Por Javier Francisco Hernández
¿Se puede nacer y empezar a morir al minuto siguiente? ¿Puede pasarse uno toda la vida agonizando? Yo sé que sí, pero también sé que se puede reencarnar.
Mi nombre es San Pablo, Hospital San Pablo de Cartagena, mucho gusto. Estoy aquí para contar la historia de cincuenta años en los que nací, agonicé, morí y resucité varias veces. Y al final reencarné.
Empezaron a concebirme un día de 1951. Mi padre, Jorge Leyva (Ministro de Obras de Colombia), sabía que me llamaría hospital, pero creo que el segundo nombre me lo puso Laureano Gómez (Presidente entre 1950 y 1951). Nací el día que me inauguraron, el 23 de agosto de 1952. El 10 de febrero del año siguiente recibí a mis primeros pacientes.
10 de febrero, 1953
Hoy han llegado los primeros pacientes, seis, para ser exactos. Creo que los médicos todavía no tienen sus herramientas; yo, por lo menos, aún no me siento preparado. Pero no importa, para esto me construyeron. Todos los que vinieron tienen tuberculosis, les llaman “los dañados”. A mí no me asustan, no le tengo miedo a nada, mis paredes y pisos soportan lo que sea. No hay mal que pueda quebrantar mis ladrillos, cuidaré de todos los que me necesiten porque tengo entendido que no hay nadie más como yo en la región.
1966
No he parado de trabajar, siempre me traen pacientes nuevos. La energía de los médicos y el voluntariado es inagotable. Hemos tenido días malos, muy malos. Días en que los recursos no alcanzan por más que traten de rendirlos. Mi pintura oscureció y algunos pisos se rajaron, pero estoy bien, siempre puedo recibir a un paciente más.
1972
Las personas ya no le temen a la tuberculosis, han aprendido a curarla. Mis cuartos y pasillos no están tan llenos como antes, lo cual me alegra; significa que los enfermos pueden irse a casa con sus seres queridos. Solía ver a muchos pacientes cuyas familias los dejaban aquí y nunca más volvían para visitarlos, era triste. Ya no pasa tanto, los nuevos medicamentos han reducido la contagiosidad y el tiempo que los enfermos tienen que pasar metidos aquí. Las cosas van bien.
1974
De repente han llegado muchos pacientes de áreas que yo no manejo. He escuchado que hermanos míos están moribundos, sus columnas y techos cayéndose a pedazos; necesitan que yo cuide a sus enfermos por algún tiempo. Para unos pacientes han adaptado salas que yo tenía vacías poniendo rejas y construyendo celdas; esa parte de mí parece una cárcel. A estas personas que los médicos califican de padecer enfermedades psiquiátricas, sus familias también les huyen.
1976
Me he quedado medio vacío otra vez. Un nuevo hermano mío, el Hospital Universitario, recién construido, se llevó a casi todos los pacientes que yo recibí hace dos años. Me han dejado a los de psiquiatría, a los que nadie entiende. A veces los mismos médicos que deben cuidar de ellos, pierden la paciencia. Siento que no estoy preparado aún, me faltan lugares tranquilos para aislarlos, salas para tratarlos pero: ¿Qué se va a hacer? Los recibo con aprecio. Creo que mi destino está en cuidar, como pueda, a los que nadie más en esta región quiere atender.
1983
Me están cambiando cosas de nuevo, ahora para atender a pacientes que los médicos llaman “farmacodependientes”. He escuchado que se les considera enfermos desde hace poco, que antes no eran los médicos los que cuidaban de ellos, sino la Policía; su tratamiento era meterlos en celdas y nada más. Si algo he visto en estas tres décadas de vida, es que los enfermos de tuberculosis y los de psiquiatría definitivamente no se curan con encierro y una cama. Han tardado mucho en darse cuenta que los “farmacodependientes” tampoco se curan así, porque los que me traen llevan varios años enfermos, cada vez más necesitados de cual sea la sustancia que consumen.
Los cambios incluyen un nuevo pabellón, he escuchado que le pondrán ‘El Cóndor’ en honor a un pintor —no de los que pintan mis paredes, sino de los que pintan cuadros— llamado Alejandro Obregón. Me emociona crecer y atender mejor a los pacientes.
