Facetas


Mercedes está vendiendo su casa.

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

19 de diciembre de 2010 12:01 AM

Una línea horizontal y de color marrón, dibujada en la mitad de las paredes exteriores de la casa, indica el nivel que siempre alcanza la inundación cada vez que se desmanda un aguacero sobre Cartagena.La vivienda es de color zapote, con ventanas de madera de un color rojizo cubierto hermosamente con barniz, pero la incidencia de las inundaciones le han ido quitando la gracia; una gracia que no es muy común en la mayoría de viviendas del barrio Policarpa Salavarrieta, uno de los sectores subnormales que rodean a la zona industrial de Mamonal.
El acceso a la casa también indica la cantidad de veces que el perímetro ha sido víctima de las inundaciones, pues se trata de un terreno bajo, a través del cual cruza un arroyo al que llaman Policarpa 1, mismo que atraviesa por un puente armado con tuberías que pretenden conducir las aguas hacia la bahía de Cartagena.
Pero, a juzgar por las fotografías que ha publicado la prensa en las últimas semanas respecto a los aguaceros, el puente no tiene la suficiente capacidad como para evacuar el torrente de líquidos sucios y acompañados de basura que bajan de todas partes y se aprisionan a unos metros de la casa de las ventanas bonitas.
“Yo creo que esta es la primera casa que lleva del bulto cuando cae un aguacero de esos de Padre y Señor mío”, dice Mercedes Garrido, la propietaria de la vivienda, en donde reside con Ricardo Martínez, su esposo. Dice tener 30 años de estar viviendo en Policarpa Salavarrieta, un barrio que, según ella, siempre se ha inundado. “Lo que pasa es que las inundaciones de ahora son más terribles que las de antes”, agrega.
Para llegar a la casa de Mercedes, hay que descender desde el corredor de carga y ahondarse en una tierra negra que siempre está húmeda y quebrada; y, posteriormente, caminar sobre pedazos de baldosas y bloques que tratan de impedir que los visitantes hagan el ridículo pisando un barro achocolatado y resbaladizo que está muy próximo a la terraza en donde dos mujeres ancianas permanecen sentadas, mientras no hay inundaciones.
Las mujeres son Mercedes y una inquilina que poco habla, pero a leguas se le nota la diferencia de años que se lleva con la dueña de vivienda. Mercedes aparenta unos 60 años de edad, y no tiene hijos. En su rostro moreno y su cabellera lacia y lluviosa se nota la presencia de sus ancestros sinuanos.
La sala no es inmensa como pudiera haberse diseñado, tomando en cuenta la enormidad del terreno sobre el que está construida. Sólo tiene dos cuartos, una cocina y un baño pequeño.
En la primera recamara viven dos inquilinas, mientras que en el patio pernoctan otros dos arrendados, pero no en la propia casa sino en un tambo de madera que construyó el esposo de Mercedes para que ella se refugie mientras disminuyen las aguas de las inundaciones.
Mercedes es de Montería, tiene 30 años de vivir en Policarpa Salavarrieta, pero antes vivió en el barrio Arroz Barato y en un sector aledaño conocido como Maparapa, hasta que se le presentó la oportunidad de comprar en donde ahora se levanta su casa. El negocio le salió por $800. Primero levantó la casa con tablitas de estibas; y, posteriormente, la fue reconstruyendo con bloques de cemento y tejas de asbesto hasta llegar a lo que tiene actualmente.
Dice que los aguaceros de aquellas épocas también eran feroces, pero la gente estaba preparada para proteger todas sus pertenencias y abrir caminitos en los patios por donde el agua salía tranquilamente hacia los arroyos Casimiro y Policarpa 1 y 2. La actividad no era penosa como lo es ahora; más bien era una especie de rutina que hacía parte de la cotidianidad del barrio.
“Ahora no —afirma Mercedes sentada en una silla azul de plástico—. Cada vez que llueve es una tragedia. Menos mal que las cuatro inundaciones que hemos pasado se han presentado de día. Si no, aquí hubiera más de un muerto”.
Pese a los sofocos que ha pasado con las inundaciones, Mercedes Garrido no parece una persona desesperada, ni mucho menos amargada. Todo lo contrario: habla de su tragedia como si estuviera contando un chiste o una serie de anécdotas graciosas, de esas que se relatan en los velorios de las zonas rurales.
