La muerte en farsa mayor


Por Juan Antonio Pizarro Leongomez

No soy hombre de cine, o mejor, dejé de serlo hace unas décadas. En los años sesenta y setenta del siglo pasado no perdía película, pero cuando mi mujer dejó de lado el cine, no tuve más remedio que acompañarla en su desinterés. Hace unas noches, por iniciativa de un amigo y aprovechando el milagro tecnológico de Netflix, vimos la película sobre la muerte de Stalin, los hechos inmediatos que la precedieron y, en especial, los que se desataron después. 

La escena inicial es magistral: un concierto de música clásica emitido desde Radio Moscú. El evento, como todo concierto de música clásica que se respete, transcurre con mucha tranquilidad hasta que el responsable de la grabación recibe una llamada donde se le ordena marcar un teléfono que le dictan en, exactamente, diecisiete minutos. Si la primera llamada desata los nervios del burócrata, la segunda desata el caos total. Caos que se multiplica cuando lo que ocurre en el teatro de Radio Moscú se mezcla, de manera brillante, con una reunión del Politburó en casa de Stalin y con la entrega de la lista de las personas a detener esa noche y la ejecución de las detenciones por la NKVD, la policía secreta que antecedió a la KGB en la antigua URSS. 

En pocos minutos la película nos lleva al clima de terror que se vivía en Moscú en 1953, cuando el país más grande del mundo giraba, en su totalidad, en torno a los deseos y los humores de un solo hombre: Stalin. La Revolución de Octubre, que prometió construir un país donde gobernaran todos, terminó siendo una versión empeorada del régimen zarista al que habían tumbado por autocrático. 

Con la muerte de Stalin se desató una pugna por el poder entre sus tenientes: Malenkov, Beria, Kruschev, Bulganin, Molotov, Kaganovich. Muchos en todo el mundo deseaban que al fallecimiento del tirano siguiera el derrumbe de la URSS, pero para ello faltaban cuatro largas décadas en las que muchos, este servidor incluido, luchamos en numerosospaíses por llevar al poder a las versiones locales del Partido Comunista. Hoy me alegro de no haberlo conseguido, pues el régimen que hubiera surgido de las manos de los comunistas criollos habría sido una cruel caricatura del régimen soviético.

Junto al lecho donde yace Stalin, quien vive aún en medio de la pasividad de su círculo inmediato, se desató una furibunda carrera por sucederlo. ¿Quién lo logrará? El siniestro Beria o el cómico Kruschev, no por gracioso menos siniestro. Ambos saben que dependen de sus propias fuerzas y de las alianzas que logren tejer. Beria se apoya en la poderosa policía secreta que dirige y en Malenkov, el aparente sucesor de Stalin; mientras que Kruschev lo hace en los otros miembros del Politburó y en el Superman del momento, héroe de la II Segunda Guerra, el Mariscal Zhukov quien comanda el Ejército Rojo. 

El juego de tronos lo gana Kruschev y lo pierde Beria, por un elemental error de cálculo de este último: la poderosa NKVD lo era en la medida en que enfrentaba a una población civil atemorizada y desarmada. Otra cosa era pretender enfrentar a un Ejército Rojo, que pocos años atrás había derrotado a una parte importante del ejército de la Alemania de Hitler. 

La farsa alcanza su punto más alto con el pistoletazo que Zhukov propina a un Beria, que sufre en carne propia el terror que hizo sentir a millones de personas. Ni la muerte de Beria, ni muchos de los episodios de la película ocurrieron así, pero todos ocurrieron. La fuerza de la farsa estriba en mostrar lo que aconteció, sin tener que ajustarse ni a los tiempos ni a los hechos concretos. Y esto, unido a estupendas actuaciones y una producción impecable, es lo que hace que la película se desarrolle a un ritmo excitante que mantiene al espectador pegado a la pantalla. Ritmo que me recuerda el que alcanzó, en otro género y en otro tono, el libro de John Reed “Diez días que estremecieron al mundo”, donde relata los inicios de la Revolución Bolchevique, comienzo de un sueño que en muy poco tiempo se tornó en pesadilla.

La mejor escena de la película, en mi opinión, es muy rápida y breve, pero describe de manera magistral lo que fue la URSS: ocurre cuando Malenkov, que en ese momento era el máximo dirigente, sale al balcón que da hacia la Plaza Roja a saludar al pueblo ruso que ha llegado a despedir a su “padrecito” Stalin. Al lado de Malenkov, cuya figura sobresale en el balcón, tomada de su mano está una pequeña niña de la que sólo se distinguen una frentecita y unos ojitos brillantes. Es una maravillosa alegoría de un Estado que ha martirizado y ocultado a su pueblo, pero que no ha logrado quitar el brillo de los ojos de sus niños.

Nota personal: En el año de 1979, cuando aún militaba en el Partido Comunista Colombiano (PCC) tuve la oportunidad de visitar la República Democrática Alemana (RDA) invitado por el Partido Comunista de esa nación. De allí volví con una certeza basada en una sensación: la certeza de que el régimen caería más temprano que tarde; la sensación de que los únicos ojos brillantes que vi durante los treinta días que estuve allí pertenecían a los niños. Los ojos de los viejos, de los adultos y de los jóvenes, habían perdido su brillo pues para ellos, en ese régimen, no había futuro. El Muro no se derrumbó inmediatamente, lo hizo 10 años después, pero cayó como debía caer: de la mano de los jóvenes cuyos ojos brillaban cuando los visité. Mi muro personal no resistió la experiencia del “socialismo real” y dejé la militancia a mi regreso a Colombia.

Créditos: “La muerte de Stalin”, filmada en el 2017, con la dirección de Armando Iannucci y actuaciones de Steve Buscemi, Simón Russell Beale, Jeffrey Tambor, Andrea Riseborough.


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