Érase una vez la Antena Parabólica


En mi casa instalaron el servicio de antena parabólica en 1997, cuando yo rondaba los 13 años. Una señora gordita, de cabellos alegres y hablar acelerado, llegó al barrio un sábado, con una oferta que alborotó a los vecinos, como si en mitad de la calle hubieran instalado el circo o la ciudad de hierro. Se trataba, según pregonaba esta señora, de un invento maravilloso que, apenas valiéndose de un cable, expandiría nuestro mundo. En adelante, gracias al asombroso servicio, podríamos ver las películas, series, partidos de fútbol, telenovelas y conciertos, que hasta entonces no nos permitían los cuatro canales nacionales que sintonizaba nuestro televisor.

No hubo vecino al que no se le hiciera agua la boca escuchando la novedosa oferta. Los jefes de cada hogar anotaron su nombre en el cuadernito de la señora y en pocos días, tuvimos una pequeña cuadrilla de hombres encaramados a los postes y en los techos de nuestras casas, instalando las acometidas de un cable que cambiaría la vida del barrio para siempre.

La parabólica era como el agua o la luz, un servicio del que podíamos disfrutar a cambio de un pago mensual. Lo que la diferenciaba era que, en lugar de suplir una necesidad básica, como bañarnos o iluminar la noche, nos ofrecía puro y simple entretenimiento. La parabólica era un divertimento prescindible, pero sin el cual, poco a poco, sentimos que no podíamos vivir.

Antes de la parabólica, la mayoría de las casas de mi barrio tenían solo un televisor y éste se encendía por ratos, de hecho, la programación nacional empezaba casi al medio día y terminaba antes de la media noche. Suena increíble ahora, pero hasta inicios de la segunda mitad de los 90s, las personas dedicaban su tiempo libre a actividades que no involucraban un aparato electrónico.

La hora a la que casi siempre se prendía el televisor eran las 7 p.m., cuando las familias se sentaban a ver el noticiero y la telenovela del prime time. Después de la parabólica, el televisor no volvió a apagarse, siempre había un programa para ver. Luego fueron tantos programas al mismo tiempo, que fue necesario adquirir televisores extra, para que cada quien disfrutara de su programación.  

Antes de la parabólica, los niños y niñas del barrio pasábamos las tardes en la calle, corriendo detrás de un balón, montando bicicleta o patines, enviando mensajes por el teléfono roto o en rondas de algún juego con fichas. Después de la parabólica las calles de mi barrio empezaron a desolarse y eventualmente a todas las casas les pusieron rejas, por temor a que la soledad de la calle tentara a los ladrones. Por cuenta de la parabólica, los días comenzaron a transcurrir enteros frente a la caja con antena. Esos programas que la televisión nacional apenas transmitía una vez por semana, como Los Simpsons o Dragon Ball, en los canales mexicanos los pasaban diario y varias veces al día. Pasamos de ver una que otra película los sábados en el canal Uno o en el A, a la afición perenne por canales como HBO o Cinemax, que pasaban películas las veinticuatro horas.

La soledad y el silencio se convirtieron en elementos extraños dentro de nuestra cotidianidad, la tecnología se convirtió en nuestra eterna compañía. El tiempo avanzaba más rápido, al reloj se le aceleran las manecillas cuando estamos distraídos y siempre lo estábamos; viendo un programa, pensando en el que venía después, y que tampoco queríamos perder.

En el año 2000 llegaron los canales nacionales privados con una oferta constante, variada y competitiva, respecto de los canales internacionales que nos robaban el tiempo. Poco a poco las pantallas de T.V. invadieron todos los ámbitos, porque aparentemente cualquier actividad comenzó a resultarnos imposible sin tener al lado un cuadrado emitiendo luces y sonidos. Hoy en día los asientos de los aviones, las máquinas de los gimnasios, tienen televisor; la tienda más paupérrima del barrio más recóndito, tiene una LED amenizando la compra de abarrotes y la ingesta de cerveza. Es como si nadie quisiera, nunca, pasar un tiempo a solas con sus propios pensamientos.

Gracias a la parabólica, se desdibujaron las nociones de localidad y cada aspecto de nuestra vida adquirió un tinte global. Pasamos de ser cartageneros, a reconocernos como colombianos y de ahí a latinoamericanos, cuando nos enfrentamos a las maneras de ser de los mexicanos, peruanos y gringos, que nos enviaban la señal de la mayor parte de los canales que recibíamos. Aprendimos qué era “chido”, “guey”, “no mames”, “cholo”, “pollada”, y hasta aprendimos a hablar inglés, gracias a esos canales de películas y música que nos llegaban en ese idioma y sin subtítulos.

Gracias a la parabólica nos enterábamos a diario y en tiempo real de las noticias del mundo, que no eran muy distintas de las propias, nuestros vecinos de planeta también padecían la corrupción de sus gobiernos, la delincuencia común, la manipulación de la democracia. Pese a los estilos de vida específicos de cada país, las aspiraciones de vida se nos asimilaron al estar consumiendo la misma publicidad. No nos dábamos cuenta, pero ofrecernos tanta televisión era solo una estrategia para adoctrinarnos a través de los anuncios. La idea era que dejáramos de ser ciudadanos locales para convertirnos en consumidores del mundo.

Actualmente los contenidos que ofrece la televisión no importan, perdieron la cualidad de ser memorables hace rato; tenemos otras distracciones más inmediatas y novedosas que nos vuelan el ocio. Lo que importa hoy es tener un televisor inteligente capaz de sintonizar contenido infinito, aunque al final no haya tiempo para ver mayor cosa, nos gana el sueño. Toca trabajar horas extra para pagar por el servicio de streaming, por la señal HD, las transmisiones exclusivas de deportes, el servicio premium de series y películas.

Cuando llegó la parabólica a mi barrio no lo imaginamos, pero más allá de ampliar nuestras opciones de entretenimiento, aceptamos que la publicidad se metiera a toda hora en nuestra casa, para enseñarnos a antojarnos de todo, acostumbrarnos a querer siempre más, a desechar más rápido, enviciarnos con la novedad, tener acceso a todo el entretenimiento posible para, en últimas, estar siempre aburridos. Querer más significa trabajar el doble y no contar con tiempo libre para disfrutar de nada.

En tiempos de televisión digital, la antena parabólica parece un invento de la antigüedad. Hoy otras pantallas distintas del televisor se roban nuestra atención y no solo amamos verlas en todos lados, también vivimos obsesionados con aparecer en ellas. Vale la pena recordar cómo eran las cosas antes de que el entretenimiento se nos convirtiera en urgencia, antes de que la ansiedad por verlo todo nos confundiera. Antes, cuando dos canales de T.V. eran suficientes y no hacíamos parte de esta conversación global que cada día nos pierde en la infoxicación. Recordar dónde empezó todo, para quizá entender la forma en la que vivimos ahora y no caer tan fácil en las múltiples trampas que nos tiende la modernidad.

 


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