Por: Sofía Flórez Mendoza
Es domingo, después de muchos años, he vuelto al Parque del Centenario. Estar aquí me transporta -irremediablemente- a mi infancia, cuando venía con mis abuelos para ver a las ardillas entre los árboles, a las iguanas o para vencer el miedo y acercarme al misterioso lago. Tendría 7 años, disfrutaba de cada rincón y, como yo, también muchos niños y familias.
Han pasado 5 años desde su remodelación y el parque luce distinto, no precisamente por su aspecto físico, a excepción de sus pisos, una pista de patinaje renovada y la fuente de colores, no hay mayor novedad. Tiene un aura de olvido y ¿desinterés?, el tiempo parece haber hecho un trabajo implacable: ahora dar con una iguana o ardilla es difícil. Bueno, mucho más difícil que encontrar sexo, sí, sexo.
Es domingo y me sorprende ver la cantidad de prostitutas, cuento unas veinte -aunque no he usado ni me han ofrecido su servicio- es fácil reconocerlas, su actitud y atuendos aclaran cualquier duda. ¿De cuando acá el parque se convirtió en el lugar de ellas? Nadie lo sabe, nadie tiene una fecha exacta, lo cierto es que muchos no recuerdan al parque sin prostitución.
“Llevo más de 20 años aquí, solo me fui cuando lo iban a remodelar, pero siempre han estado las chicas. Es más, ahora hay menos, porque se han regado por otros lados, esto pasaba lleno”, me dice Alonso, un vendedor de tintos, y con él concuerdan trabajadores de lugares aledaños. Hasta se atreven a decir que la prostitución tiene la misma edad que el parque.
¿Se equivocan? Quizá, pero ellos, así como el obelisco que se alza en medio del parque, son testigos del trabajo diario de las fieles inquilinas. Ellos ven lo que quizá mi inocencia años atrás nunca me permitió.
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Acercarse a ellas no es fácil, su hostilidad frente a las mujeres intimida. A menos que tu entrepierna ostente el título de hombre u ofrezcas una tentadora suma de dinero, es casi imposible interactuar.
Por treinta mil pesos Leidy* y Patricia* están dispuestas a hablar conmigo. Treinta mil pesos equivalen a una hora de su trabajo, una hora en la que sus cuerpos tienen que estar dispuestos a los deseos (a veces vejámenes) de un desconocido, por eso treinta mil pesos por hablar conmigo es librarse de al menos un encuentro indeseado.
Sus miradas son frías, llenas de desconfianza.“Esto es muy duro, ¿tú sabes lo que es estar con una persona que uno no quiere estar?, uno lo hace por necesidad, mama, yo tengo dos hijos, esto es duro”, empieza Leidy, viste un short de lycra gris, ombliguera negra y lleva 9 años ofreciendo sus servicios en el parque.
Leidy, de piel morena, abdomen, labios, senos y trasero pronunciado, nació en Cartagena el 26 de noviembre de 1989, tenía 17 años cuando su padre murió -por alguna razón que prefiere no mencionar-, dos años más tarde su madre empacó maletas y se fue a vivir a Bogotá para buscar un futuro mejor, mientras Leidy ya cambiaba pañales a los 19 años.
A falta de una profesión, apoyo familiar y opciones de trabajo, conseguir marido parecía ‘ganarse la lotería’. Leidy, la mayor de tres hermanos, siguió el ejemplo de muchas otras y terminó viviendo con quien sería el padre de sus dos hijos y sostén del hogar, pero, como en todo juego de azar, la suerte le duraría poco. El intermitente trabajo de albañil de su entonces marido amenazaba su bienestar y el de sus dos pequeños.
Con 20 años, salió a ‘rebuscársela’ y terminó como ahora: sentada en uno de los pretiles del parque. “Yo llegué a este parque decepcionada de la vida, el marido que yo tenía trabajaba como albañil, pero eso no era algo que le salía siempre, entonces a veces teníamos con qué comer y a veces la pasábamos maluco, y como yo no tenía a mi mamá y ya mi papá se había muerto, un día un muchacho que me encontré aquí en el parque me convidó para que me acostara con él por plata y, bueno, desde ahí me metí en esto”, ese muchacho del que ya no recuerda el nombre le indicó el camino que escogería para su vida: ser prostituta.
“Cuando mi mamá se enteró quería llorar, me preguntaba ¿por qué?, me decía que yo no pensaba en las malas horas y tenía razón. Un día un cliente casi me mata, me estaba ahorcando porque ya se le había acabado el tiempo y no quería dejarme salir, tú sabes que hay hombres que cuando se meten su vicio empiezan con la vaina, pero yo me le paré”, me cuenta Leidy, que ahora tiene 29, ese comienzo poco ‘prometedor’ no la intimidó, por el contrario, la ha mantenido durante nueve años sorteando la vida entre días buenos y malos para pagar el vestir, comer y cualquier necesidad en su casa y en la de sus hermanos.
“Lo mínimo que yo cobro son 30 mil, menos no puedo, cuando esto está solo me voy tarde, en un día muy malo no consigo ni un peso, hay días que me voy limpia pa’ mi casa, por eso cuando me va bien yo guardo plata pa’ mi comida, si no me toca irme donde algún amigo y así capturo pa’ mi cuadre, la comida y pa’ mi taxi”.
