Facetas


Plácido Domingo: Un tenor deslumbrado y complacido

GUSTAVO TATIS GUERRA

06 de septiembre de 2009 12:01 AM

Plácido Domingo no ha tenido tiempo de dormir. Está deslumbrado con Cartagena de Indias. Era el único de los tres grandes tenores del mundo que no había cantado en Colombia. En 1995 cantó en Bogotá el tenor italiano Luciano Pavarotti y en los años ochenta en Cartagena, el tenor español José Carreras. Faltaba él. Primero vinieron sus padres a cantar zarzuelas en Colombia. Ha visto la luz de Cartagena de Indias desde diversos ángulos. Desde las persianas del hotel Santa Clara. La luz clara y plana del atardecer del jueves antes de la lluvia. La luz serena y amarilla del atardecer después de la lluvia. La luz mercurial, misteriosa, teatral de las nueve de la noche por el centro amurallado. Ha escuchado el cascabeleo de la risa de las niñas violinistas cantando “la múcura está en el suelo, ay! mamá no puedo con ella/ me la llevo en la cabeza ay! mamá no puedo con ella”, ha visto la cadencia de los niños y los jóvenes bailando, la capacidad para interpretar canciones populares y sinfónicas en el barrio Nelson Mandela. Se ha emocionado al saber que en la única emisora cultural de la ciudad, la que dirige la Universidad de Cartagena tiene entre sus espacios estables un ámbito para las composiciones sinfónicas y Plácido Domingo es una de las voces que suena allí con audiencia popular. Se ha conmovido al encontrar riqueza en medio de la visible e invisible pobreza. Riqueza y alegría, espontaneidad y hospitalidad, en los seres dotados de un espíritu contagioso y una humanidad conmovedora. Su corazón altruista y sensible se ha estremecido en Cartagena de Indias. Ese mismo corazón que en 1985 salió a socorrer vecinos en el terromoto de México que dejó seis mil muertos y más de treinta y cinco mil damnificados. Plácido Domingo es algo más que el más grande tenor del mundo y su grandeza integra a su hermano José Carreras. Es una criatura que los mexicanos ven también como un gigante de alma. Por algo la misma comunidad mexicana para celebrarlo le mandó a hacer una estatua de bronce de casi dos metros de alto, fundida con todas las llaves inútiles de las casas para perpetuarlo en su legítima grandeza. Lo único que pidió él ante la inmensidad del gesto fue que recordaran a su primo Agustín García que salió a buscar a su pequeño en medio de los escombros y allí quedó él también junto a su niño, su tío y su tía. El nombre de este tenor es también un complejo habitacional y una música perdurable en el corazón de la humanidad. Aquí ha cumplido sus deseos. Además de cantar y probar las exquisiteces cartageneras, ha caído en las tentaciones del azúcar y la sal: el arroz con coco con su titoté, los irreemplazables patacones, el sabor del cordero y los mariscos, y ha probado el sabor del espíritu de la ciudad: la imprescindible y desaforadas ganas de vivir que tienen los habitantes de la ciudad, a pesar de cualquier adversidad. Se ha encantado ante la luz amarilla y mercurial que se desliza por las murallas y ha expresado saboreando las palabras “¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Qué ciudad! La misma impresión ha sido compartida por Marta Ornelas de Plácido, su esposa, para quien luego de recorrer diversas ciudades en el mundo, Cartagena de Indias es algo más que una revelación de los sentidos. “Espero abrir las puertas de esta ciudad cada vez que desee”, ha manifestado emocionado Plácido Domingo, al recibir las llaves de la ciudad de Cartagena de Indias de manos de la alcaldesa Judith Pinedo Flórez. Impresionados por la arquitectura, por el cordón de piedra frente al mar, por el trazado de la ciudad, por la calidez de sus habitantes, por la secreta y singular historia a través de casi cinco siglos, por el fervor artístico de los niños de Nelson Mandela, el artista de 68 años, ha recorrido las calles del Centro histórico en compañía de la alcaldesa de Cartagena de Indias, su esposa, sus dos hijos Álvaro y José Domingo. Con su dulzura proverbial ha saludado a los transeúntes al cruzar por la placita adoquinada frente al hotel Santa Teresa, ha firmado autógrafos y ha consagrado minutos de su agenda de viaje hacia Lima y luego hacia Venezuela, para conversar con el niño Rafael Figeroa, de Valledupar, cantante de ópera. Poco antes, al regresar del encuentro inolvidable con los niños y jóvenes músicos del barrio Nelson Mandela, ha mirado con fascinación el Teatro Adolfo Mejía y ha visto resplandecer el nombre del músico en silencio: Adolfo Mejía, el único colombiano que ha sido incluido en el repertorio de Carreras y Montserrat Caballé. Ha recordado con alegría a la mezzosoprano bogotana Martha Senn, al barítomo Carlos Julio Ramírez del que evoca su “fantástica voz”, ha celebrado la actitud valiente y positiva de Juanes al cantar en Cuba. Ha recordado que toda la música que parece inalcanzable es sencillamente humana y popular. Como la cadencia de los niños. Como el secreto de una romanza. Como el espíritu de una ópera. Como el susurro amoroso de un bolero.

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