Facetas


La Montaña Vinicunca, una aventura de siete colores en Perú

LAURA ANAYA GARRIDO

01 de julio de 2018 12:00 AM

El despertador nunca sonó. La cita era a las tres y treinta de la madrugada, y todavía a las y veintinueve dormía como si fuese un domingo cualquiera y yo estuviera en Cartagena, en mi cama, sin prisa, sin más planes que soñar. Ahora timbra el celular, ¡y miércoles! Bonita la hora de caer en cuenta: estoy en Cusco (Perú) y pagué 90 mil pesos por un plan, y no cualquiera, es el plan de mi vida, y estoy a punto de perderlo. Dos minutos, le digo a la guía que en dos minutos llego a la Plaza de Armas, como habíamos acordado, para emprender el viaje a la famosa y alucinante Montaña de los Siete Colores.

Yo le digo dos minutos colombianos, ella entiende dos minutos peruanos: en el sentido estricto y literal: en dos minutos vuelve a llamar, yo ya me lavé los dientes, me puse los jeans, la blusa, la bufanda, los zapatos, la chaqueta, ¡pero evidentemente no estoy en la Plaza de Armas! ¿Cuándo es que los científicos descubrirán la fórmula para teletransportarnos?, o yo qué sé, la nube voladora de Gokú debería existir para estos casos, pero no, lo más cercano que consigo esta madrugada es un taxi que ni es de color amarillo, ni tiene el letrerito iluminado de ‘Taxi’. No quiero semáforos en rojo, ni borrachos atravesados en la vía, y en este punto me importa nada el frío de tres grados centígrados, ni los 3.339 metros sobre el nivel del mar de Cusco, que por ratos me quitan el oxígeno.

Pago los cuatro soles de la carrera -unos $4.000 colombianos-, bajo ¡y a correr se dijo! Ahí está la plaza, ahí está la guía, ya son las 3:45 y ella no se ve muy contenta que digamos. Le pido disculpas y ella responde una verdad simple e irrefutable que me liquida: los turistas solo tienen que llegar a tiempo.

Camino a la van, siento que la brisa se me cuela por el pecho, ahora sí me importa el frío, así que cierro bien la chaqueta. Subo al carro. Arrancamos. Duermo. Despierto. Vuelvo a dormir. Habrán pasado dos horas y empieza a amanecer y este sol es tan tierno que no parece el mismo de Cartagena. Las montañas, los nevados y los riachuelos dibujan un paisaje simplemente majestuoso. A medida que nos alejamos de Cusco por carretera, pasamos por pueblitos ocres, como Pampa Chiri, el más cercano a la Montaña, donde la gente no pinta sus casas, pero sí usa ropa a ‘full’ color: las señoras bajitas con faldas negras bordadas con rojos, azules, verdes y fucsias infinitos, sombreros con pompas todavía más coloridas; caminan los niños con sus cachetes rojos y sus cabellos negros; abundan las llamas, alpacas y vicuñas en los campos. Hay un tramo destapado, empieza a gotear y es tiempo de bajar para desayunar en una especie de campamento. Chocolate caliente para espantar el frío, un pedazo de pan con mantequilla y estamos listos para subir los 5.200 metros de este sueño. Nuestra guía ‘Champions’ (así se llama nuestro equipo), nos explica que la altura da duro, que da un dolor de cabeza terrible, que algunos se marean, vomitan y que hasta respirar se puede convertir en un reto. No siento nada de eso, en cambio, tengo un frío absurdo. Tanto el soroche -así se llama el mal de alturas-, como el frío, pueden atenuarse masticando un buen puñado de hojas de coca, pero me rehúso a creer que necesito ayuda para resistir, así que no, gracias… Lo que sí acepto es una taza de mate de coca, porque bebería hasta agua caliente para quitarme el efecto de los tres grados centígrados.

Ahora, vamos camino a los caballos. Hay quienes se aventuran a subir a la cima a pie, pero no estoy tan loca como para intentarlo, después de todo, vengo de una ciudad con cero metros sobre el nivel del mar y donde la sensación térmica alcanza, fácil, fácil, los 39 grados centígrados. El recorrido hacia la cima tarda unas dos horas y yo prefiero subir a caballo. Nos acercamos a un grupo de campesinos, los ‘pilotos’ de los caballos, y apenas nuestra guía los solicita, ellos se forman sonrientes en una fila india. Mi ‘piloto’ se llama Rufino. Es un señor flaco, a veces sonríe y calla. No sé si es que es tímido, si no entiende muy bien el español -su idioma nativo es el quechua- o si es que no quiere hablar conmigo, pero la mayoría del tiempo calla.

