Facetas


Video: El hambre ataca con fuerza a los Wayúu

MELISSA MENDOZA TURIZO

21 de febrero de 2016 12:00 AM

La muerte rompe la mañana. Se oye el balar de un chivo. Balan lastimeramente los 13 que le quedan a la familia Epieyú. Es el oscuro presagio de que algo pasa.

Son las nueve de la mañana del 11 de febrero de este año. Grita la wayúu María: “se murió Elion”. Aflora el llanto de la familia Epieyú y con ella llora toda la ranchería Shoshika, en Manaure -La Guajira-.

Presencio, dos días después de la muerte, el dolor del padre. La madre no quiere hablar, es más, ni siquiera se deja ver. Sufre más que nadie la muerte de su pequeño de dos años. Asoma su rostro por el bahareque del rancho y lo único que puedo contemplar es su mirada amarilla, sus ojos hinchados, se nota que ha llorado mucho y que ha pasado hambre. Se esconde tras un chinchorro y se me pierde.

Elion muere por la maldita hambre que lo azotaba. Y no es la primera vez que los 60 habitantes de Shoshika lloran a uno de los suyos. El hermano de Elion, Benancio, falleció en 2013 por la misma razón.

Es que hace cinco años —me dice Ricardo, el patriarca— no llueve en Manaure ni en Uribia, en la media y alta La Guajira. Uribia arropa 8.200 de los 20.848 kilómetros cuadrados que tiene el departamento.

Después del velorio, como es costumbre, en la ranchería Shoshika se comerá chivo y los hombres tomarán por 15 días chirrinchi (o chirrinche), bebida alcohólica típica preparada con agua y panela.

Los Epieyú no tienen para el chivo, ¿y para el chirrinchi?... ¡menos! Pero lo consiguen como sea.

“Jamü (el hambre) es un flechador certero. Flecha las huellas de los caminantes en tiempos de sequía (‘Jouktale’ulu’). Pero el wayúu huele el agua… Sueña, busca y encuentra el agua y, así, vence a Jamü”. Es así. Este mito wayúu resume el carácter aguerrido de esta cultura y cómo, pese a la sequía y a los 40 o 45 grados centígrados a los que se exponen todos los días, sostienen a su familia con el líquido. Por ejemplo, la mujer sale a las ocho de la mañana a buscar agua con el estómago “pegado al espinazo”, sin tomarse si quiera una chicha de maíz y regresa a eso de las cinco de la tarde cargando el agua que tanto escudriñó. Admirable.

Entrados en escasez, lo que más suplica Ricardo es ayuda del Estado o la Alcaldía de Manaure, que queda a 20 minutos en carro de su rancho. Los días de hambre superan los de comida, los días de recursos son reducidos por la iliquidez. Hay miseria.

Pero no hay que confundirse, él es claro en lo que me dice: “No queremos nada regalado, necesitamos solo que nos ayuden a recuperar nuestros cultivos, a crear un sistema de riego que los haga sostenible”.

La decisión es de los Wayúu

A treinta minutos de la ranchería Wootoncho está el hospital de Uribia. Hay que remitir a una niña. Su desnutrición es severa. La madre, sin embargo, no quiere llevarla. Le preocupa un asunto menor, a mi parecer. Se pregunta: “¿Con quién dejo a mis otros dos niños pequeños? ¿Quién les dará la comida? ¿Con qué plata regresaré?”

Una delegada del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF, trata de convencer a la madre y a la abuela para que permitan llevarla a un centro de mayor complejidad en Uribia. Ellas se rehúsan. No quieren que se la lleven, ni llevarla ellas. Su bebita, de un año y siete meses, pesa cuatro kilos, lo que pesa normalmente un bebé de cuatro meses. Está al borde de la muerte. Lo mismo ocurre con los bebés de otras dos madres que sí acceden a irse.

Quienes detectan los casos de desnutrición son los pediatras cartageneros Hernando Thorné y Juan Carlos Carmona. Me dicen que la mayoría de los 300 pequeños evaluados en las rancherías Wimpiraren y Wootoncho sufren desnutrición crónica. “Hay niños que no están en riesgo de muerte, pero comprometen su talla porque no se atiende su nutrición básica en la primera infancia. Son niños de bajo peso, cuyo mal manejo de los alimentos puede afectarles al crecer. Claro está, encontramos niños con peso y talla de acuerdo al biotipo indígena wayúu”, dice Carmona.

El presidente Juan Manuel Santos anunció el mismo día de la muerte de Elion que “hay identificados 897 niños desnutridos para atención en La Guajira”. A los mencionados por el jefe de estado se suman estos tres y otros tres hallados en la ranchería Cangrejito por el ICBF. ¿Y cuántos harán falta?

En La Guajira hay un caos de ayudas. Campañas benéficas van y vienen de todos los rincones del país, queriendo ayudar a los coterráneos y no está mal, pero el investigador social wayúu, Miguelángel Epeeyüi López-Hernández, me dice que el problema de los niños muertos por factores relacionados con la desnutrición en La Guajira requiere de una atención transversal y obliga a tratarse con “un enfoque diferencial urgente”.

“Para lidiar con el problema —explica Epeeyüi— el Estado no enfatiza en las causas interculturales, pero sí en los códigos y terminología técnica-científica alrededor del efecto de esta tragedia”.

Es más, aclara que muchos de los casos de desnutrición infantil wayúu se dan en entornos familiares en los que se ha perdido la autonomía cultural y donde se nota la ausencia de la fuerza espiritual originaria.

Justamente para eso es el enfoque diferencial. Este permite detectar una correspondencia entre la pérdida de la autonomía territorial y cultural de la etnia Wayúu con el aumento de su dependencia laboral y administrativa de las instancias públicas nacionales y locales.

