Facetas


Una mujer pequeña de sonrisa grandota

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

28 de agosto de 2016 08:00 AM

Cierta mañana presencié de cerca cómo la Alcaldía de Cartagena entregaba más de 30 casas a igual número de familias desplazadas por la violencia, ¿arbitraria?, del norte del departamento de Bolívar. Un poco, las viviendas me hicieron recordar al diciembre de 1971 cuando llegué al barrio El Socorro, a ocupar una armazón de blockes y asbesto que mis papás habían conseguido a través del desaparecido Instituto de Crédito Territorial (ICT).

Pero no estoy seguro de si fueron las casas en sí las que me despertaron el recuerdo. No sé si sería el entorno medio selvático. No sé si sería todo eso junto lo que me transportó hacia los amaneceres de la década de los 70. Aunque, si comparamos, las casas que entregó el Distrito son algo diferentes a las que nos vendió el ICT: tienen las fachadas pintadas de blanco y amarillo, ventanas de vidrio y marcos de aluminio blanco, servicios públicos, dos recámaras y paredillas que dividen los patios, mientras que las de El Socorro no tenían ni la más mínima gota de pintura; calados, en vez de ventanas; no había servicios públicos: por la noche teníamos que alumbrarnos con velas y mechones; el agua debíamos arrearla desde algún hidrante. Y no había patios sino una sola extensión de tierra sin paredillas ni ningún otro tipo de división.

Allá, a un costado de la Carretera de La Cordialidad, una mujer pequeña tenía una sonrisa grandota que --quiero creer-- simbolizaba la alegría que para ella significaba el haber recibido esa casa con todas sus bondades, mientras yo recordaba la anécdota mil veces contada, según la cual la cuota inicial de mi casa alcanzaba los $2.500 pesos, de los cuales mis papás solo tenían mil. Mi abuelo José de Jesús les regaló 500; y mi abuela Jesusita les prestó 230. El resto no sé cómo lo consiguieron. Lo que sí recuerdo claramente es que a principios de 1976 mi mamá quedó sin trabajo y se marchó para Venezuela a buscar dinero para cubrir varias cuotas que se debían de la vivienda, que ya casi estábamos perdiendo. Los 45 mil pesos, que era la deuda total, se veían tan gigantes y tan lejanos que costaba creer que algún día pudiéramos cubrirlos.

La mujer pequeña de sonrisa grandota me contó que, siendo aún una menor de edad, vivía feliz y desprevenida en una vereda de los Montes de María La Alta, donde el afecto entre paisanos era tan corriente y caluroso como la aparición del sol tras las montañas; y el único llanto que se escuchaba era el de los niños cuando no querían beberse la sopa.

De pronto llegaron unos tipos armados, con toallas en el hombro derecho, sombreros y botas anunciándoles que tenían solo 24 horas para abandonar la vereda, si acaso no querían que los sacaran con los pies por delante. La familia obedeció en menos del tiempo impuesto, aún sin saber cómo explicarle a la muchacha pequeña de sonrisita que empezaba a ser grandota el porqué tenían que irse de esa casa que había sido su mayor ventura durante tantos años.

Después de escuchar ese relato, me dieron ganas de contarle a la mujer pequeña de sonrisa grandota que yo también nací feliz y sonriente en la Calle La Paredilla, del barrio Santa María, un caserío paupérrimo lleno de arena marina, cocoteros y tamarindos que sobresalían de las cercas de cañabrava, donde mujeres y niños se bañaban en cueros, a la vista de todos y sin que a nadie se le cruzaran pensamientos malignos, tal vez porque los días amanecían y atardecían perfumados con las voces bolerísticas y guaracheras de Roberto Ledesma, Ismael Rivera y Rolando La Serie.

Quise contarle que un día abandonamos toda esa felicidad de pescados hirviendo en fogones de cuatro piedras, para mudarnos al Pasaje Franco, barrio Getsemaní, Calle de La Sierpe, donde los patios eran inmensos, cruzados por alambres de hierro que fungían de colgaderos de ropa que bailaban al son de la brisa y de las radiolas que los fines de semana molían un resabio llamado salsa o relataban radionovelas que los adultos escuchaban en silencio.

No pude decirle que luego fuimos a parar a la Calle Lomba, toda charcos, toda barro, toda aserrín, toda letrinas y una escuelita de banquitos donde una profesora daba reglazos y disparaba procacidades como cualquier carretillero del mercado público. Un día cualquiera el dueño de la casa aumentó la cuota del arriendo, y fue así como ascendimos hacia la Loma del diablo, en Torices, Paseo Bolívar, rodeados de marihuana, cascajo y gente generosa que lloró a mares cuando una casa se incendió llevándose en sus llamas a un vecino, sin que esa lluvia de lamentaciones pudiera conmoverla.

Esa mujer pequeña de sonrisa grandota siguió contando, inmersa en un sosiego espléndido, que su familia debió agrandar la familia de otra en alguno de los municipios de los Montes de María La Alta, pero a los pocos meses volaron todos a Cartagena, a las estribaciones de La Popa, donde unos vendían periódicos; otros, bolsitas de agua fría, chucherías o trabajaban por días en casas ajenas, sobrellevando siempre las desconfianzas y el desprecio de quienes se enteraban de cuáles eran sus procedencias.

Aquí se convirtió en la madre soltera de tres muchachas pequeñas de sonrisas discretas, pero ella, con las nostalgias aún ardiendo, comparó el entorno de su nueva casa con los días irreparables en que era una niña de una sonrisita que empezaba a ser grandota, cuyas únicas preocupaciones eran correr por los montes, tomar leche recién ordeñada y lavar los chócoros del almuerzo.

Si ella supiera que a mí también me atacó la pesadumbre cuando vi esos árboles de bonga, esa hierba tierna y esa brisa venerable que se regaba por la planicie aledaña a La Cordialidad, campiña que rodeaba su casa como una aureola de la fortuna. Si supiera que así era El Socorro, una lejanía por donde aún cruzaban las vacas y las noches cargaban un aliento de hielo que humedecía las paredes orificadas por la intromisión de las garrapatas.

La mujer pequeña de sonrisa grandota me refirió que, 20 años después, regresó a la tierra de su nacimiento y convivencia, pero no sintió deseos de quedarse. Aunque recorrió las calles, saludó a paisanos y contempló los rostros fotografiados de aquellos que fueron sus compañeros de juegos infantiles, a quienes los verdugos paramilitares exterminaron a balazos y a machetazos, no sintió deseos de continuar su vida en ese caserío donde algún día fue feliz, a pesar de las limitaciones y las lejanías de aquello que llaman civilización.

En Cartagena, esa mujer pequeña de sonrisa grandota aprendió a odiar la palabra “desplazado”. La siente como una marca, como una lepra que a veces se transforma en una especie de pecado no cometido, pero que cada cual se cree con derecho a castigar a punta de señalamientos.

Quise decirle que, poco a poco, quienes nacimos y vivimos en las periferias de esta ciudad también cargamos y seguiremos cargando ese rótulo hasta que no puedan arrinconarnos más. Quise contarle que al abuelo José no se le presentaron hombres armados con lenguaje intimidante, pero sí una hueste de facturas e impuestos cada más astronómicos hasta que tuvo que vender, a precio de huevo, su casona de la Calle del Camposanto.

Quise decírselo, pero su sonrisa grandota se distrajo iluminando la aparición de una bandada de pajaritos que volvieron a recordarle los Montes de María La Alta. 

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