Rufino camina mientras sostiene una cuerda, o cabestro, con el que jala el caballo. Le va indicando el camino. Me impresiona que usa chancletas… ¡Válgame Dios!, chancletas con esta temperatura. Y tendría que ver usted cómo camina por charcos de agua semicongelada, como si nada en el mundo, con los talones descubiertos y con un pantalón de una tela delgadita, de esos clásicos que usan los señores en Colombia, eso sí: lleva ruana y una especie de tela donde guarda hierba para alimentar a su caballo.

Hemos recorrido una media hora a caballo y Rufino me dice: “Mami, bájese -abre los brazos-, agárrese”, me ayuda a bajar del caballo, el tramo es muy irregular y el animal puede resbalarse, así que es mejor caminar.

Un paso, dos pasos, tres pasos, me falta el aire. Diez pasos, respiro profundo y me detengo. Veinte pasos, hijuemadre, siento que no puedo más. Veintiún pasos, cada pierna me pesa una tonelada. Y todo lo que puedo hacer es reír… Este ataque de risa absorbe aún más mis energías y justo cuando siento que no podré dar otro paso: ¡Aleluya, ha vuelto Rufino! De nuevo a caballo, andamos más camino y parece que me cayera la gota fría cada vez que Rufino dice: “Mami, bájese”.

A lo lejos, veo un letrero verde con tres palabras que no me hacen muy feliz: “Final de caballos”. Bueno, me figuró caminar hasta la cima poquito a poquito, suave, suavecito… ¿Y cómo más?, aunque quisiera ir rápido no podría: ha llovido, hay barro y ¡nieve! Por primera vez en mis veintisiete años veo nieve, resbalosa, por cierto, pero hermosa. Y allá, en lo más alto, se alza imponente la cima con sus siete colores.

En realidad se llama Vinicunca, pero también le dicen Montaña Arcoíris, y es una verdadera maravilla que los nativos descubrieron hace poco más de tres años, luego que el calentamiento global derritiera la nieve que la cubría. Parece que Dios la hubiera pintado a mano, que hubiera esparcido polvos de colores con la dedicación de un artesano. Y quizá: la montaña debe su increíble coloración a la riqueza de minerales de su suelo. El rosado es por la arcilla roja, fangolitas (fango) y arilitas (arena). El blanquecino, por la arenisca cuarzosa y margas, ricos en carbonato de calcio. El rojo por compuesto las arcilitas (hierro) y arcillas pertenecientes al terciario superior. El verde se debe al compuesto de filitas y arcillas ricas en ferro magnesiano. El pardo terroso es producto de fanglomerado compuesto por roca con magnesio perteneciente a la era cuaternaria. Y el color amarillo mostaza por las areniscas calcáreas ricas en minerales sulfurados.

Ahora, la foto con los brazos arriba, con los colores de fondo y con ganas de gritar que no me morí en el intento. Un momento para observar, para ver la nieve, para respirar bien. Miro a mi alrededor y esperen: hay un señor en la cima con una chaza, ¡hágame el favor, una chaza! Empieza a nevar y entiendo que don Jósteno, de 62 años, venda té de coca y barras de chocolate, hasta mecatos… ¿pero cervezas? Ajá, cervezas Cusqueñas, ¡y hay quienes las compran! Mientras le compro un té de coca por yo no sé cuántos soles, él me cuenta que lleva un año larguito vendiendo ‘cositas’ allí. Que el frío no le hace y sonríe, siempre sonríe. Mientras bebo mi té y veo a un par de llamas vestidas con telas coloridas, va pasando un poco el frío. Un niño y sus pantalones cortos, una señora en faldas… Me pregunto si aguantarían un mediodía de julio en Cartagena.

Es tiempo de bajar. De regreso al punto donde dejé a Rufino, vuelvo a sentir cómo el oxígeno abandona mis pulmones. La brisa fría vuelve a quemarme la nariz. Los copitos de nieve que caen en el sombrero de Rufino y en las orejas de su caballo, me recuerdan que estoy a 4.355 kilómetros de Cartagena.

Cada vez nieva más, y ahora siento que el frío es el precio que se paga por conocer este pedazo de paraíso. Y volvería a pagarlo. 

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