En mis términos, la forma de ayudar del Gobierno ha impedido que la población aborigen dependa 100% de su progenitora: la madre Tierra. Para Epeeyüi, se debe estimular, por ejemplo, la noción del “tejido del agua”, práctica antigua que asocia el uso racional, el cooperativismo y los cultivos nativos colectivos.

Ante el desmedido curso de generosidad en el país, se cuestiona Epeeyüi, “¿cómo convertir este caos de ayudas en un concierto codirigido con las comunidades afectadas?” Palabras más, palabras menos: así llegue un millón de toneladas de ayudas, así vayan todos los medios a mostrar las noches en vilo de los nativos, los niños y niñas van a seguir padeciendo, si no lo decide el mismo pueblo Wayúu.

A la hora de la verdad, comenta Miguelángel, que “muchas de las ayudas llegan sin reparar siquiera a las autoridades locales”, que las donaciones terminan tropezándose entre sí y que a las rancherías llegan más de 20 instituciones nacionales e internacionales al año.

“Hay que escuchar las voces sensatas dentro de las comunidades, que son inaudibles bajo el coro ensordecedor del cubrimiento mediático de la crisis”, propone.

Se trata de dialogar entre gobiernos, población nacional y comunidades. Hay que hacer un diagnóstico del problema y diseñar un acuerdo horizontal en el cual la sociedad wayúu restaure su saber agrícola milenario, el uso sagrado del agua, el control de la tierra y su valor espiritual. Sensato.

Los cerca de 400 mil wayúu de La Guajira nacieron en un país más serio que Colombia. Aquí, “la tierra es la mujer, la tierra da vida a todo”, he aquí la razón por la que es tan marcado el liderazgo de la mujer wayúu. “La lluvia es el hombre y las gotas son el semen que preña a la tierra por sus surcos negros”, de ese mito se desprenden los roles del hombre y la mujer en esa cultura.

Ella es el soporte de la familia. El hogar, alimentar a los niños, encontrar el agua, son funciones solo de la mujer. El varón pone su cuerpo y procrea.

Las decisiones Wayúu siempre se toman en equipo, pero la autoridad, el hombre, tiene la última palabra.

Felipe Arpushana, de 76 años, es la autoridad de la ranchería Wimpiraren, en Manaure. Es monolingüe, solo entiende y habla wayuunaiki. Eso significa que es Wayúu de pura cepa.

Lleva en la mano derecha una vara, luce un guayuco, abarcas, una camisa blanca, sombrero de paja y unas gafas Ray-Ban, una marca norteamericana. Las gafas me hacen pensar en la mezcla ineludible de lo citadino con lo indígena. Es que cacique que se respete usa unas buenas gafas de sol.

Un poco de la travesía
Para conocer a Felipe tuve que viajar una hora y media en un avión de la Policía desde Cartagena. Aterrizar en el Aeropuerto Almirante Padilla de Riohacha y viajar en una buseta que eligió la institución para trasladarnos a mí y a una misión médica de 21 personas. Toda una travesía. En dos días visitamos dos rancherías: Winpiraren y Wootoncho. Por la muerte de Elion, llegué accidentalmente a la otra, Shoshika.

Tanqueamos primero. El galón de gasolina vale $5.600. De ahí, tomamos un trayecto que debía durar dos horas. Se sentía tanto calor, era como si el sol estuviera más cerca de la tierra. La hora: 9 de la mañana.

Lo único que veía era un peladero amarillento con unos cuantos árboles de hojas secas entreveradas con verde. Nos detuvimos y divisamos las salinas de Manaure.

El conductor frenó tan extrañamente que me fui adelante a mirar qué ocurría. Nos habíamos quedado atrancados en la arena del desierto. Salí y enfrenté al sol cara a cara. Dos minutos después el rostro me ardía.

¡Vaya! Primera vez en el desierto, y estaba atascada. ¡“Maravilloso”!

Tras sacar la arena de las llantas, avanzamos unos metros y por segunda vez nos quedamos varados en medio de la nada. Fueron tres veces. Tres desafortunados instantes en los que tuvimos que empujar la buseta, hasta que llegaron camionetas que nos sacaron de semejante apuro y nos acercaron al destino.

Y entonces di con el “laülaa”, que en español es anciano. Felipe no hace más que recordar cómo era su vida antes y cómo es ahora.

Los niños eran más dedicados al pastoreo, pero la sequía lo ha complicado todo. “Es muy difícil tratar la tierra, la huerta está seca -dice mientras la señala-. Bebemos agua de un viejo molino que no da para abastecer todos los ranchos”.

En nuestro diálogo, de unos cuarenta minutos, anota siempre lo abandonado que se siente por el Gobierno. Es que el “laülaa” se acostumbró al “sueldo” del Estado, que demora hasta tres o cuatro meses para llegar. Vive de lo poco que le regalan, de las ayudas humanitarias que llegan a su pueblo. Después de viejo ha vivido lo que es pasar física hambre.

Aunque reclama la dádiva, también quiere recuperar la huerta para volver a cultivar. “Ese es nuestro origen. Es nuestra única salida. Intentamos otras pero no se nos dan bien”, dice.

Oneida Nieto, gobernadora del departamento, se comprometió con él ante nosotros a instalarle, en principio, una manguera para recuperar el cultivo.

La esperanza del wayúu resurge del subsuelo al que se aferra. Confían en que un día la madre tierra les devuelva a sus niños, a sus mujeres, a sus autoridades, lo que entre los “aliijunas”, como ellos llaman al extranjero, hemos convenido expropiarles. 

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