Facetas


La noche que el hombre pisó la Luna

GERMÁN MENDOZA DIAGO

19 de julio de 2009 12:01 AM

Pasadas las seis de la tarde, las primeras imágenes borrosas de la superficie lunar, enmarcadas por los contornos oscuros de la ventanilla del módulo “Eagle”, comenzaron a salir en el enorme televisor en blanco y negro que ocupaba media sala de la casa de la señora Rosina, en la Calle de la Tablada. Allí nos habíamos reunido unos siete muchachos de San Diego, y dos o tres adultos, para presenciar la transmisión en directo por televisión del acontecimiento más grande del siglo XX, como lo llamaban los periódicos y los noticieros de radio. Ocurrió la noche del domingo 20 de julio de 1969, yo acababa de cumplir 10 años, y dos días después regresaría al Colegio de la Esperanza a terminar el quinto de primaria tras las vacaciones de mitad de año. Fue un domingo extraño, apacible y algo aburrido al principio, porque en mi casa habían decidido no comprar arroz con pollo en el restaurante de los chinos, pero a medida que se acercaba la hora de la transmisión de la llegada del hombre a la Luna, aumentaba mi entusiasmo. Desde los 5 años, había seguido indirectamente la carrera espacial, porque mi hermano tenía una colección de cuadernos usados, en los que había pegado sistemáticamente todos los recortes de las primeras páginas de El Espectador y El Tiempo que hablaban del tema. Me acuerdo de un título de El Espectador sobre el acople de dos artefactos fuera de la atmósfera terrestre que decía “Rendezvous en el espacio”, y me habría de acordar por siempre de los que aparecerían el 21 de julio de 1969. El de El Espectador decía “Luna... Luna... Luna...” parodiando la exclamación de Yáñez Pinzón, subalterno de Colón, cuando divisó las islas del Caribe tras el largo viaje del Descubrimiento de América. El de El Tiempo era “El pie del hombre se posa sobre la Luna”. Es posible que mis compañeros de San Diego que me acompañaban frente al televisor de la señora Rosina no compartieran mi entusiasmo, pero no se despegaron del aparato hasta mucho después de la medianoche, cuando mi mamá me fue a buscar, excusándose tímidamente con la dueña de casa que sólo lanzó una risa despreocupada. Salimos en fila a la calle y vimos una medialuna brillante en el cielo despejado y sin brisa, tratando de descubrir entre sus pliegues una señal del módulo lunar, pero sólo vimos con la imaginación la extensa llanura de polvo menudo dentro del inmenso cráter cuyo nombre me había aprendido: el Mar de la Tranquilidad. El miércoles 16 de julio, cuatro días antes de la fecha de la Independencia de Colombia, del centro espacial estadounidense situado en Cabo Cañaveral –un estrecho promontorio en la Florida que en 1964 fue rebautizado Cabo Kennedy–, había partido un enorme cohete de 110 metros de altura llamado Saturno V, que pesaba casi tres mil toneladas, era levantado por una fuerza de 32 millones de newtons, y llevaba en sus entrañas la capsula “Apolo11”, el módulo “Águila” y a tres astronautas: Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, los dos primeros con la histórica misión de pisar la superficie de la Luna. Todos los días, la televisión colombiana pasaba informes especiales nocturnos sobre el avance del viaje espacial, y en las esquinas y parques, niños y adultos no hablábamos de otra cosa, aunque un mes antes la ciudad se impactó con el asalto a la oficina del Banco Comercial Antioqueño en la Calle de la Estrella, de donde una banda de ladrones logró sacar 450 mil pesos, después de matar a un policía de apellido Castro y salir huyendo a bordo de un taxi; y El Universal publicaba en cada edición actualizaciones sobre la captura de los ladrones, incluido el jefe de la banda, Jorge Osorio Ossa, alias “El Fideo”. La llegada a la Luna poblaba nuestros sueños infantiles de la madrugada, llenábamos las páginas de los cuadernos con dibujos del Saturno V, del Apolo 11 y del “Águila”, que parecía una araña; Jorge Porras improvisó un casco espacial, abriéndole un boquete lateral a un balde plástico que en su casa usaban para recoger agua, y llenándolo de antenas fabricadas con los canutos de hilo desocupados que siempre estaban tirados en el piso de la sala, porque su mamá era modista. Casi 25 años después, vi personalmente en el Museo Smithsoniano de Washington el traje espacial usado en la misión Apolo 11 y el casco me pareció menos auténtico que el fabricado por Jorge Porras. Dicen que la caminata de Neil Armstrong y Edwin Aldrin en la Luna fue una de las transmisiones más vistas en la historia de la televisión, por cientos de millones de personas en todo el mundo que duraron más de cinco horas pegadas a sus pantallas, observando con sombro las botas de los astronautas al momento de perforar el polvo lugar, dejando nítidas huellas para la posteridad. Esa noche, entre los pocos habitantes de Cartagena que no vieron la transmisión ni se interesaron por ella estaban el papá