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Así cambió mi vida en un minuto

REVISTA NUEVA

11 de julio de 2015 10:40 PM

Hace un par de años, en Nueva York, sufrí la experiencia más traumática de mi vida. Un día decidí ir a patinar, con tan mala suerte que resbalé y caí de espaldas en una acera rota. Mi reacción fue proteger la columna alivianando el golpe con las manos, pero el impacto fue tan fuerte que cuando me levanté, en medio del shock, vi que tenía los dos brazos rotos.

Solo unos minutos después ya añoraba a mi familia que estaba acá, en Colombia. Y también me lamentaba por no poder seguir trabajando como profesora de piano. “¿De qué voy a vivir?”, me preguntaba una y otra vez. Y ahí comencé a vivir en carne propia lo que es tener una discapacidad.

Cuando desperté en el hospital, tras los efectos de la morfina, el mundo se me vino encima. Quería ir al baño y solo en ese momento dimensioné la magnitud de la lesión y de los retos que vendrían. Porque cosas que parecen tan sencillas como esa o como abrir una puerta, se convertían en ‘imposibles’ si no tenía ayuda.

Durante los primeros días, la medicación me hacía dormir prácticamente todo el tiempo y solo salía a los controles médicos del hospital. No caminaba por miedo a volver a caer, pues sin poder usar mis brazos, curiosamente perdía más el equilibrio; también dejé de comer por vergüenza a que la gente que me rodeaba tuviera que asearme luego de ir al baño… en fin, me sentía absolutamente derrotada y humillada.

Según los médicos debía operarme, pero primero tendría que estar con ambos yesos durante cuatro meses, en los cuales mis lágrimas se mezclaron con pequeños logros y unos cuantos sobresaltos. Finalmente me las arreglé para ir al baño sin ayuda; también logré tomar líquidos con pitillo, y los sólidos los agarraba con mi boca directamente del plato. A propósito, mi boca se volvió una excelente herramienta, pues con ella también sostenía un lápiz con el que presionaba las teclas del computador para comunicarme con mis contactos de Facebook y con mi familia. Por supuesto, mis dientes quedaron absolutamente desgastados, pues tenía que utilizarlos casi para todo.

No obstante, siempre intenté tener la mejor actitud. Me resigné y ‘a punta’ de oraciones y mucha esperanza, entendí que a pesar de las dificultades sería una situación temporal. Para ello, el apoyo moral de mi familia y amigos fue muy importante –a pesar de que estuvieran lejos-, así como los cuidados de las personas con quienes vivía y el excelente equipo de profesionales que me atendió. Ellos eran los ángeles que Dios me había enviado para acompañarme.

Finalmente me quitaron los yesos y ahí pensé que todo volvería a la normalidad. Pero, ¡oh sorpresa!, durante dos semanas no pude girar mis muñecas ni un milímetro. Estaba por venir un largo proceso de rehabilitación y una cirugía reconstructiva en mi mano izquierda.

Durante esos meses descansé mucho y me entretuve viendo el movimiento de las manos de las presentadoras de la televisión; tanto, que me obsesioné con ello. Realmente esperaba, algún día, volver a tocar el piano y, por qué no, ¡sujetarme yo misma el brasier!

Cuando regresé a Colombia todavía usaba férulas movibles en los brazos, pero al llegar al aeropuerto mi madre me pasó las llaves del carro y me dijo: “Ana María, llévenos de regreso para la casa, usted tiene que hacer todo lo que hacía antes”. Y eso fue solo el comienzo, pues ella misma ordenó que nadie me ayudara a hacer las cosas básicas, y tal como me lo diría, esa fue mi mejor terapia.

La enseñanza para mí fue clara: Dios no te da nada que no puedas soportar. Y finalmente la discapacidad me llenó de paciencia –la que nunca tuve-, de fe en Dios y de una recursividad y superación inimaginables. Aunque mi vida no volvió a ser igual, trato de llevar una existencia normal a pesar del dolor, la incapacidad y el miedo que, tristemente, muchas veces me acompaña. Tal vez porque las fracturas emocionales tardan mucho más tiempo en sanar que un ‘simple’ hueso roto. Sin embargo, dándole tiempo al tiempo… sé que todo pasará.

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