Facetas


La experiencia de una periodista que se subió a vender dulces en los buses

MELISSA MENDOZA TURIZO

19 de junio de 2016 12:00 AM

Al final veo a Natalia, una gran amiga de la infancia, con la que crecí. Cuando pongo los dulces sobre su mano, se rehusa a mirarme. “¿Mi vieja amiga vendiendo dulces en los buses?”, pensará ella. Y yo no esperé encontrarme con alguien conocido…y menos a mi mejor amiga.

***

Son las doce del día. El sol podría pegar más fuerte pero quiere llover y las nubes mitigan la luz. Hay un fogaje desolador. Elijo esa hora porque supongo que la gente está saliendo de estudiar o trabajar y puedo vender más.

Estoy en el barrio Ternera, frente a la bomba de gasolina que queda en la entrada de la Universidad Tecnológica de Bolívar, se aproxima una buseta de la ruta Ternera-San José, esa que va por la Avenida Pedro de Heredia y termina su recorrido en el Centro Histórico para devolverse por Torices y retomar la misma avenida. Allí en Ternera se suben las tres pasajeras que prácticamente llenan el vehículo, y detrás de ellas ¡yo!

No sé si son los nervios los que me llevan a conectar mi puño con el esparrin y a decirle al conductor: “chofe, un permisito por aquí mi vale, para ganarme el queso”. En la radio suena “no digas que no te quiero, no digas que te olvidé. Sabes que por ti me muero, cómo es posible no me tengas fe ”, un vallenato de Otto Serge. Sonrío y con los mismos nervios le pido el favor al conductor que le baje el volumen a la música.

“Señoras, señores, jóvenes, niñas y niños, hola a todos. Estos dulces que ustedes reciben hoy en sus manos, en sus piernas, tienen un valor monetario.

Los chicles son a cien y los Trululú a doscientos, tres en quinientos. Uno le vale doscientos, tres le valen quinientos. Acuérdense, las mujeres de hoy nos ganamos la vida con el sudor de nuestra frente. Ya no nos quedamos en la casa haciendo oficio nada más, sino que nos toca bolearla y esta es la manera más digna que he encontrado de hacerlo, por eso pido su excelente colaboración…no lo olviden: uno le vale doscientos, tres le valen quinientos. Los chicles a cien”, digo en voz alta, sin titubeos.

Palabras santas. La bolsa, que tenía veinte chicles y cuarenta gomitas, se vende casi toda. Solo quedan dos. Dos mil pesos en chicle y seis mil 500 en gomitas. Invertí cuatro mil comprándolos, es decir, gané cuatro mil pesos en este tramo, hasta el frente de la Cárcel de Ternera. No estuve montada en la buseta más de cinco minutos.

Me bajo en un supermercado a comprar más confites, pues los anteriores se vendieron exitosamente. Esta vez los vendo tres en doscientos pesos.
Tomo otra ruta de Ternera-San José con los Coffe Delight. Subo sin saludar al esparrin, pido permiso al conductor y él asiente bajándole al radio inmediatamente.

La gente conversa en los puestos, la morena gruesa de la primera fila duerme como si hubiera perdido la noche y la que está al lado me señala con el dedo que no quiere. No lo niego: la mayoría me ignora, pocos están interesados en mis dulces. Hay rostros brillantes y pálidos, como de hambre.

Empiezo a darme cuenta de que de pronto no es la mejor hora para trabajar, pero ya estoy aquí y tengo que hacerlo. En la última fila hay dos muchachas que me miran de pie a cabeza, como si me conocieran, pero no, “es cosa mía”. Dos señoras sentadas en la mitad, con aquel cariño me dicen: “no mami, gracias…”, al dar la espalda una de ellas dice entre dientes: “tú debes estar estudiando, no trabajando…tan jovencita”. Callo, doy gracias por la compra y dejo el bus frente a la Castellana.

El chofer de la tercera buseta, de la ruta Blas de Lezo, no deja que me suba a vender.
Sigo como caballo cochero y convenzo con un dulce al esparrin de la de Socorro-Jardines, le dicen “La Consentida”. Subo por la puerta de atrás y reparto mis dulces entre quince personas.

