Él todavía se sonroja cuando le pregunto por la historia de amor con su esposa. Desvía la mirada hacia la derecha, se acaricia un dedo con una uña llena de tierra y dibuja una sonrisa al evocar esos bonitos recuerdos. Me mira desarmado y me suelta una frase para resumirlo todo: La conocí porque yo era amigo de sus hermanos.
-Adió’ Mayoooo – levanta una mano mientras la camioneta del periódico pasa por una de las tantas parcelas de Montes de María.
-¿Compró camioneta nueva? – responde la señora y toma de la mano a una niña.
-Sí, me compré el cacharro éste, a la orden.
-Va a tener que darme un poquito de ese café, a ver si me compro una también.
José sonríe y la despide mientras nos alejamos a los trompicones por los senderos destapados que conducen a su finca.
Yo me sentía como un bulto de papa intentando agarrarme con todas mis fuerzas al borde de la caja trasera de la camioneta. José estaba cruzado de piernas con las manos sobre los muslos, como si nada, como un monje tibetano alcanzando la iluminación, inmune a los bruscos saltos y vibraciones que sentíamos a cada segundo. Me miraba sereno bajo la confiable sombra de su sombrero ‘vueltiao’ y reprimía una carcajada cada vez que forcejeaba para no resbalarme y rebotar como una azarosa pelota de pinball por toda el área.
José es un tipo de mediana estatura, de piel enrojecida por el sol, nariz recta y ojos afilados, enmarcados por cejas abultadas y bien separadas. Jeans desteñidos y rotos, unas botas industriales y mochila al hombro y todos le conocen por cultivar café desde hace siete años en los Montes de María. Algo me llama la atención en su camiseta Polo blanca.
“Cuando la violencia vino a los Montes de María, yo me fui hacia la Sierra Nevada y caí en una finca de café por casualidad. Empecé a comparar las tierras. Acá se da el cacao, allá también, acá se da el aguacate, p’allá también”.
Bajo esa lógica, José Ortega trajo la semilla de café ante la mirada incrédula de sus colegas y amigos. Al igual que las historias de emprendimientos exitosos, todo mundo pensó que estaba loco, pero hoy ya se ven los frutos de esa ‘locura’.
“Sembré dos hectáreas y cuando empecé a recoger los frutos ya todo mundo quería empezar a sembrar también. Hoy tengo cuatro hectáreas produciendo y le distribuyo la semilla otros caficultores”, me dice mientras desvío la mirada por tercera vez hacia el logo en su camiseta.
Para José fue muy duro llegar a la Sierra Nevada y enfrentarse a cultivar café por primera vez sin más recursos que las ganas de salir adelante. Hoy, él tiene su propia marca a la que bautizó “Café Montes de María” y busca un socio para expandir su distribución.
En época de cultivos, cerca de 8 familias se benefician del grano de café que José distribuye.
Una de esas familias es la de Dimas Torres Carai, un campesino caficultor de Montes de María que tiene cerca de una hectárea y media sembrada.
José Ortega puede recoger hasta 100 bultos de 50 kilos cada uno en una buena cosecha anual de su parcela de 5 hectáreas, que queda en El Bongal, una vereda a 14 kilómetros de San Jacinto, y con unas 49 familias viven allí.
“Duré un año cultivando allá, hasta que le cogí el son al café. Luego regresé a cultivar y conocí a una muchacha con la que tengo tres hijos”, dice, y mi constante desviación de atención al logo ya era bastante evidente en este punto.
Al ver que mi compañero y yo intentábamos no caernos, y avanzábamos a paso de caracol con el sobredimensionado maletín en el que transportábamos un dron, José pidió que se lo echaran al hombro y ante nuestra mirada impávida bajó sin problemas una loma, saltó entre piedras, sorteó el azaroso riachuelo del camino forestal, y se fue cuesta arriba en una pendiente de casi 90° hasta llegar a su parcela, bautizada como ‘El Bongal’.
Ahí probamos café hecho a fuego de leña y conocimos a un par de campesinos que se benefician del cultivo. Al finalizar, José se volvió a echar el maletín a cuestas y regresó con nosotros por el camino conversando, como si fuera el bulto de café más liviano que le había tocado llevar en su vida.
No estaba dispuesto a retirarme con la duda. Lo miré y señalé el logo de una famosa iglesia cristiana bordada en su camiseta.
-¿Es usted creyente?
-¡Nombe! Esto fue una camiseta vieja que me encontré por ahí. Aunque sí creo en Dios.
Ella todavía se sonroja cuando le pregunto la historia de amor con su esposo. Desvía la mirada hacia abajo, se acaricia el vientre de 5 meses y dibuja una sonrisa al evocar esos bonitos recuerdos. Me mira y me suelta una frase para resumirlo todo: Lo conocí porque yo era hermana de sus amigos.
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