1988
Estoy cumpliendo 35 años, cuántas cosas han pasado desde el primer día. Neumología, tuberculosis, cirugía de tórax, terapia respiratoria, psiquiatría, farmacodependencia, alcoholismo, terapia ocupacional, cardiología y odontología; tantos males que cubro ahora y que en el 53 nunca hubiera imaginado que llegaría a atender. Pero tanto ajetreo ha cobrado cuentas en mí. Tengo salas en estados muy precarios, no se les pinta ni se les retocan las paredes y pisos desde mi construcción: ¿Cómo pretenden que alguien que está sufriendo se recupere, viéndome así de mal? Algunos médicos se han esforzado para que mejore mi aspecto, pero no se ha logrado mucho. Al menos no me estoy derrumbando, de eso estoy seguro.
1993
Hay mucha discusión entre los médicos, al parecer se ha cambiado algo escrito en un papel, y eso resulta sumamente importante. En mis pasillos escucho a todos hablando de lo mismo, le llaman ‘la ley 100’.
1996
Costo operativo, desventaja en competitividad, ineficacia, estoy cansado de esas cosas. Me construyeron para ayudar a los enfermos, ¿por qué no es esa la prioridad?
2007
No entiendo nada. Me han abandonado tantas veces que ya no sé cuándo se irán para no volver. Se van los médicos, se van pacientes y días, a veces semanas después, vuelven. Cada momento que pasa estoy más débil… pero eso no es lo peor. Lo peor son los pacientes que no alcanzaron a entrar. He visto a gente morir en mis narices, a unos pasos de la entrada, ¿por qué? ¿Ya no sirvo? Nunca había visto nada así, en cincuenta años muchos han fallecido aquí pero nunca sin ser atendidos, nunca sin que los médicos trataran de salvarlos. Vi una ambulancia que dejó a una mujer tirada en el andén, sufrí mientras la vida abandonaba su cuerpo lentamente, y nadie hizo nada. No entiendo, no entiendo, ya nada funciona como debería, ¿Será, tal vez, porque cada día estoy menos completo?
17 de enero 2008
Los médicos hace tiempo se fueron. Solo quedaban poco más de cincuenta pacientes psiquiátricos, y algunas enfermeras que los cuidaban como podían. Pero ayer ellos también se marcharon, me dejaron solo. No los culpo, los medicamentos llevaban varios días agotados, y creo que ya tampoco hay comida. No recuerdo la última vez que alguien limpió mis ventanas o mis pisos, pero ya da igual, todo dentro de mí está lleno de polvo, la más insignificante brisa hace que tosa arena por las puertas que dejaron abiertas cuando se fueron. Este es mi final, no volverán nunca, lo sé.
2009
Llevaba tanto tiempo sin ver a una persona, que había olvidado cómo lucían, cómo se sentía que caminaran por mis destrozados pasillos. Lo único vivo por aquí son animales y plantas que crecen en los huecos de mi suelo. La brisa y el polvo han vuelto mis paredes grises, partes de mi techo se cayeron y mis columnas tienen tantas grietas que no sé cómo no han colapsado; me avergüenza ser visto en este estado. Algo dentro de mí se rompió cuando los dos visitantes con cascos amarillos se me quedaron viendo por largo rato y uno dijera la palabra ‘liquidación’. El viento y la soledad no pudieron acabar conmigo, será por eso que vinieron a sacarme de mi coma, a matarme ellos mismos.
5 noviembre 2013
No morí, no completamente. Me siento raro, nuevo. Por primera vez, desde que nací, me siento limpio y reluciente. Ya no escucho dentro de mí las voces de los enfermos, ni de los médicos o enfermeras. Ahora caminan jóvenes, docentes, cargando libros, y sonriendo. Durante tanto tiempo cargué sobre mis hombros la enfermedad y la muerte, y me cuesta creerlo: ahora solo hay juventud y vida en mis pasillos. Parece que he reencarnado en un ser joven y radiante, y ahora no me llamo Hospital, han cambiado mi nombre por uno más largo: Universidad de Cartagena, sede San Pablo.
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