Facetas


William Ospina, el arte de pensar

GUSTAVO TATIS GUERRA

28 de octubre de 2018 12:32 AM

William Ospina (Padua, Tolima, 1954), ha escrito en los últimos 34 años, dieciocho ensayos iluminados, cuatro magistrales novelas y cuatro poemarios extraordinarios, que lo convierten en uno de los grandes poetas, novelistas y ensayistas de nuestro tiempo. Es un hombre que ha consagrado su vida a la más esquiva y misteriosa de las artes: pensar.


Cuando escribe poemas, sus metáforas son otra manera de explorar la historia de América, y el pensamiento de la humanidad. La poesía para él es una herramienta del pensamiento que celebra, canta o revela, la existencia o las emociones del ser sobre la tierra. Cuando escribe novelas, cuenta episodios sobre la llegada de los conquistadores al continente y sus relaciones despiadadas con la naturaleza y sus conflictos atroces con los nativos. Cuando escribe ensayos, afina lo que cuenta y lo que canta, y lo convierte en arte de la memoria y del pensamiento.

William Ospina es una de las grandes y prodigiosas criaturas que ha dado Colombia para el mundo. Habla como escribe, con una cadencia del que labra en la piedra, las sinfonías de Los alfabetos olvidados. Hace poco tuve el doble privilegio de conversar con él, en “Un río de libros”, la otra fiesta de las palabras que se realiza en Montería, muy cerca del río Sinú, que fluye a la sombra de las guaduas  y las ceibas.

Con William se puede hablar de todos los milagros del universo, porque además de su exquisita erudición, lo que narra o canta, es el asombro mismo del ser sobre el planeta. Su sabiduría es hija de la curiosidad inagotable y de la agudeza persistente, serena y encantada, para descifrar el origen de las cosas y los seres. Su más reciente libro de nueve ensayos, El taller, el templo y el hogar, publicado en abril de 2018 por Random House, fue el motivo de esta conversación. Dice William que hubo un tiempo, en el siglo XIX, en que la humanidad fluía a ritmo de caballo y viento, pero la humanidad no sospechaba aún que el ser humano estaba depredando y contaminando lo que tocaba, arriesgando con ello, su propia naturaleza. Fue a comienzos de ese siglo, cuando el poeta alemán Friedrich Hörderlin dijo una frase en el amanecer de la Revolución Industrial, que resonó en su tiempo: “Están envenenando los manantiales”. Para que el hombre haya empezado a envenenar sus propios manantiales, es porque ya ese ser estaba envenenado, le digo a William, pleno de paradojas inquietantes e inspiradoras. Sí. Ese ser debía estar envenenado.

El filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, dijo algo que podría complementar la alarma del poeta: “El desierto está creciendo: desventurado el que alberga desiertos”. No hay manantiales envenenados si no hay hombres que alberguen desiertos en su espíritu y en su corazón. El desierto es un espejo de los hombres. Ese clamor y esa advertencia del poeta y del filósofo, se adelantaban como visionarios, a los desastres de la naturaleza propiciados por el mismo hombre y a los desoladores cambios climáticos.

William piensa que cada día amanecemos con un mundo distinto, luego de contaminar el agua y el aire, luego de arrasar la selva planetaria, exterminar a los tigres y fecundar sin control, monstruosamente, basureros industriales. Pero William no se queda en la naturaleza, sino que también indaga en el impacto en la conciencia y la sensibilidad, y en los desatinos de los mismos pensadores cuando creyeron que ir en contra del desarrollo de Europa, era rezagarse ante la historia. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado, su cielo, se ha construido su infierno, revela William, y lo sustenta recordando que el filósofo Hegel aprobó la invasión de Alemania por Napoleón, porque le pareció “la encarnación de la historia, el espíritu universal a caballo”. El economista y filósofo Karl Marx rechazó y desaprobó a Simón Bolívar en su lucha contra el colonialismo, porque veía en ella, “la oposición al avance sobre el mundo de la civilización europea”. La clarividencia de los sabios del siglo XIX no alcanzó a imaginar que más allá de la destrucción y sometimiento de la naturaleza, se derrumbaba y se profanaba con ella, todo lo sagrado, lo heredado, las creencias y las ideas, y enfriaba la mirada del ser humano ante su propia existencia y su relación con los demás.
 

El agua, ese tesoro amenazado
 

El agua, cantada y narrada por los poetas y filósofos de la antigüedad griega, ha permeado todas las culturas, tanto la occidental como la oriental. Para los griegos, el agua era el dios Proteo, cuya mayor virtud es su multiplicidad de formas. Para Tales de Mileto, el agua era el origen y fundamento de todas las cosas. Para Heráclito, el agua era la vida, y él no acababa de entrar y salir jamás del río de su perplejidad. El agua y sus dioses, están en los libros sagrados de todas las culturas, como génesis, ritual de culturas remotas, bautizo ceremonial, deidad y presencia hasta la muerte. Las aguas del río Ganges, en las nieves del Himalaya, dice William, lava y purifica a los seres y redime de las condenas de las reencarnaciones. Veinticinco siglos después, existe una narrativa y una poética que nombra las lluvias, los ríos, los lagos, las tempestades y el mar.

William nombra las paradojas del agua, su transparencia, su levedad, su pesadez, su elasticidad, su delicadeza, convertida en sujeto de la poesía y los mitos, espíritu de las religiones y la historia humana. Nombra a Arthur Rimbaud, el mejor poeta francés del siglo XIX, para quien el barco está ebrio no solo porque las aguas estén ebrias, sino porque el barco mismo está embriagado. Borges se vuelve confidente del agua y le suplica en un poema que no le falte el agua en el postrer momento de su vida.
 

El peligroso arte de aprender  
 

Para William Ospina aprender es un arte peligroso.

Cree con Chesterton que “las únicas respuestas que lo satisfacen, son las respuestas mágicas: el árbol del jardín produce manzanas de oro, porque bajo sus raíces duerme un dragón”.

Y comparte la visión de Borges de que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple. No sabemos qué cosa es el universo”. Para William, que confía en las secretas virtudes de la pobreza, las grandes cosas que ha hecho la humanidad, las hicieron los pueblos humildes. 

Repite a Borges: “No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y éste, de la tristeza y el tedio”. William es una ráfaga de serena y dulce sabiduría.

Escucha cada cosa que le rodea y descubre siempre, algo maravilloso y rescatable, como un tesoro abandonado en la maleza.

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