Facetas


Lorenza multiplica los panes

GUSTAVO TATIS GUERRA

17 de septiembre de 2017 09:52 AM

Dice que cuando vino al barrio San Francisco hace más de cincuenta y dos años,  abrió trochas entre las hierbas altas y la maleza en el lodo. “Si me vas a dar una casa, señor, te la recibo donde me la des, aunque sea en el basurero”.

Lorenza Pérez Barrios, nacida el 23 de abril de 1940 en Maríalabaja, había visto en su casa que su madre tenía la costumbre de hacer un café comunitario, y todo el que pasaba se servía sin pagar un solo peso. También cocinaba en una paila enorme para que comiera todo el que quisiera, un sancocho del que se servía el que quisiera. Tal vez esa es una de las semillas de su espíritu generoso y desprendido.

Solo estudió hasta cuarto de primaria, pero conoció desde temprano las paradojas de la pobreza en medio de la riqueza, la exuberancia de su tierra en la que se producía arroz, maíz, plátano, yuca y ñame, y ahora solo se cultiva palma de aceite. La tierra era un paraíso donde nunca se agotaba la cosecha. Había todas las frutas y tubérculos y se bebía la leche al pie de la vaca. Desde muy joven se sumergió en las lecturas bíblicas y siempre se preguntaba cómo ir más allá del evangelio. Era como salir del libro al encuentro con los demás. Lo primero que se le ocurrió, al erigir años después su casa, piedra a piedra, con mucho sacrificio, en la Calle de la Fuente, fue crear un comedor comunitario para que almorzaran los niños de su comunidad. Empezó sobre un piso de tierra y en un espacio pequeño donde escasamente caben medio centenar de sillas de plástico en donde ochenta y cinco niños se turnan para comer. Inició su tarea con una gigantesca olla en la parroquia del barrio, en donde repartía arroz y sopa a los habitantes del sector Afriquita, dedicados al reciclaje. De la parroquia pasó al patio de su casa. Los primeros en llegar fueron los niños que comieron sobre cartones. Ella misma confiesa que no sabe cómo se ha dado todo, pero en los últimos dieciséis años no ha habido un solo día que falte el alimento de los niños. Antes del amanecer ocurren los milagros. Si antes no había ni siquiera un techo para guarecerse de la lluvia, solo la sombra fresca de un tamarindo, muy pronto llegaron los ángeles con tejas para habilitar el comedor. Con el primer premio recibido por su labor, ella lo invirtió todo en el comedor. Y siguieron llegando bendiciones. “Yo no he hecho nada”, dice ella con una humildad conmovedora. “Solo Dios sabe”.

El papa en su casa
Hace poco se presentó a su casa monseñor Jorge Jiménez Carvajal, Obispo de Cartagena, y ella desconcertada le preguntó: ¿Monseñor, y qué lo trae por aquí? Monseñor le puso la mano en el hombro y le contó que el papa ya sabía de su misión en Cartagena, y era muy probable que él llegara a conocerla personalmente.“No me diga eso, monseñor”, le dijo con sorpresa Lorenza. “¿Cómo el papa Francisco va a llegar a visitar a una mujer tan maluca como yo?- preguntó riéndose. La sola mirada de monseñor le sugirió que se prepara para esa visita.

La casa pintada de blanco es austera, pequeña, con pocos adornos, y sobre una mesa reposan dos esculturitas del papa. La luz de la calle entra por los barrotes de hierro de la ventana, y en una mecedora ella descansa sin dormir la siesta. Pero no descansa bien nunca porque poco antes del mediodía llegan los primeros niños que salen de la escuela, con sus uniformes, a comer en su casa. Ella recibe a los niños y las niñas con una paciencia infinita, y a cada uno le sirve un plato de arroz con lentejas, carne molida y un jugo de guayaba.

