Luz Estella Narváez leyó en los labios de un grupo de hombres sus sucias intenciones. “Los tipos dijeron: ‘vamos a atracar ese taxi’. Me di cuenta de la actitud sospechosa y sentí lo peor”, me dice. Ella manejaba el vehículo a las oscuras 4:30 de la madrugada y justo pasaba por la solitaria ‘curva peligrosa’ de El Pozón, uno de los sectores más temidos de Cartagena. La manada de malhechores se le encimó para rodearla con el vehículo andando y cuando casi se saboreaban el botín que suponía el robo, cuando el corazón de aquella taxista prácticamente estaba a punto de estallar de nervios, el pasajero que transportaba, literalmente, se lanzó a salvarla.
“El muchacho se tiró del carro andando y les advirtió que cuidado me iban a atracar, qué él me conocía, enseguida se apartaron y ahí fue cuando confirmé que efectivamente iban a robarme, ni siquiera se habían dado cuenta de que era una mujer quien manejaba el taxi. Quién sabe qué me hubieran hecho. El pasajero era uno de cinco trabajadores de un hotel a los que les hice un recorrido, fue al último que dejé allá, en lo último de ese barrio. Después, me dijo que salie rarápido de El Pozón, con los vidrios arriba y sin pararle a nadie”, recuerda.
Temblorosa, agarró el timón, se armó de valor para marcharse del barrio y le volvió el alma al cuerpo. Ya algo similar le había sucedido, años atrás, cuando apenas se iniciaba como taxista en las calles de Cartagena. La novata transportadora era caleña y no conocía los recovecos de la ciudad, no sabía dónde, en qué parte de las entrañas de Cartagena, podía correr algún tipo de riesgo.
“Pues agarré una carrera de noche, la señora llevaba a la hija menor de edad que acababa de dar a luz y tenía al bebé en sus brazos. Me pidieron que las llevara a Santa Rita, yo no sabía bien dónde era, les dije que me indicaran.
Cuando llegamos ahí, me dijeron que subiera por una loma y comencé a subir y a subir, a medida que avanzaba me daba cuenta de que el ambiente se ponía pesado. Luego comenzamos a bajar por una calle llena de piedras, y yo sí veía que a medida que avanzaba la cosa se ponía más y más feita, hasta que le dije a la señora que ya no podía avanzar más, no podía pasar de ahí.
Respondió que no me preocupara que ella me acompañaba y así fue. Dejó a la muchacha con el bebé en casa y me sacó hasta Santa Rita de nuevo. Después que le conté a mi esposo y a mi familia, me dijeron que cómo había ido a parar por allá y fue que me enteré que había llegado
hasta Loma Fresca, pero yo ni idea. Gracias a Dios no me pasó nada y nunca me han atracado”, narra.
Luego de seis años de ser taxista en Cartagena, ya Luz Estella conoce todos los rincones de la ciudad. En su natal Cali, nunca, por nada en la vida, se hubiera atrevido manejar taxis. Ella era operadora de radio de una empresa de taxis y por quince años escuchó muy de cerca las historias funestas de taxistas que aparecían muertos o amarrados y malheridos en algún cañaveral, tras ser asaltados. Vivía de cerca todos los peligros a los que estaban expuestos los conductores de taxi en esa ciudad, incluso a los que estaba expuesto su esposo, un taxista del que se enamoró siendo radioperadora.
Pero aquí, en Cartagena, ella sí se atrevió a manejar un amarillo.
“Nosotros llegamos acá a aventurarnos hace ocho años, porque en Cali la situación no era muy buena. Aquí comenzamos de cero. Mi esposo consiguió trabajo a los cinco días, pero yo tardé cinco meses. Comencé trabajando como paletera en el tramo 5B de Transcaribe, el que iba de la India Catalina al Pie de La Popa. Ahí hice de todo un poco, terminé repartiendo tintos, instalando poli-sombras, talando árboles y hasta limpiando cunetas, quité los adoquines del sector de Chambacú. Finalmente me salí porque no pagaban, pero, curiosamente, el día que fui a llevar la carta de renuncia, ya ellos tenían una carta de despido. Entonces, mi
esposo me propuso que probara con el taxi, yo sabía manejar pero yo le tenía tanto miedo a las busetas de Cartagena que le pagué a un señor para que me enseñara a manejar en medio de los trancones con esas busetas. Cuando superé ese miedo, comencé haciendo colectivos del Centro a Bocagrande, porque no me atrevía a ir a otros barrios”, me explica.
Y nos cuenta otras de sus anécdotas al volante en horario nocturno. “Otra noche recogí a un señor en Bocagrande, iba para El Recreo, estaba borracho. Antes de montarse le advertí: no se vaya a dormir porque yo no sé dónde vive usted.
Preciso, al llegar a El Recreo, el tipo se había dormido y yo no sabía qué hacer, no encontré forma alguna de despertarlo. Me tocó irme al CAI de Ceballos y explicarles a los agentes lo que pasaba. Allá lo dejé en la Policía durmiendo, pero perdí la carrera porque obviamente no me pagó”, comenta. Es inevitable que por lo menos una vez al día, cuando hace carreras en su taxi, la elogien porque son contadas las mujeres que en Cartagena hacen lo mismo que ella.
“Eso es algo que siempre me pasa, es un comentario que escucho todos los días, la gente se sorprende. En Cali, en Medellín o Bogotá, sí es más frecuente ver mujeres taxistas, aquí no tanto, yo particularmente conozco a tres o cuatro en Cartagena. Me dicen que nunca habían visto a una taxista y hasta me felicitan. Una vez un señor se montó y dijo: ‘mujer al volante, accidente seguro’, le respondí que tal vez accidente seguro sí, pero muerte segura no, porque las
mujeres somos más precavidas al volante”, añade. Cuenta que alguna vez persiguió por todo el aeropuerto Rafael Núñez a un pasajero que dejó olvidado su teléfono celular en el taxi. La recompensa fue la expresión del hombre que no encontraba cómo agradecerle por devolverle el aparato.
“El otro día se subió una señora bastante mayor, viejita. Iba hacia Bocagrande, desde que se sentó yo sí la veía afanada rebuscando algo en el bolso, no sabía bien qué. Cuando le pregunté exactamente a qué lugar iba, me respondió: ‘Aquí, déjame aquí, pero yo no tengo con qué pagarle, no le voy a pagar’. Le dije que bueno, que se bajara entonces. No me dio rabia, me dio fue mucha risa la señora”.
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Lo más complicado del oficio para Luz Estella, no está en ser mujer como tal o en las 12 horas le toca trabajar al día, está en que como cualquier taxista, a veces, regresa a casa con las manos vacías.
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