A mis 40, veinte: Decimoquinto Capítulo. El diablo viéndose en el espejo.


El diablo viéndose en el espejo

 

-Te amo.

Una habitación de hotel a oscuras. Las finas cortinas de lienzo blanco corridas. El brillo de los edificios iluminando la noche afuera. Silencio. Silencio. Silencio. Las penumbras se enroscan en nuestros tobillos paralizándonos. Las penumbras son fantasmas del pasado que nos impiden movernos. Las penumbras son culebras cuya mordedura nos congela en un instante que se desvanece en la memoria y se vuelve nada. Tus palabras se dibujan en mi mirada perdida. Tus palabras se pierden en mi mente. Me pregunto si alguna vez las pronunciaste. Me pregunto si de verdad estuviste a mi lado. Si fue real. Si las campanas que escucho son una fantasía nocturna. Una pesadilla. Un sueño vuelto terror del que no desperté y que me tiene atrapado.

-Creo que nunca seré capaz de amar.

Te miro fijamente. Tanto que me duele. Tanto que, si fueras capaz de sentir, te heriría. Lloras. Veo tus lágrimas huir de tus ojos. Deslizarse por tus mejillas heladas. Caer vueltas nada sobre tu corazón agarrotado. ¿Tienes corazón? Tú dices que no. Yo creí que sí. Yo ya no soy capaz de creer en nada. Te abrazo con todas mis fuerzas. Te digo que te ayudaré a sanar. Que juntos lograremos que ames. Me abrazas. Mi mirada se clava en el muro a tu espalda. El muro gris. La pared muerta. La oscuridad en todas partes. Mis ojos no ven nada. Mi mente no piensa en nada. No te miento. Pero tampoco te digo la verdad. Hay algo que falla. Un destello de rojas mentiras se desliza de tu lengua a mis oídos. De tus oídos a mi lengua reseca y enrojecida.

-Me bañaré.

Caminas desnuda dándome la espalda. Te veo desaparecer en el baño de la habitación. El pasillo es moqueta apagada. El exterior no existe. El mundo ha desaparecido. Todo se fue. Sólo nosotros. Veinte metros cuadrados. Un escenario de teatro. Un público que jamás existió. Un público que pereció ensartado en mil picas de acero. Su sangre se desliza hasta tocar el suelo. La veo allá donde pisas. La van dejando tus pies. Un reguero carmesí viene hacia mí, me roza, me envuelve para alzarse detrás de mí, tomar cuerpo, convertirse en la figura de una mujer que me abraza como una araña de largas patas negras abrazaría a su víctima amada.

-Te amo.

-Eres el diablo.

-Mírame.

Me giro. Me pierdo en tus ojos. Qué hermosa eres. Eres un monstruo. Eres la belleza. Eres la muerte. Eres una escultura que me clava las uñas en la carne abriéndome diez heridas supurantes en la espalda. No siento dolor. No soy capaz de dejar de mirar tu boca cuando se abre absurdamente, cuando la mandíbula se deforma como si fueras un muñeco de trapo y tus dientes se muestran como colmillos serrados de entre los que asoma una serpiente de ojos amarillos. Silba, silba, silba. Mi cuello se ofrece hipnotizado ante la muerte silbante. Siento un leve picotazo. Mi alma no existe. Mi mente no existe. Yo no existo. No te veo chupando mi vida e inyectando tu muerte.

-¿Qué haces ahí de pie?

Despierto y me descubro de pie en el centro de la habitación. Me giro y te veo saliendo del baño. Recién duchada. Secándote con una toalla mientras caminas hacia mí. Vuelvo a girarme. La escultura de sangre no está. La serpiente no está. Tú no estás. Tú caminas en carne y hueso hacia mí mostrándome tus pechos diminutos, tu abdomen torneado, tus extremidades delgadas. Te veo echarte en la cama con la toalla alrededor de tu pelo. Apenas eres una sombra. La habitación en penumbras me impide distinguir nada más que una sombra. Siento como me observas desde lo profundo del pozo.

-Ven y hazme el amor.

Te busco en la oscuridad de la cama. Tus manos se deslizan en mi espalda. Tu cuerpo se deja cubrir por el mío. Tus palabras empapan mis oídos.

-Tú has sido el primero. Muchos me tomaron, pero tú has sido el primero que me ha hecho el amor.

