Cualquiera que mira un reloj piensa que sirve para una sola y simple cosa: dar la hora. Cualquiera, menos Olivier Wuilleumier Piñeres.
Para este señor, un reloj es un objeto apasionante que lo desafía, algo así como un rompecabezas que, si se arma bien, sirve para medir el tiempo. Y, más importante aún, para Olivier un reloj es una forma de recordar y honrar a sus antepasados, porque su padre y su abuelo también eran relojeros.
“Mi abuelo y mi padre nacieron en Suiza y llegaron a Bogotá hace muchos años, de ahí pasaron a Barranquilla y a Cartagena, y en ambas ciudades montaron relojerías. Mi papá tenía una relojería suiza frente a los Talleres Mogollón, ahí él me enseñaba, después empezamos con el reloj de San Pedro y la iglesia, y quedaba de ayudante yo, siempre, después entró el hermano mío, reparó el reloj de San Pedro y el reloj público, se fue para Suiza y quedé yo”, me dice mientras subimos las escaleras que están en la entrada del Palacio de La Aduana. Él será el encargado de guiarnos a las entrañas del reloj de la Torre más famosa del Centro Histórico.
Para llegar arriba, hay que subir las escaleras de la entrada de la Alcaldía, caminar por un pasillo amplio, entrar por el salón Vicente Martínez Martelo y salir a la azotea. Luego, caminar unos metros más bajo el sol ‘criminal’ de las diez de la mañana y subir hasta la Torre. Mientras nos acercamos pienso que el amarillo del monumento y el azul del cielo de este viernes dan un contraste maravillosamente fotogénico.
Olivier, que camina a mi lado, es el último -o el más reciente- guardián de la Torre del Reloj. O de su corazón, es decir: el reloj. Con sus manos y su paciencia, este señor logró que las manecillas, inmóviles durante unos ocho meses, volvieran a andar, y que las campanas que están dentro de la Torre repicaran otra vez, después de quince largos años de silencio. Ahora que lo pienso, no pude encontrar mejor guía.
Mientras más nos acercamos, más calor hace, pero Olivier no se queja, tengo la impresión que es imperturbable, que nunca pierde la calma. Apenas llegamos a la parte de arriba de la Torre, el calor mengua un poco gracias a la sombra, y entonces entramos. En el primer nivel solo hay columnas y, a la izquierda, una escalerita de madera recién pintada de un marrón muy oscuro. Subimos y ahí está: el corazón del reloj, mejor dicho, el reloj. Un montón de ruedas, tornillos, poleas, pesas, un péndulo, las guayas untadas de una grasa rojiza. Adentro hay un ‘reloj en miniatura’, que marca la misma hora que los cuatro grandes círculos blancos, que están en cada lado de la Torre.
Ahora un tic, tac, eterno, que se mezcla con el sonido de los buses de Transcaribe que pasan por la Avenida Venezuela, las sirenas de las ambulancias, los pitos de los carros y la voz pausada de Olivier: “Lo armé y lo desarmé unas diez o doce veces para arreglarlo. Lo hice tantas veces, que ahora podría armarlo en medio día”.
“¿Doce veces?”, le digo. Él sonríe y me responde con una lección: “Yo creo que para ser relojero, bueno, y para todo en la vida, uno tiene que amar su trabajo y nunca perder la calma. Si uno pierde la calma... pierde”.
El reloj funciona manualmente y todos los días hay que ‘darle cuerda’, como quien dice: para que ande bien, Olivier o su asistente tienen que dale vueltas y vueltas a cuatro palancas, que a su vez van enrollando las cuatro guayas que sostienen cuatro pesas. Con el movimiento del engranaje del reloj, esas pesas van bajando lentamente y gracias a ese movimiento es que las manecillas de las cuatro caras de la Torre del Reloj caminan.
Cuando le pregunto por la parte más difícil de arreglar este reloj, Olivier responde que fue “sincronizar las campanas. Son quince puntos para que toquen las campanas, ellas tocan cada quince minutos. A las y quince toca una vez, a las y media tocan dos veces, a las y cuarenta y cinco tocan tres veces, a las en punto tocan cuatro y se activa el mecanismo para la otra campana (la más grande)”, me explica.
Y precisamente ahora subimos otras escaleras empinadas para llegar al tercer nivel de la Torre: el de las campanas. Ahí hay tres campanas pequeñas y una más grande, y, efectivamente, suenan cada quince minutos.
El primer tan, taaaaan, se me mete por los oídos y me estremece. Olivier sonríe satisfecho porque conseguir que esa campana sonara hoy y que sonara así, le costó bastantes horas y bastantes noches pensando. A algunos les parecerá que Olivier se tardó demasiado en arreglar el reloj público, pero si a alguien le disgusta perder el tiempo es a él. Cuando le encargaron la labor, hace algunos meses, se llevó todo el reloj para la finca de Turbaco donde vive y allá lo manipuló con la paciencia de un artesano.
Ya sonó la campana, ahora, que vamos bajando las escaleras, le pregunto a Olivier cuántas piezas tiene este reloj. “Tendremos que contarlas”, me dice y sonríe tímidamente. Deben ser cientos, y no creo poder quedarme a contarlas, pero siempre que vea este reloj me acordaré de sus entrañas. Es más, siempre que vea la hora me acordaré del significado que un reloj puede tener para Olivier: un rompecabezas fascinante que te reta, que te desafía a armarlo y que sí: también sirve para medir el tiempo.
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