Facetas


La librera de la Torre del Reloj

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

21 de julio de 2013 12:01 AM

Erika Strapkova ha detenido un instante su marcha en la bicicleta. 
Venía siguiendo con la vista, desde el Camellón de Los Mártires, el lienzo de muralla de argamasa construida en 1061 sobre la que fue erigida en el siglo XX  la Torre del Reloj, y nada la detuvo en su recorrido de Manga al Centro, salvo el libro sin nombre y de pasta verde.
La eslovaca, de 27 años, es profesora de inglés y aunque todos los días realiza el mismo trayecto, hoy baja del asiento de su bicicleta negra y de inmediato llama la atención de Esperanza Aguirre, la propietaria de la Librería de Los Mártires. La anciana, delgada y poco conversadora, de 91 años, está sentada sobre una silla rimax blanca desde la que observa, impasible, cómo la foránea sitúa su cicla en el costado interior derecho cercano al mueble atiborrado de revistas y discos elepés (long play).
Antes de tomar el libro, Erika voltea la vista y revisa las expresiones de Esperanza y de su empleada, una mulata altiva aunque sonriente. Como no encuentra reparos en sus rostros, se anima a sostener la publicación con ambas manos. Se trata de La Hojarasca, la novela de Gabriel García Márquez que prefigura, por primera vez en su literatura, el pueblo famoso de Macondo.
-¿Cuánto cuesta este libro feo?-pregunta Erika, creyendo que con el adjetivo conseguirá un descuento.
Antes de formular una respuesta, Esperanza le indica, con un gesto de su dedo anular izquierdo, a su ayudante que se asegure de mirar bien de qué libro se trata. Después de hojearlo y de advertir que el libro requerido es en realidad la segunda edición de la novela del Nobel colombiano de Literatura, la mulata le responde con voz clara:
-Como es una segunda edición, te vale 80 mil pesos, reina.
La europea arruga los labios. Mira con sus ojos verdes a Esperanza, quien no musita una palabra, y con visible decepción ubica el libro en su puesto original. Se apresura a subir nuevamente a su bicicleta porque ya casi van cumplirse las 9 de la mañana y los estudiantes no dan espera.
-Regresaré en 15 días. Si todavía tienes el libro, hacemos la venta-dice Erika mientras se despide parcamente de ambas.

“Manchas de humo”
La Librería de Los Mártires, nombre que la mayoría de los cartageneros desconoce –según Esperanza-, consta de cuatro muebles amarillos, pintados del mismo color encendido de las paredes, dispuestos desde hace 64 años en los bajos de la Torre del Reloj.
El 4 de febrero de 1949 se inauguró gracias al beneplácito del poeta y pintor Daniel Lemaitre, quien para entonces era Alcalde de la ciudad, y de la iniciativa de Esperanza y de Ramón Gutiérrez, su esposo que falleció hace 37 años.
Recuerda que antes de que fuera una librería, a mitad del siglo XX, el sitio estaba ocupado por vendedores ambulantes de café y por mesas de la Lotería de Bolívar. “El turista casi no pasaba por acá y por el humo de los fogones las paredes estaban negras. Los buses se estacionaban cerca y por aquí salían a hacer sus recorridos…; la Alcaldía quedaba al frente de la Plaza de Los Coches”.
Con nostalgia cuenta que las manchas de humo afeaban los bajos de la Torre del Reloj, así que la administración distrital decidió raspar las paredes. “Las dejaron en piedra y quedaron así durante mucho tiempo…; después de eso otro Alcalde que llegó pintó la boca de rojo…; Entonces llegó Vicentico Martínez y mandó raspar el rojo. Lo pintaron todo de blanco, pero resultó que también se ensuciaba mucho”.
De acuerdo con la memoria, aún lúcida, de Esperanza fueron “los Lemaitre” quienes dijeron que el color natural debía ser el amarillo. “Yo puse los muebles aquí con autorización de ellos. Recuerdo que Daniel me dijo: ‘Vea, Esperancita, esos muebles están bien porque son de madera, no me ponga de otro material. Están bien pero me los pinta de amarillo’. Después de eso se ha estado pintando todo el tiempo de amarillo y aquí estamos todavía”.
Aunque nació en Ibagué (Tolima), Esperanza se siente más cartagenera que cualquiera pues su familia la trajo desde los 7 años a vivir en Manga, “cuando en Manga vivían los pobres…; Ya no viven…;”, aclara.
La mayoría de los libros que nutren sus estantes son regalados por sus amigos y conocidos de todas las épocas. Los más raros se los manda su hijo, Aníbal, de Bogotá. “Otros los compró yo directamente. Acá vienen a venderlos todo el tiempo”.

“Esto se acaba”
Entre sus obras más preciadas figura la colección de novelas de ficción de Julio Verne, y varios de los trabajos del escritor colombiano José María Vargas Vila. “Ya no se consiguen para nada. Ahora mismo vendí unos libros que me regalaron sobre la historia de México y Pancho Villa. Esa es la vida. Discos tengo por ahí unos cinco mil. Tengo allí y tengo acá. He ido comprando y guardando. Antes se vendían a peso. Ahora se venden a 5 mil pesos, y a $10 mil. Hay de $20 mil, según la fecha que tenga y los autores”.
La abuela vive en una casa modesta del barrio Ternera junto a uno de sus sobrinos, y, pese a la distancia, todas las mañanas abre su librería a las ocho en punto.
“Nos vamos a las 4 dejando esto limpiecito, como es ya la costumbre. Eso nos lo exigieron. El que trabaja aquí tiene que asear. Se barré. Si hay orín, se lava…; Esto aquí es una porquería porque comen y dejan la comida arriba de los muebles con los platos y con todo. Y como venden cerveza afuera, aquí es donde orinan. Siempre ha sido así, eso no se pierde. Ponen policía y celador pero siempre amanece así”, se queja.
Mientras acomoda con parsimonia unos sombreros aguadeños explica que su marido, Ramón Gutiérrez, murió “por no obedecer”. Él era quien se encargaba de sacudir el polvo y la arena de mar de las publicaciones. “Sufría de azúcar y lo invitaron a una fiesta. Le dije que no bebiera pero un amigo le brindó unos tragos. Eso fue un domingo y murió un miércoles”.
Con pesimismo, advierte que lo más probable es que la librería se acabe cuando su vida termine, pues no ha notado en ninguno de sus descendientes el ímpetu suficiente para perpetuar el oficio que ella ha sobrellevado con tanto esmero. “Creo que se acaba cuando yo me muera porque nadie ha querido venir a atender aquí, ningún familiar. Esto se acaba a menos que me boten antes”.
Hace diez años, “unos de Medellín” querían comprar la biblioteca. Le ofrecieron el doble de lo que realmente cuesta. Rendidos ante la negativa de Esperanza le pidieron que les arrendara, al menos, uno de los espacios que ocupan los cuatro estantes. “Hicieron de todo y no pudieron. Les dije que no les podía vender nada porque esto no es mío. Esto es del Distrito. Ellos son los dueños de la Boca de la Torre”.
Con desparpajo y adivinando una sonrisa en el aire hace un comentario final que revela su carácter: “Este alcalde de ahora lo conozco. Y a casi toda su familia. Hay como 20 Dionisios Vélez…; ojalá que éste salga igual de bueno”.

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