El domingo 10 de septiembre, en su visita a Cartagena, el papa Francisco tenía en su agenda de solo ocho horas, darle el abrazo y la bendición a esta recia y dulce mujer. Todo fue tan intenso a pocas cuadras de su casa, y el papa se inclinó a saludar a un niño y al frenar su auto se golpeó en el pómulo izquierdo y en la ceja, y unas gotas de sangre mancharon su hábito blanco. El papa pareció no inmutarse ante su propio dolor y siguió saludando y bendiciendo. A su llegada la casa de Lorencita, ella lo condujo a su cuarto y le entregó una toalla. Allí fue curado el papa. Y solo  dijo: “estoy para servir, no para que me sirvan”, y se burló de su propio dolor: “Me dieron una puñada”. Recorró la pequeña casa de Lorencita hasta el comedor comunitario. Hacía mucho calor ese domingo, pero en la casa, poco antes de llegar el papa, un viento helado acarició a toda la familia. “Es que el papa venía con la pura gracia del Espíritu Santo y su luz detuvo el calor de la casa”, dice Lorencita. “Fíjese usted, cómo está de caliente ahora, pero mientras estuvo aquí, su presencia fue algo más que una bendición física. Me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Me dijo: Lorencita, tu eres una mujer muy fuerte. Tú eres una mujer que vale mucho. Yo le dije que su sola presencia era ya la más grande bendición para mi casa, para el barrio y para Cartagena. Con dinero no se hace nada. Pero con esa bendición, todo lo imposible se hace posible. La casa quedó tan bendecida por su presencia que hasta su sangre dejó aquí”. El papa Francisco le entregó a Lorencita un rosario bendecido. La toalla donde secó sus gotas de sangre nadie la toca en la casa. Es una reliquia de ese día histórico en el barrio y en su casa. Después de ese día, la casa y la figura de Lorencita está en la mirada del país y del mundo. Desde muy temprano suena el teléfono. Ella despierta poco antes de que canten los gallos. Está en pie. Y a las seis, comienza a hacer el almuerzo comunitario.

Los niños sin amor

Lorencita dice que más de la mitad de los niños que ha llegado a su comedor, son criaturas que han venido al mundo sin amor. Y desde el vientre han sufrido diversas formas del rechazo familiar y social. Esos niños nacen con mucho rencor, y yo les hablo tanto a los niños como a los padres. Ella trabaja con las 70 niñas del programa Talitha Qum, de las cuales 37 son del barrio San Francisco y 33 son del barrio La María. A la ventana se asoma ahora una niña de 16 años, con un niño pequeño en sus brazos. Lorencita la saluda desde la ventana. Y la niña le dice a ella: “Mamá Lore”. En menos de una hora han llegado tres niñas embarazadas a comer en la casa de Lorencita. Una de catorce, otra de quince y una tercera, de dieciséis años. “Es un verdadero drama el de estas niñas”, dice ella al cronista. “No han vivido su infancia cuando quedan embarazadas. El embarazo de niñas en el barrio, la drogadicción juvenil y la prostitución, son tres de las amenazas que tiene la comunidad. Pero tengo mucha fe en que con la llegada del papa Francisco, el barrio empezará a redimirse”. A ella le parece increíble que haya venido de Roma el papa hasta el barrio San Francisco, a interesarse por los problemas y programas sociales, mientras en la misma ciudad aún no se sabe qué destino tendrán los que perdieron sus casas hundidas en el antiguo basurero. El ambientalista y documentalista Haroldo Rodríguez llega en la mañana del lunes con Gloria Yepes, con un enorme pudín para Lorencita y sus niños del comedor comunitario. Y dice que ha soñado ver convertido el lugar donde se hundieron las casas en un enorme ‘Parque de la paz’, con un sendero de plantas nativas, un lugar de encuentro de la comunidad y un ámbito recreativo para los niños, un homenaje a la visita histórica del papa.

Epílogo

En esta misma mañana del lunes, luego de la bendición del papa Francisco, Lorencita ha recibido múltiples llamadas. “Lo que sí tengo claro es que todo lo que me regalen con amor, será bienvenido. Pero no quiero que una idea espiritual como la del Comedor Comunitario, se vuelva comercial. Esto es algo muy sagrado. No quiero honores para mí. Quiero que el comedor sea más grande, que tengamos un espacio adecuado donde los niños puedan recrearse y formarse”. Muy temprano llega el médico Trespalacios a inyectar a Lorencita para controlarle la artrosis. Le inyecta en la pierna derecha, y ella cierra los ojos antes que la aguja entre en su piel. También le llega una cita odontológica que no sabe quién se la recomendó, pero es a las tres de la tarde. “Quieren ponerme una prótesis para embellecer mi sonrisa”, dice riéndose. Y el cronista le dice que ella sola es una sonrisa que contagia a quienes tienen el privilegio de estar a su lado. Una sonrisa de pocos dientes, pero  iluminada con el resplandor de su corazón. Y ella entonces cuenta una historia dramática. “Tengo un trauma con los dientes. Una sobrinita mía tenía un diente de leche flojo. Y quería arrancárselo. Le dije que lo hiciera con un hilito. Todo fue suave. Y la niña murió dos días después. Era hemofílica. Está siempre conmigo”.
A la puerta de su casa llegan ahora ángeles con bultos de arroz para el almuerzo de mañana.
 

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