Llegó a los 70 años sin conocer a otro marido que aquel con el que engendró tres hijos. Fue el primer hombre en su vida y el último, aunque sus momentos de regocijo y pasión quedaron envueltos en una nube borrosa que se llama tiempo. Se mantuvo virgen hasta su matrimonio, como ocurre con las historias de las mujeres decentes. Fue una esposa ejemplar, de esas que no se dan permiso para desear a otro ho-bre ni en los sueños. De ese tipo de mujeres que no se sienten acosadas por fantasías sexuales, se dedican a la crianza de los hijos, a los desayunos, a planchar las camisas con cuellos perfectos, y a tener la casa siempre perfumada. No faltó en su familia cuidado alguno, nunca durmió fuera de casa, jamás fue a una fiesta sin su marido y no hubo tarde en la que no lo despertara con el café después de la siesta. Sus hijos crecieron sa-nos y felices, con el amor de madre y el olor de bu-ñuelos recién hechos. Les tejió mantas a sus nietos, bordó pañuelos, tenía el jardín más bello de la calle, la veranera más florecida y los pisos más limpios. Su peinado perfecto, la ropa organizada, la cama almi-donada, la vajilla bien lava-da, pero jamás supo qué era un orgasmo. La imagen de la mujer abnegada priva a las muje-res de encontrarse consigo mismas. Muchas mujeres mueren sin conocer lo más sublime de los placeres amatorios. No proponemos posturas, no exigimos pla-cer, pero por años fuimos consideradas, como diría mi amiga Marla Del Villar, unos receptáculos vagina-les. Ni siquiera fuimos tan atrevidas para conocer nuestros genitales. Jamás se nos ocurrió tomar un espejo y abrir las piernas, para encontrarnos con esa parte del cuerpo que le entregamos a un hombre como si fuera arma de do-tación, ese mismo lugar por donde parimos a nuestros hijos. Por siglos estuvimos ocupadas aseando las ore-jas de los niños y arreglan-do floreros de astromelias, pero nos olvidamos de no-sotras mismas, de saber qué sentimos, qué nos gusta y cómo somos. Nuestros hombres se acomodaron en nuestro seno como en el de su propia madre, y nos qui-sieron puras y libres de pecado, sin manchas como las buenas esposas, sin exigencias en la cama, sin mucha creatividad, sin fo-gosidades de la carne ni otra desvergüenza. Tan sólo que hoy los tiempos cambiaron. Doris Lessing y Toni Morrison se ganaron el Premio Nobel, crearon las píldoras anticonceptivas, la lavado-ra y el lápiz labial que no se corre. Ya no valemos lo que vale un himen per-fecto y podemos pedir más a gritos, decir no me gusta y mandar al carajo aquello que no nos hace felices. El sexo dejó de ser un tabú para convertirse en un derecho. Ahora deci-mos cuándo queremos, pa-gamos la cuenta si tene-mos, y exigimos que nos cambien al parejo si no sa-be bailar. *Psicóloga palabrasdesexualidad@gmail.com www.palabrasdesexualidad.blogspot.com
Revista viernes
Ya no más receptáculos vaginales
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