desconcertante: “Señor, ¿usted se refiere a las calzas o al gallo?”.
   El cubano se esfumó y el gallo desapareció dos días más tarde, durante una noche lluviosa. Joaquín Lucío inició la búsqueda sin tardanza, como si se le hubiera perdido un hijo. No lo encontró ni en el casco del pueblo ni en los corregimientos. Creyó que el cubano se lo había robado. Pero transcurridos ocho días, ya de regreso a su casa, en la alborada de un 7 de agosto húmedo y caluroso, el propietario decepcionado oyó el agudo clarín del campeón invicto. “Ahí está mi gallo, no joda”. Y se lo imaginó peleando con un cóndor o un águila. Se dirigió al paraje de donde salió aquel canto y lo vio bocarriba, ensangrentado y exhausto. Me mataron el giro, dijo con voz entrecortada.
   El amigo a quien le confió por primera vez la historia, al llegar a ese punto del drama, le pidió a Joaquín Lucío que callara para que no se le revolvieran los pesares.
   –No, viejo –le replicó–, el desenlace fue glorioso. Mi gallo estaba ensangrentado era porque tenía una cabeza de zorra en cada espuela.

Sangre abajo
   La guerra no podía faltar entre las experiencias de nuestro personaje. Combatió –solía repetirlo– en la de los Mil Días y su batalla clave fue la de Corozal (donde no hubo un solo tiro). Sin embargo, hablaba de sus proezas sin ningún pudor, a sabiendas de que nadie le creía porque en toda la Costa era conocidísima la carta con la que el general Rafael Uribe le dejaba al general Ospina  “este cementerio de vivos”.
   Pero Joaquín Lucío altercaba en que la batalla fue sangrienta y que jamás se le olvidaría el momento en que tomó el bote para venirse de regreso a Calamar. ¿El bote? –le preguntó el párroco, alterado por semejante irrespeto a su inteligencia.
   –Sí, afirmó impávido, porque yo me vine sangre abajo.

Muere un barbudo
   En un viaje a Cartagena, el legendario señor Fonseca y Castro arrimó a la casa del abogado Enrique Castillo Jiménez, juez promiscuo municipal que fue de Calamar veinte años antes, y lo invitó a almorzar el sancocho que Luisa, su esposa, estaba cocinando con palote en mano. Joaquín Lucío tragó como un dinosaurio hambriento y al final no aguantaba las ganas de convertir automáticamente en inodoro la mecedora donde se sentó. Se largó sin despedirse y divisó su salvación en el manglar que cubría la orilla del caño de Bazurto. De espaldas a las aguas turbias que corrían de norte a sur, comenzó a deyectar. Al terminar, un barbudo que recibió con la boca abierta los duros y largos trozos del excremento expulsado durante el debido proceso de la evacuación, le dijo atorado y agónico:
   “Joaquín Lucío, me has matao”.

Poncio en el credo
50 de los 75 años que vivió, se los pasó Joaquín Lucío echando mentiras como las anteriores y devolviéndoles chispazos consagratorios a sus contradictores. Se le consideraba un artífice sobrenatural del folclor costeño. Algo así como uno de los rapsodas del repentismo caribe. Nunca se dejó tomar el pelo de quienes pretendieron elogiarlo en plan de burla, pues para ellos también tuvo respuestas homéricas. Ya moribundo, y desesperado por entrar al Cielo o al Infierno, el confesor le dijo, mientras le administraba los santos óleos, que no podían enterrarlo en Calamar por la sencilla razón de que un hombre de su prestigio no cabía en la tumba estrecha de un cementerio de pueblo. Su tumba sería el río.
   –A la mierda, gritó, si cupo Poncio Pilatos en el Credo quepo yo en cualquier hueco del camposanto.
   Ese mismo día, con una deplorable facha de desamparo, expiró.

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