Revista viernes


Que me agarre confesada

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

23 de octubre de 2009 12:01 AM

He visto la demostra-ción de cómo ponerse la mascarilla en caso de des-presurización en el avión. Sé perfectamente cómo ajustar la hebilla del cintu-rón de seguridad. Reco-nozco las salidas de emer-gencia y sé que en caso de evacuación en el agua, el salvavidas debe inflarse jalando o soplando por las boquillas. Sé que se en-cuentra debajo de la silla y que su hurto será penali-zado. Sé que durante el despegue debo permane-cer sentada con la ventani-lla abierta, que una vez se cierran las puertas debe-mos apagar los objetos electrónicos y sé perfec-tamente que no me gusta volar. Sobre todo sé eso, no me gusta volar. Soy de esas primitivas que sigue pensando que por algo los seres huma-nos no tenemos alas y aunque mi hija me siga ex-plicando la lógica que hace que un avión se eleve, creo fervientemente que soy un animal terrestre. Mi pensamiento, anquilo-sado posiblemente, no pretende hacerle una cam-paña negativa a alguna ae-rolínea. Mi pensamiento, que me causa vergüenza, sólo se explica por la pro-funda desconfianza que siento que esa enorme máquina se venga al suelo sin una ligera probabilidad de que quede viva. Volar es la forma más rápida, más cómoda y más segura de viajar. Aún para personas que como yo, lo sufren y no lo disfrutan. Aunque siento que este miedo es disfuncional, creo además, que lo comparto con mucha gente. Son muchos los que veo per-signarse en el avión, son muchos los que veo apre-tar los dientes y son mu-chos los que se agarran fuertemente de la silla en caso de una turbulencia. He presenciado gente gri-tar, llorar y hasta sentirse ahogada. Una vez viajé con el vi-cepresidente Santos y re-cuerdo que estaba acom-pañado de un militar. Los hombres iban sentados muy cerca a mí. Vi como le pidió a la auxiliar de vuelo que lo cambiara de lugar en el avión, le dijo que se sentía un poco mal, algo agobiado tal vez, y la mujer lo cambió de puesto. Lo llevó a clase ejecutiva y no supe más de él hasta que nos bajamos del avión. Algo me hizo presentir que tampoco le gusta vo-lar, pero le toca. No pretendo establecer parecidos entre el vicepre-sidente y yo, sería infruc-tuoso y poco divertido, pe-ro es obvio que mucha gente siente temor a si-tuaciones como estas. No digo sólo al avión. En otros casos, la gente siente que la muerte se puede estar dando su paseo de cerquita y la sensación de finitud y de vulnerabilidad se aferra a cada partícula de aire que se respira. Bien, sufro con los aviones, ese es mi secreto, pero no está mal sentirnos mortales de vez en cuan-do. He observado que justo cuando aparece esa sensación de vulnerabili-dad frente a la vida y la muerte, justo en ese mo-mento se presentan unas intensas ganas de “poner-se al día con los afectos” y es allí cuando empezamos a decir aquello que no he-mos dicho. Conocí a un hombre - no era el vicepresidente Santos- que escribía cartas de despedida durante los vuelos. Aprovechaba las últimas hojas de los libros o incluso servilletas y allí trazaba desesperadamente últimas cartas. No murió en un accidente aéreo. De hecho, no ha muerto aún por otra causa. Pero son muchas las cartas que su-pe que hizo, muchas de ellas, al aterrizar, termina-ban en la basura. Otras, quedaban como evidencia en las contraportadas de sus libros. Nunca escribió sobre herencia alguna, porque de hecho era poco lo que po-seía. Eran cartas en las que esencialmente escribía sobre sus sentimientos, sobre las verdades de su corazón, sobre las confe-siones de sus afectos, so-bre los te quiero que sen-tía que no había dicho. Todas, eran cartas de amor. No considero que esté mal escribir esto en los momentos críticos de la vida. Sólo me pregunto ¿por qué esperar los críti-cos? Si tan desesperada-mente tenemos que escri-bir lo no dicho y ese texto tiene varias líneas, es po-sible que andemos por la vida con un costal de afectos amarrados. Es po-sible que necesitemos de la muerte para, por fin, vomitar lo que nuestro po-bre corazón tiene atrapado. Lo crítico de la vida ocurre a cada instante. La muerte es una posibilidad ineludible de los vivos. Si de escribir cartas confe-sionales se trata, tendre-mos que estar confesados todos los días. No esperar subirnos a un avión para hacer el ridículo de escri-bir una carta que -no es por sonar pesimista-, será bastante improbable que sea hallada. Insisto, volar es el me-dio de transporte más se-guro. Nuestros miedos a la muerte pueden estar sujetos a unos aconteci-mientos, pero la muerte puede estar asociada a los más inimaginables e im-predecibles. Tener esta consciencia no debe tortu-rarnos, pero debe ser la razón que nos obligue a sentirnos finitos y a tener la necesidad de expresar lo que sentimos cuando lo sentimos. Sólo espero que cuando llegue la muerte, mi cuer-po no se hinche por las palabras de amor que no dije, por todos los afectos no expresados. Sólo espe-ro que cuando llegue la muerte, me agarre confe-sada…; no tanto de los pe-cados…; como de los amo-res. *Psicóloga palabrasdesexualidad@gmail.com www.palabrasdesexualidad.blogspot.com

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