Facetas


Más pesado que una papaya en un llavero

GERMÁN MENDOZA DIAGO

08 de septiembre de 2009 12:01 AM

¿En qué momento la gente dejó de usar aquellos dichos tradicionales que hacían más amena y creativa la conversación cotidiana? En mi infancia, los mayores acostumbraban aderezar cualquier conversación con dichos populares que reflejaban una decantada sabiduría colectiva, y que se iban transmitiendo de una generación a otra. Estas acotaciones de la más rica tradición oral se fueron perdiendo poco a poco, arrasadas por la cultura pragmática que impone economía incluso en las palabras, de manera que si nos arriesgamos a pronunciar cualquiera de esos inolvidables refranes, los adolescentes nos responderán con una expresión interrogante y estupefacta. El dicho que más recuerdo se lo escuché repetidas veces a mi madre, cuya desmedida generosidad sin condiciones la había hecho sensible a cualquier estropicio que perturbara la serenidad de la vida diaria. Cuando quería referirse a un desastre causado por algún niño excesivamente necio, alzaba las cejas y con cara de resignación, sentenciaba: —¡Hizo cachichí! Durante muchos años traté de buscar el origen de la frase, y descubrí referencias muy distintas entre sí. Por ejemplo, en un libro que escribió mi abuelo Manuel Mendoza Mendoza, había un relato que hablaba de Cachichí, uno de los últimos caciques zenúes que se refugiaron en la parte alta del río Sinú, pero no se trataba de un guerrero arrasador, sino de un jefe venido a menos que llegó con su familia al campamento de unos buscadores de oro franceses en Higuerón, a mediados del siglo XIX, y cuya hija Onomí se enamoró de uno de los extranjeros de apellido Striffler. También encontré que la palabra se relaciona con el arco resonador de Angola, un arma que usaban los cazadores primitivos de ese país, a la que aprendieron a sacarle sonidos durante la larga espera por su presa y que en Brasil tomó el nombre del árbol con que se construía: cachichí. En algunos estudios sobre tradición oral del Chocó, se menciona una expresión de la gente del pueblo para referirse a la buena suerte de los chocoanos en los juegos de azar, de manera que siempre arrasa con las apuestas: “El chocoano hace cachichí”. Mi madre era un depósito inagotable de dichos tradicionales. A veces llegaban algunos familiares a visitarnos a nuestra casa en el barrio San Diego, y a mí me daba pena presentarme ante ellos, así que me quedaba en un discreto segundo plano, hasta cuando ella decía con su tono dulce: —¿Te da pena? De pena se murió un burro en Cartagena. Ciertos cronistas cartageneros de los años 60 y 70 dicen que cuando pavimentaron las primeras calles de la ciudad, un vendedor de mercancías que antes iba de casa en casa sin causar mayor revuelo, comenzó a llamar la atención por el ruido de los cascos del animal sobre el pavimento y su propietario, para esconder la vergüenza por el ruido, se dedicaba a insultarlo y a golpearlo, hasta que lo mató. Hablando de burros, con frecuencia escuchaba gritar a los borrachos empedernidos, después de la segunda botella de ron “tornillo”, un clamor eufórico: —¡El que anda en burro anda a pie y el que cree en mujer está loco! Mi madre nunca desconfiaba de la gente, a menos que los hechos fueran demasiado comprometedores, y aun así, se mostraba dispuesta a perdonar y a dar segundas oportunidades. Cuando intuía que un asunto no era tan claro como parecía, o su sexto sentido le indicaba que algo raro ocurría tras bambalinas, solía decir sin inquietud ni escándalo: —Algo hay en el canto de la cabuya. Mi familia por parte de padre era de Córdoba, donde nací y de donde salí a los siete años para venir a Cartagena. Uno de mis tíos, Manuel Antonio, siempre pendiente de saber cómo nos iba, venía con frecuencia a visitarnos, y durante la conversación cotidiana le escuché pronunciar numerosas frases de sabiduría popular, que nadie pronuncia ya. Cuando hablaba de una prima que había cometido un error tras otro, volteaba los ojos al cielo y manifestaba resignadamente: —Se cayó del palo de patilla. A un primo segundo que tomaba a diario, le oí otros refranes, no tan sutiles, pero igualmente cargados de sabiduría. Una vez se disponía a comerse un suculento y enorme sancocho de mondongo, y antes de sentarse a la mesa, se frotó las palmas de las manos y exclamó feliz: —¡Agárrate sobaco pelúo, que lo que viene es Yodora! Había ciertos dichos que los muchachos decíamos en el barrio, y que nunca supe en que momento los aprendí o quien me los enseñó. Recuerdo que en los juegos de bolita de caucho, cuando alguien bateaba alto y lejos, sonría satisfecho y gritaba: —¡Adiós, luz, que te guarde el cielo! Un vecino de Ciénaga de Oro, Rafael Ignacio Lambraño, practicaba la ironía verbal y la metáfora improvisada con una exquisitez genial. Se sabía montones de dichos e inventaba otros que perfectamente pudieron engrosar el patrimonio oral del Caribe. Cuando salía con amigos a tomar cerveza, y alguien comenzaba a recoger la plata para cancelar la cuenta, Rafael Ignacio respondía: —Aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Si le venían a contar chismes de alguien, adoptaba un aire de seriedad y lanzaba una frase para advertir al chismoso que el asunto no era problema suyo: —Cada cual hace de su jopo un florero. En alguna ocasión, los estudiantes de la pensión donde vivía correteaban a un ladrón, y uno de los perseguidores, bastante gordo, quedó rezagado enseguida. Rafael Ignacio se volteó a verlo y le gritó: —¡Corre más un marica en chancletas! De una vecina bastante fea, aseguraba muerto de la risa: —No se la comen ni jugando parqués. En cambio, de otra que cambiaba de novio cada semana, decía: —Ha llevao más huevo que cazuela de aluminio. Otras comparaciones por el estilo, hacían parte de su conversación. Como una vez que llegó del colegio y mi hermano le preguntó cómo le había ido en el examen, a lo que Rafael Ignacio respondió: —¡Más partío que un bulto de canela! Lástima que no me acuerde sino de unas cuantas más: —Jode más que piña bajo el brazo. —Más desesperada que morrocoya boca arriba. —Más duro que un tractor de pedal. —Más enredado que un bulto de anzuelos. —Más preocupado que perro en un ascensor. —Más pesado que una papaya en un llavero. —Es más fácil pellizcar un vidrio. No sé en qué momento comenzó a perderse la costumbre de lanzar estas sabias sentencias, que resumían con estilo poético y precisa sagacidad la ironía de cualquier situación. Pero es una tragedia enorme que le ha quitado a la conversación ese toque delicioso que la volvía un ejercicio creativo de la vida diaria. Quisiera creer que no es muy tarde para empezar un rescate minucioso de estas muestras de la sabiduría popular y la retórica cotidiana. O si no, me tocará decir como mi madre: —Ya pa qué, dijo la lora.

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