“La única vez que la inundación nos cogió durmiendo fue en el aguacero del 2 de noviembre. Una vecina, cuando vio que se estaba inundando el barrio, empezó a gritarnos desde la carretera, pero no la oíamos por lo rendidos que estábamos. Después de tanto gritar sin que la oyéramos, la muchacha cogió una piedra y se la tiró a la ventana. Así fue como nos despertamos y empezamos a subir los chócoros sobre las mesas. Pero eso fue por un ratico, porque apenas subió el agua ya no había en donde guardar nada. La cama, el escaparate y los aparatos eléctricos andaban nadando por todas partes”.
Mientras los enseres flotaban en medio de la sala, a Mercedes y a Ricardo el agua les daba por la cintura. Nadando lograron llegar al patio y subieron de inmediato al segundo piso del tambo. Desde ahí, el hombre de la casa gritaba a todo pulmón para que los pescadores vecinos le enviaran un bote con el que salir de la trampa en que se había convertido la casa.
Todo, desde la orilla del corredor de carga hasta el último rincón del patio, se transformó en un océano de agua revuelta, ocre y glacial, que mucho se asemejaba al fin del mundo. Mercedes, sin embargo, aprovechó la llegada del bote para embarcar consigo el televisor, la nevera y algunos utensilios de cocina que andaban vagando por el patio.
Al final, cuando el agua descendió lo suficiente, se percató de que las corrientes se habían llevado el DVD, un teléfono celular y varios trastos de la cocina. Lo que vino después fue durar varios días barriendo el barro negro que se había apoderado de la sala, los cuartos y la terraza. Las lloviznas posteriores producían el temor de una nueva inundación.
No bien había pasado un mes, cuando el primero de diciembre el cielo de Mamonal arrojó otro aguacero y la casa se vio nuevamente aprisionada de agua con una altura de casi dos metros, pero esta vez rodeada de una cantidad de basura, como si el extinto relleno sanitario de Henequén hubiera resucitado a las puertas de Mercedes.
La de ese momento era la inundación número cuatro que a Mercedes y a Ricardo les tocaba soportar; hasta reconocen que también fueron las más terribles junto con la de 1994, cuando sintieron la dureza del coletazo del huracán Joan, en momentos en estaban reconstruyendo la casa y las aguas penetraban por los barrotes de madera que tenían las ventanas de ese entonces.
Entrado el siglo XXI, Mercedes pensó que ya no vendrían más aguaceros violentos ni inundaciones como la del Joan, por lo que mandó a quitar las viejas ventanas, pintó la casa con los colores de moda y compró las ventanas hermosas que tiene ahora y que se están arruinando con la aparición de cada lluvia; asimismo, puso una verja de tablitas de estibas para rodear el jardín que había sembrado con la exuberancia propia de las mujeres detallistas. Pero con el aguacero del primero de diciembre tomó otra determinación.
“Voy a vender esta casa”, le dijo a Ricardo, cosa que el compañero no desaprobó, aunque estaba consciente de las dificultades que esa pretensión implicaba.
“La estoy vendiendo, pero no sé cuánto pedir. Claro, si me ofrecen $30 millones, los cojo. Lo malo es que no sé para dónde irme, porque Arroz Barato también se inunda. Maparapa se está desmoronando. En Barranquilla, los arroyos andan volteando camiones; en Montería, el río Sinú no deja a la gente tranquila. Entonces, ¿para dónde coge uno, si hasta en Bocagrande hay inundaciones?”.
A Mercedes y Ricardo ya se les hacen familiares ciertos rostros que tienen que ver con los organismos de socorro que laboran en la ciudad, porque han contando con la suerte de que les reponen algunos de los enseres de los dormitorios y de la cocina, que se han llevado las imparables corrientes.
“Pero los aparatos eléctricos los arregla Ricardo, si es que no están muy atropellados del agua. Los que regala el Gobierno se los vuelve a llevar la lluvia”, afirma Mercedes señalando los manchones que han dejado las crecientes en la fachada de la casa.

 

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