Facetas


Los habitantes de la calle del olvido

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

18 de enero de 2015 12:00 AM

El desencadenante de sus ruinas es el mismo: las drogas. Ninguno, por más que lo intentó, pudo sobrellevar su vida con una adicción, lo cual es natural pues ni siquiera las estrellas de rock, con toda su opulencia, pueden hacerlo.
El largo pasillo de baldosas blancas comunica a los ocho grandes cuartos de la casona. Salvo una sala de televisión y otra convertida en oficina, las piezas están atiborradas de camarotes. En el patio entra una luz grumosa, amarillenta, que se refleja sobre una mesa de plástico. Al fondo se sitúan cinco de los ocho baños disponibles del hogar de paso.
Más allá de ser -o de haber sido- habitantes de calle, son personas delgadas y silenciosas.
Quizá lo último se deba a que hace cuatro días murió uno de tuberculosis.

***
Carlos Alberto Gutiérrez, 61 años, está de pie en el vano de la puerta de la habitación que comparte con otros cinco hombres. Tiene los ojos diáfanos -celestes- enmarcados en una expresión calmada. Hace parte de las 37 personas que aloja esa casa antigua del barrio María Auxiliadora, sobre la avenida Pedro de Heredia.
- Yo era una persona muy destructiva ante el vicio- dice Carlos Alberto-. Me fumaba entre 20 y 30 papeletas diarias de ‘patraseao’ (residuo del bazuco, que es a su vez residuo de la cocaína) y marihuana. Toda la fortuna de mi familia me la fumé.
Lo dice sin orgullo, pero con el tono grave de quien ha dicho algo macabro. Su familia era propietaria de 18 buses en Manizales, Caldas, ciudad de la que llegó, como tantos otros, buscando el horizonte del mar.
El ‘patraseao’ lo combinaba con cigarrillo y fue lo que a la larga lo despojó de su dentadura.
- Vendíamos un bus cada año para fumar ‘patraseao’- dice Carlos Alberto Gutiérrez, quien no tuvo hijos y cuyo hábito de inhalar malsano humo se inició desde los 20 años, por cuenta de la invitación de uno de sus amigos de infancia. “Todos los días nos íbamos para una casa donde vendían una bolita de marihuana y nos fumábamos el ‘cachito’. Lo ponía a uno como todo chévere, ido. Era muy divertido”.
Estamos en uno de los tres hogares de paso dispuestos por la Administración Distrital, a cargo del convenio que sostienen la Secretaría de Participación y Desarrollo social, y la fundación Cristo rompe las cadenas, que funciona hace 15 años en la ciudad.
- El drogadicto tiene la autoestima en el suelo y es un resentido social- dice el Pastor Jorge Pérez López, barranquillero, director de la fundación religiosa, y exhabitante de la calle-. Hace 18 años llegué a esta ciudad. Dormí en cajas de cartón, me arropaba con hojas de periódico y ocho veces probé la muerte.
El predicador es un tipo pulcro, incluso con sus palabras. Utiliza la fe y la doctrina cristiana como antídoto contra todo el cruento panorama que han vivido los habitantes de calle de Cartagena. Dice haber recogido durante su vida a unas 32 mil personas sin hogar.
- Un día llegué a esta ciudad y conocí a Dios- dice el Pastor Jorge Pérez López-. Fue un llamado. Yo no gustaba de esto. Era un blasfemo. Estaba con un morral. Descalzo, barbón, peludo, y oí una voz que me dijo: ‘Soy Jesús. Te amo y quiero cambiarte’.  Empecé a llorar, pensaba que me estaba volviendo loco. Todos los hombres necesitan amor.
Casi la totalidad de personas que van y vienen, configurando esa población “flotante” que habita la casa, tiene una historia de redención espiritual y física que finaliza un tortuoso periodo de excesos y viajes en harapos por el país.

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El fuerte ruido de un avión interrumpe la charla. Pasan con frecuencia horaria y sacuden los cimientos de esta y otras viviendas de María Auxiliadora.
Además de las tres comidas diarias, las personas reciben ropa -camisetas azules y pantalones de jean- y todos los utensilios de aseo necesarios.
Rocío Castillo, secretaria de Participación y Desarrollo Social del Distrito, dice que también están dispuestos una psicóloga, médico y trabajadora social dentro del convenio que involucra una inversión de poco más de 92 millones de pesos anuales.
Por el pasillo de la casa pululan estos individuos, hartos de deambular a la deriva de la necesidad. No parecen tristes, sólo se han acostumbrado a ser agradecidos y ensimismados.
El condicionante para ocupar la casa, cuya capacidad es de 50 personas, es haber dejado la droga y tener la intención de reincorporarse a la sociedad de una manera digna, sin cursilerías.
Para evitar que la gente reincida con los narcóticos están dos “líderes”, únicos dos residentes reales y estacionarios de la casa.
- Yo como director sé cuando una persona tiene ansiedad- dice el Pastor Pérez-. Los líderes son personas restauradas. Un líder enseguida le conoce la malicia y los movimientos a alguno que quiera volver a consumir o que esté consumiendo.
Como todo hogar tiene reglas. Las puertas se cierran después de 8 de la noche. Nadie puede entrar ninguna sustancia que altere el estado de la mente, todos tienen que ayudar con el aseo del lugar y está prohibido cualquier acto violento.
Los recorridos para ayudar a estas personas sumidas en el olvido se programan cada semana. El siguiente punto será en el barrio Ceballos.
- Ha habido una respuesta muy positiva- dice Rocío Castillo-. El deseo de la mayoría es no volver a las calles y vamos a seguir apoyándolos.

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- No me dan ganas de volver a consumir, Dios ya me quitó ese vicio – dice Carlos Alberto Gutiérrez, quizá una de las personas de más avanzada edad del lugar-. Era tan egoísta.
Esa última frase parece mover su mundo y parece ser la raíz de que muchas personas se rindan ante un psicoactivo. Entiende que es un acto de profundo egoísmo y lo recuerda cada mañana, temprano, cuando se despierta entre la asfixia persistente de más de 30 años de consumo ininterrumpido.
Cerca de Carlos Alberto está sentado Jorge Luis Villero, 27 años, nativo de Valledupar.
El joven sonríe con cada pregunta y dice pertenecer hace 10 años a la fundación.
- El pegante fue la primera droga que llegué a consumir- dice Jorge Luis, quien comparte una historia similar a la de todos los residentes fugaces-. Tenía unos once años. Mi madre había fallecido un año antes de cáncer en el estómago y mi padre nos había abandonado, quedé al cuidado de una tía.
Entristece. Reúne aliento y comenta que lo indujo un chico de la calle que su familia había adoptado. Jorge Luis continúa relatando que empezó a ausentarse de su casa y tras un falso sueño de visitar y conocer el país con algunos artesanos del interior del país, resultó en Cartagena, en donde dice que su condición empeoró dado la facilidad -asegura- para conseguir toda clase de vicio.
Los habitantes de la calle del olvido tienen un hogar transitorio, sí, pero únicamente su fuerza de voluntad y desapego de viejos hábitos, puede rescatarlos de la soledad amarga del abandono propio

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