Está mal. Siempre supe que estaba mal. El pecador sabe cuando peca. El diablo sintió cuando caía. ¿No me escuchas caer? Precipitarme desde lo alto. Desgarrarme por el fuego que me lacera al no ser capaz de volver a mi hogar que cada vez veo más lejos allá arriba. ¿No escuchas la desesperación? ¿No te aterran mis gritos aterrorizados? Soy Lucifer y sé que tú, mujer que ahora gozas bajo mi carne, bajo mi piel, mis músculos y mis huesos, eres mi reflejo, el otro lado de mi moneda, a quien encontré esperándome cuando golpeé la tierra al estrellarme contra el suelo. El monstruo. Un castigo de ese Dios tan cruel y sanguinario que decidió humillar al portador de la luz con una dama que le hundiera en la oscuridad. Su reflejo invertido y perfecto. Su mismo ser. Su idéntica esencia desquiciada y maldita. Su hermana a la que ahora coge de las caderas y a la que golpea en su interior con todas sus fuerzas, a la que sujeta atacando sus entrañas con violencia enamorada, la bruja, la bruja, la bruja. La hermosa Pandora enviada para castigar a aquel que se atrevió a bajar la luz de los cielos. He de romperte con mi carne, he de quebrarte con mis manos, he de volverte polvo y aspirarte para que seas una en mí y dejes de dolerme tanto.

-Te amo, te amo, te amo.

Cierro los ojos. La luz inunda mis párpados. Los abro. La oscuridad me envuelve. Me deshago en tu interior. Siento escapar mi vida. Te veo sonriendo con los párpados bajados. Atrayéndome a ti para que nos abracemos al haberse consumado nuestro amor. Me derrumbo sobre ti. Quiero levantarme. Sé que no debo hacerlo. ¿Te amo? No te lo digo cuando tú a mí sí. No quiero perderte. Pero deseo poder liberarme de tu abrazo tan pronto como pueda. Un cosquilleo me recorre la pantorrilla. Un leve tacto sube por mis caderas. Unas patitas se asoman a mi oído. Una cucaracha se introduce en mi cabeza. Abres los ojos. Sientes mi deseo de dejarte. Me sostienes la mirada. No crees que mi amor sea real. No crees que tu amor sea real. No crees nada. Ninguno de los dos es capaz de creer en nada.

-Deseo proteger tu corazón para siempre.

Míralas como brillan tras las cortinas. Las luces de la ciudad. Las estacas de cemento, vidrio y acero. Sus lucecillas titilan como lo hace el corazón humano. Sin ganas, sin fuerzas, dejándose llevar por sus propias mentiras, por aquello a lo que llama sentimientos, por las moscas que baten sus alas a nuestro alrededor. ¿No escuchas el sonido de las alas de las moscas? Yo lo siento lento, pesado, inevitable como el avanzar de un glaciar.

-Vuelve.

Apoyo ambas manos en la ventana. El pecho me duele. Un puño me aprieta el corazón. Te pusiste de pie. Te levantaste de la cama y estás detrás de mí. Tu mano atravesó mi espalda. Tus dedos exprimen el débil órgano que late sin fuerzas. De tus dedos salen insectos oscuros y rojizos que se introducen en él y lo mordisquean inmisericordes a mis labios que se separan, a mi boca que se abre, a mis ojos que se pierden en el horizonte de edificios oscuros que palpitan con luces de colores. Me doy la vuelta, te empujo arrojándote sobre la cama, escapo al baño de la habitación, enciendo la luz de neón que hay sobre el espejo, descanso ambas manos en el lavabo, respiro sin aliento, hueco, vacío, perdido, tratando de encontrarme en un laberinto cuyo mapa yo mismo he extraviado.

-¿Quién crees que soy realmente?

Alzo la mirada del mármol blanco. Me veo reflejado en el espejo. Tu voz aun vibra en mi memoria. Salgo del baño. Te busco en la habitación. No te encuentro. No estás. ¿Estuviste alguna vez? ¿Fue esta historia algo más que un breve relato de terror? ¿Fue algo que nunca pasó salvo en mi mente enajenada? Vuelvo al baño. Dejó correr el agua. Empapo mis manos. Lanzo el líquido sobre mi rostro sintiendo el frío en los párpados cerrados.

-¿Sabes que estoy aquí, verdad?

No abro los ojos. No necesito hacerlo. Si lo hago, sé qué rostro veré reflejado en el espejo.

-¿Será el diablo?

Te siento de pie entre mis brazos. Mirándome sin parpadear. Acercando tus labios a los míos. Introduciendo tu lengua en mi boca. Perdiendo tu saliva en mi garganta.

-Te amo.

Estoy solo en el baño. Solo en la habitación. Solo en el hotel. Me miro en el espejo.

Tu rostro me contempla desde el otro lado del vidrio.

Sé que eres tú.

Sé que soy yo.

Sé que no es nadie.


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