y la mamá de Óscar Miguel Noguera, un muchacho de 7 años de edad que había salido de su casa un día antes, el sábado 19 de julio, descalzo y con pantalón corto de color azul, y de quien no se sabía nada en ese momento. En una escueta noticia de primera página de El Universal, se le describía como de tez morena, un metro de estatura, cabellos crespos y ojos oscuros. Sólo unos cuantos obsesivos amantes del cine debieron asomarse a los 13 teatros existentes entonces, pero Sergio Fontalvo recuerda que a la función vespertina del Circo-Teatro fueron 8 personas, a pesar de que presentaban “Una extraña pareja”, con Walter Matthau y Jack Lemmon; y en la nocturna del Padilla se veían únicamente 22 personas que prefirieron las ingenuas picardías amorosas de Julio Alemán y Sonia Infante en “S.O.S. Conspiración Bikini” a la histórica caminata del hombre sobre la Luna. Aunque las históricas palabras de Neil Armstrong debieron ser la primera cita importante transmitida en directo, a decir verdad, no me acuerdo en absoluto de haberlas oído, entre otras cosas porque el sonido del televisor de la señora Rosina no era claro y ninguno allí sabía inglés. Sin embargo, me las aprendí de memoria, tras leerlas cientos de veces en los periódicos y oírlas repetir en los noticieros de radio y televisión: “One small step for man, one giant leap for mankind” (un paso pequeño para el hombre, un salto gigante para la humanidad). Me acuerdo, sí, de otras palabras menos trascendentales que dijo Armstrong a los pocos segundos de haber pisado la superficie lunar y que tradujeron en la transmisión, para describir el suelo como una playa de polvo fino. Además, yo quedé un poco decepcionado por la pobreza de las imágenes, esos saltitos ridículos que daban Armstrong y Aldrin sobre la superficie de la Luna y que en lugar de hacernos abrir la boca de estupefacción, nos causaron mucha risa. En aquel entonces, la tecnología electrónica estaba en pleno desarrollo, y el módulo lunar no disponía de un ancho de banda suficiente para garantizar una transmisión fluida hacía la Tierra, por lo que las imágenes enviadas, aunque estaban en un formato que permitía diez cuadros por segundo y 320 líneas de resolución, debían ser convertidas al estándar de televisión para su transmisión en directo, lo que reducía el contraste y el brillo y les añadía mucho ruido electromagnético. Esas imágenes quedaron almacenadas en su formato original, en bobinas de cinta magnética de una pulgada de ancho, junto con los datos de mediciones técnicas del viaje, y se dice que durante muchos años nadie en la NASA volvió a hablar de ellas, pero cuando se iba a cerrar el laboratorio de análisis del Centro Goddard, donde existían los únicos equipos capaces de leerlas, ciertos veteranos funcionarios se acordaron de las cintas y pensaron que sería una buena idea pasarlas a un soporte mucho más evolucionado y con mejor tecnología de tratamiento de imágenes. Pero las cintas se habían esfumado, y empezó entonces el alud de teorías de conspiraciones, extraterrestres y secretos, que ha resultado mucho más truculento e imaginativo que todos los guiones de los Archivos X juntos. En 2005 aparecieron unas películas en celuloide formato Super 8, filmadas directamente del monitor original por un técnico llamado Ed Von Renouard, que son las imágenes en movimiento más nítidas de aquella caminata lunar. A veces añoro el asombro de ese niño que fui a los 10 años, de cabello rubio cortado casi a ras, con dos remolinos situados en la unión entre el occipital y los temporales, viendo los pasos de un hombre sobre la Luna. Me pregunto si quedará algo de asombro en los niños de ahora que se pasan eternidades frente a sus computadores o consolas de videojuegos, conviviendo con fantasías más elaboradas y coloridas que la conquista espacial, con los más extremos delirios de la imaginación hechos realidad. Con motivo de cumplirse 40 años de aquel viaje a la Luna, esta semana se ha recreado la hazaña en numerosos sitios de Internet. Cientos de ellos han sido diseñados exclusivamente para niños, algunos con espacio para que los pequeños cibernautas dejen sus impresiones, como el que se encuentra en la dirección www.caerolus.com/ciencia/dia-en-que-hombre-piso-luna.html. Leyendo los comentarios de los niños que visitan la página, comparto su escepticismo, especialmente el de Panxo, quien escribe con suficiencia: “No creo que hayan llegado a la Luna, es mentira, entonces ¿por qué no han hecho más viajes?” Por suerte, todavía sobrevive en otros la idea romántica que vincula a la Luna con el amor, como La Tokii, quien escribió: “Yo no creo que el hombre haya llegado a la Luna. O me pregunto: ¿Por qué está la bandera? Si la gente llega a decir que el hombre no llegó a la Luna, no se va a poder festejar más el Día del Amor y la Amistad, pero dicen que se festeja porque el hombre llegó a la luna”.

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