Es mi última ruta para terminar el ejercicio. Digo dentro de mí: “Qué bueno que no encontré a nadie conocido. No por mal, sino que no quiero dar explicaciones”. Y justo ahí está Natalia, mi amiga del colegio en primaria, a la que nunca esperé volver a ver. Está sentada en la última silla, vestida de blanco, me mira tan fijamente que llega a intimidarme, pero yo callo, no le digo que soy Melissa, ella lo sabe y también sé que es Nati. Por un momento me voy a la infancia, a los recreos en los que yo comía dedito de queso con gaseosa y ella llevaba su merienda de la casa. El jugo se lo hacía la mamá.

Regreso al discursillo para convencer a los quince, entre ellos a Natalia, que ni siquiera me recibe los “Coffe”. Me mira extraño mientras reparto, como diciendo, “en qué momento Melissa se convirtió en esto. Mírale los zapatos y el suéter”. Yo alzo la mirada para verla a los ojos y ella se hace la que no me ve.

Entonces también me hago la ciega y le recuerdo a la gente que lo bueno se acepta y lo malo se rechaza.

Ni ella, ni nadie quiere un “Coffe” a la una de la tarde en esta buseta morada. Me bajo de “La Consentida” con cuatrocientos pesos y habiendo regalado  diez “confiticos” entre el conductor, el esparrin y sus amigos.

Cinco mil pesos desde ternera hasta la entrada de Las Gaviotas son, más que una ganancia, un riesgo…

Para mí, un experimento, para John, realidad

John se despierta a las seis de la mañana en su casa en el barrio Nuevo Paraíso. Son las siete y ya está en una esquina del Camino del Medio, frente a María Auxiliadora, vendiendo chupetas.

Él es uno de los 300 vendedores de confites que tiene Cartagena, según el dato que manejan él y sus compañeros “extraoficialmente”, porque en el Distrito no hay un censo que diga cuántos son.

La vida lo llevó a este camino desde que tenía doce años. Sus padres vivían en extrema pobreza y por eso decidió ganársela solo desde niño.
John dejó el colegio hasta octavo porque tenía que comer. A sus veintiséis años, hoy no sabe otra cosa que vender dulces en buses.

“A mí no me importa romperme el cuero trabajando porque tengo una familia. Son cuatro hijos a los que no les puedo llegar con el cuento de que no me gané nada. Ya en las vías no veo los mismos buses que antes porque Transcaribe tiene siete meses circulando y las busetas las están chatarrizando”, dice John, con las gotas de sudor corriendo por su frente.

Y no está mal, según él, la ciudad está progresando. Solo que en esta ocasión los perjudicados son él y sus “vales”.

Son las once de la mañana y van once mil pesos en ganancias, dos mil pesos en cada hora, desde las siete que comenzó a vender. Algunas veces pasa la hora del almuerzo sin comer porque todo lo que gana lo guarda para sus hijos.

Hace siete meses, dice que se ganaba sesenta mil pesos en un día de labores, a veces, trabajando apenas hasta mediodía. Ahora en un día completo se gana unos treinta mil pesos. ¡Y sudándola!

John no para de subir y bajar de las busetas de Socorro, Ternera, Blas de Lezo, Olaya, Campestre, cualquiera, con tal de hacer su día de trabajo.
Trabaja de siete a siete y así como él lo hacen Andrés, Daniel, Mario, Manuel, Juan, Samuel, y los demás vendedores de confite…y John se va a las siete de la noche con veintiocho mil pesos “y los rindo pa’ cuatro mi amor”, termina.

Epílogo
Creo que me fue bien en las ventas. Cuando le cuento de mis ganancias a Johh y a sus compañeros me dicen que es “suerte de principiante”. La mayoría de ellos, con catorce años de experiencia en el oficio, dice que me fue exageradamente bien, respecto a la realidad que hoy viven los vendedores de dulce en las busetas.

Y lo peor: no hay quien los ampare porque eligieron uno más de los trabajos que componen la “industria” informal en Cartagena, de la que tampoco se tiene un dato claro.

Desesperados por sus bajas, han acudido a dialogar con el Distrito. Einer Arrieta, otro vendedor, ha puesto su cara ante la autoridad para que les den una esperanza o que les ayuden a pensar qué hacer, o como ellos mismos ruegan: “por favor, que nos capaciten en algo porque no sabemos hacer nada más”…pero hasta hoy no hay luces, ni respuestas.

Pienso en la efímera experiencia de vendedora de dulces y en el retorno a la realidad cotidiana en el periódico.  En los que derivan su sustento diario del trabajo informal.  Y no pueden parar sino seguir a bordo en los buses, para sobrevivir. Pienso que la vida de los vendedores de dulces no es tan dulce...

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