En sus nueve años como prostituta se ha enamorado un par de veces. “La gente cree que no, pero uno se enamora, uno tiene clientes que son fieles con uno y uno se encariña, pero ajá, esto no lo aguanta todo mundo y si no me van a querer con lo que hago, o no me van a mantener, entonces que se abran”, y también ha peleado unas cuantas más... “Uff, mama, aquí se forman las peleas que tú quieras, es que a veces las otras se quieren meter con uno y ahora hay mucha venezolana y ellas quieren dejar el trabajo más barato”, se lamenta Leidy.
“Le echaba embuste a mi marido y le decía que yo trabaja acá, en el Centro, y vamos a ver que un día me pilló el que era mi suegro, tú no sabes el miedo que me da que me vean así mis hijos”, me comenta Leidy.
-¿Has pensado en dejar esto?
-Sí, pero ajá mama, ¿qué más puedo hacer?
***
El 31 de diciembre de 1972, la multitud contaba las horas para incinerar los muñecos de año viejo, mientras en alguna clínica de la ciudad nacía Patricia, la menor de tres hermanos. A diferencia de Leidy, Patricia lleva la mitad de su vida -o más- en esto, por más de veinte años este parque la ha acogido sin juzgarla. Tiene 45 años y sus atractivos van en declive. Ella no lo desconoce, por eso viste sus mejores prendas, un vestido ceñido deja al descubierto sus flácidas piernas. Los años la han obligado a cobrar menos de la tarifa estándar.
“Me ha tocado a veces menos, cobrar veinte, quince mil cuando el día está duro. Cuando es así uno no se quita toda la ropa y nada más es un ratico. Un día como hoy no he hecho nada, por eso fue que dije que sí para hablar con usted”.
A falta de un padre que respondiera, la madre de Patricia les consiguió un padrastro que no perdió la oportunidad de aprovecharse de la pequeña.
“Mi padrastro me intentó violar cuando tenía 10 años, yo le dije a mi mamá pero ella nunca me creyó”, dice Patricia con la voz entrecortada.
“No conocí nunca a mi papá, a los 12 años empecé a trabajar en casa de familia, que fue cuando me fui de mi casa porque me trataban muy mal, hasta mi mamá”, confiesa.
La falta de afecto, de un hogar y de oportunidades la empujaron a brazos de cualquier hombre, y con 14 años Patricia ya cargaba a su primer hijo. “Tuve mi primer niño a los 13 años y después a los 15 tuve el segundo, ellos están ahí, pegaditos”.
La vida se le convirtió en una montaña rusa entre maridos de a ratos y amantes de una noche.
“Una amiga mía me trajo hasta acá para trabajar, para ser dama de compañía y hacer el amor con los hombres, entonces ajá, me metí a trabajar. Ahora tengo 45, en ese entonces yo debía tener unos veintipico, ya tenía a mi hijo, el mayor. Después me fui a trabajar en Bogotá en una casa de familia y trabajé en este negocio también, después me vine y salí embarazada de mi tercera hija”.
“Mi mamá murió hace 9 años, ella me decía que ya estaba bueno, que buscara un trabajo, y es que yo trabajaba en casa de familia pero los trabajos están muy duros y, cuando no había, me tocaba volver a esto”.
Patricia escasamente reconoce y escribe las letras de su nombre, pero sabe perfectamente cómo poner un condón y tiene claro que si no lo usa: quedará embarazada o será víctima de alguna enfermedad. “Hay hombres que a uno le ofrecen buena plata por hacerlo sin nada, pero no yo no me arriesgo”.
-¿Qué es lo más difícil de trabajar en esto?, pregunto.
-Lo más difícil es que uno sabe a qué se expone, hay hombres que son muy patanes, groseros, a veces le exigen muchas vainas a uno, aquí uno tiene que tener mucho cuidado.
-¿Tus hijos saben a qué te dedicas?
-Ellos saben pero no les gusta que yo esté en esto. Pero ajá, necesito la plata.
-¿Algún día lo dejarás?
-Sí, he pensado dejarlo, de pronto este año, no sé, a mí no me gusta estar atenida a nadie. Mientras pueda yo misma me mantendré.
Es domingo, el parque se debate entre la oscuridad y la luz amarilla de algunos reflectores que aún funcionan. Son las 8 de la noche y el día apenas empieza para Leidy y Patricia, que después de hablar conmigo van a buscar sus primeros clientes. Los pocos visitantes van saliendo, mientras mujeres de todas las edades, orígenes y aspectos desfilan.
Aunque la competencia cada noche es feroz, hay para todas, para todo tipo de mujer llega un cliente, algunas se van en carros, otras buscan cualquier rincón en el parque, otras cruzan a las residencias, que dan tarifa especial si llevan clientes. Leidy y Patricia se pierden de mi vista, pero seguirán fieles a este parque y a la prostitución. Las horas pasarán, Leidy, Patricia y el resto de mujeres dicen que no se irán del Centenario hasta encontrar quien les arregle el ‘día’ y puedan volver a casa con la certeza de que cuando amanezca tendrán, al menos, con qué comer.
*Nombres cambiados a solicitud de la fuente.
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