Este pasado de sangre y pandillas tiene que quedar atrás. Sepultado, como las víctimas que carga encima.
Uno. Walter Márquez no niega sus pecados. Para qué tapar el sol con la mano: desde los quince años fue criminal. Atracaba, peleaba…se daba bala y piedra con el que fuera por simples y estúpidas fronteras “imaginarias”. Estamos en el sector La Magdalena, en Olaya Herrera.
“Hay algo de ese pasado que me marcó y que jamás olvidaré, pero estoy intentando superarlo. Hace unos años, fui a la casa de un amigo para invitarlo a una fiesta en El Bosque. La mamá no quería dejarlo salir, pero él, después de yo insistirle tanto, se fue conmigo. En la fiesta se armó una pistolera… comenzamos a pelear con otro grupo y a él lo masacraron. Intenté evitarlo, pero no pude. Lo mataron. Todavía me duele ese dolor de su mamá, porque yo lo saqué de su casa casi a la fuerza. Ese día me marcó”, recuerda, sentado en un banquillo, frente a una pulidora. Empuña una concha de coco seca de la que creará una pulsera, la mira fijamente y la pule. Tiene tanto cuidado, que parece pulir sus sueños. O el futuro de su hijo, que tiene un año.
Nunca atracó en su sector, pero compró un revólver para “limpiar” en otros barrios. Para pelear “como los buenos”. Para “ganarse” la vida a la brava. Consumía cualquier tipo de droga. Ese pasado miserable es, precisamente, cosa del pasado. Dice Walter que ha cambiado la sangre por las artesanías.
Juan López tiene dieciocho años. Los papás lo abandonaron desde niño y de su mamá nunca ha vuelto a saber. Lo criaron sus abuelos y se sumergió en el infierno de las drogas y la delincuencia a los catorce años. La oveja negra de la familia es casi un niño, pero conoce bien el significado de arrepentirse. “Siempre pensé que la pelea era la forma más fácil de hacerme respetar por el que sea. No me importaba morir en la batalla… Hace tiempo le disparé a alguien que aún no se recupera. A esa persona le pido perdón de verdad”, añade. Juan también decidió apostar a las artesanías.
Walter, Juan y dieciséis expandilleros más (entre ellos, varias mujeres) comenzaron un proceso arduo y lento, pero efectivo, al parecer. Se llama “Resocializamos Jóvenes en Riesgo”, que trata de incluir a estos muchachos a la sociedad a través de fabricar y vender artesanías y lo dirige Alfredo Barrios. No hay política, ni politiquería.
Hay paz en el ambiente, se siente el perdón. Estos 'pelaos' han perdonado a la vida que los abandonó a la suerte. A los padres que no velaron por ellos. Al contexto que ha sido hostil. Han cambiado las armas por coco, nácar y cacho...han perdonado gracias a la oportunidad que les dio Alfredo, cuando nadie daba un peso por ellos.
Dos. Alfredo Barrios se echó al hombro una tarea titánica. Lleva encima el rescate de estos dieciocho jóvenes que abandonaron las armas y el robo, para ganarse la vida con humildad y trabajo.
Sus pupilos están sentados en la terraza de la casa de Alfredo, en un sillón anaranjado que pega con el solazo de este mediodía. Las plantas colgadas al costado del sillón hacen que el clima se vuelva un tanto amigable. Y frente a sus muchachos, cuenta que en La Magdalena no había paz hace seis años, que las portadas de los periódicos eran protagonizadas por este sector casi que mensualmente.
“Entonces unos compañeros y yo dijimos: ‘nosotros tenemos que hacer algo’ y empezamos a dialogar uno por uno con los jóvenes que sabíamos que delinquían. Allí comenzó todo”, afirma.
Alfredo empezó creándoles un ambiente de juego, juntos entrenaban fútbol, pero la mayoría de ellos tenía familia y la responsabilidad de llevar la comida, y de alguna manera tenía que buscar el dinero, la solución de muchos era volver a robar. “Después de los partidos de fútbol, algunos seguían atracando, entonces pensamos que no era suficiente recrearlos y como yo sé hacer artesanías, me dediqué a enseñarles. Hoy todos saben hacer pulseras, aretes, cucharas, platos, adornos y jarrones. Esos los vendemos en el Centro Histórico o en las playas. En Medellín le proveemos a una empresa, esa es la única entrada fija que tenemos. A la semana, los pelaos se ganan entre 30 y cuarenta mil pesos”, dice Alfredo.
Ganando plata e invirtiendo el tiempo libre en trabajo, los jóvenes de La Magdalena no tienen por qué robar. Algunos han tomado cursos en el Sena, a otros les apasiona el arte y el teatro y a la mayoría la atrae el fútbol. Todos tienen un sueño común: ganar dinero con lo que les gusta hacer, pero limpiamente, y por eso se están preparando. Ya no pasan en la esquina. Hoy solo asisten a esa parte para rescatar a los que todavía están en “la vida mala”, como ellos le llaman…
Lo hacen inspirados por su líder, Alfredo, que dejó sus labores en salud ocupacional para dedicarse de lleno a la restauración social de sus muchachos.
Epílogo
Trabajan con las uñas, no hay un salario fijo y el taller queda en el patio de la casa de Alfredo. No hay respaldo suficiente de las alcaldías. No solo la actual. Dice él que en los veinte años que tiene como líder comunitario, ha visto que el Distrito ha sido asistencialista, pero no ha tratado el problema de fondo.
“La Alcaldía debe crear programas donde se complementen deporte, psicorientación, estudio, buen uso del tiempo libre y generación de ingresos, pero le apuntan a una sola actividad y mientras sea así, no habrá resocialización total”, plantea Alfredo.
Es que póngase a pensar y verá que el líder tiene razón. Si a una persona que solo sabe robar y que no estudia, le inventan un campeonato en la mañana, ¿qué va a hacer en la tarde para conseguir comida? Pues robar.
“Que yo tenga trabajo digno para la comida de mis hijos todos los días: para mí, esa es la verdadera resocialización”, dice Walter, el del primer párrafo.
Él mismo traza una línea sobre la destapada y pobre calle Quince del sector La Magdalena. Es mediodía. El sol calienta con furor. La traza frente a la casa verde fosforescente, la de Alfredo.
Esa línea, que puede significar división, es hecha con un trozo de concha de coco, su herramienta de trabajo.
¿Para qué la haces? –pregunto–.
Para borrarla y decir que no hay ninguna frontera entre Porvenir, La Magdalena y Playa Blanca. Todo lo contrario, hay paz –contesta Walter–. Esa línea significa paz y reconciliación.
¿Qué quieren ustedes hoy? –vuelvo a preguntar–.
Uno de ellos, Erson Ramos, con la mirada gacha, la voz frágil y quebrada, solloza y dice: “Yo siento nostalgia al recordar mi pasado. Ya no quiero mirar atrás sino p’alante. Junto a Ángel, Camilo, Juan, José, Carlos, Manuel, Walter y los otro diez ‘pelaos’ de La Magdalena, pulen una nueva vida.
[bitsontherun oMnyl0T5]
Comentarios ()